Nunca he sabido jugar bien al póquer ni al black-jack. El bridge es para mí un arcano indescifrable y las siete y media suelen convertirse en un dieciocho inamovible. Siempre he sido muy patoso barajando las cartas. Nada de hacer malabarismos espectaculares ni fascinantes juegos de manos. Siempre he solventado la papeleta con un movimiento lagartero y simplón. Ni siquiera en el parchís he conseguido destacar por encima de mis rivales habituales.
Con los dados las cosas no son diferentes. Cuando quiero que salga el seis sale el nueve. Cuando necesito sobremanera sacar un veinte sale un dos. En el bingo no he tenido mejor suerte. He de aclarar que mis incursiones en esta última modalidad del juego no ha pasado del grado amateur. He jugado en eso que llaman bingos benéficos.
Solía jugar los domingos por la noche en el Gabbi´s. Éste es una especie de restaurante-pub-karaoke inglés. Allí suelen reunirse dos veces al mes –supongo que lo seguirán haciendo– personajes y gentes de lo más variopinta, extravagante –dicho esto, que quede bien claro desde el punto de vista de un torrevejense provinciano– y entrañables. Por tan sólo veinte duros podían estar jugando toda la noche. El asunto solía durar poco más de dos horas.
El ambiente que acostumbraba a reunirse en aquellas largas noches de invierno era intenso y vivía con agradable cosquilleo la fiebre que acompaña siempre al azar. La media de edad rondaría los setenta contándome a mí y a la joven inglesa que me acompañaba.
Ah, la joven inglesa. No creo que guarde, precisamente, un buen recuerdo del autor de estas líneas. En fin, esto del Gabbi´s ha sido un ramalazo nostálgico e importuno.
Volviendo al asunto que trataba de explicarles antes de perder el hilo, les diré que en los asuntos de azar no tengo lo que se dice buena estrella y acostumbro a perder con creces el capital invertido en tan descabellado propósito. Pero la vida suele darnos de vez en cuando pequeñas satisfacciones que compensan en cierta manera las posibles frustraciones que pudiésemos arrastrar.
No. No crean ustedes que me ha tocado la primitiva o he acertado el pleno al quince. Ha sido algo mejor que eso. La pequeña compensación que he tenido me ha venido a través de un simple sueño. Pero qué sueño. Aún me tiemblan las manos saboreándolo.
Yo era un jugador profesional vestido de smoking blanco. Medía quince centímetros más de lo que mido ahora y llevaba el pelo engominado como un dandy. Mis zapatos de piel escocesa brillaban lustrosos y mis gemelos de oro competían con el fulgor de los diamantes y zafiros de las damas que jalonaban el casino de Casablanca.
Un camarero se me acercó solícito y pedí con gesto diplomático, aunque natural, un Bloody Mary. Al instante apareció con la copa, roja y llamativa. Le di las gracias en un francés más que correcto y bebí lentamente. Sonreí complacido. La copa estaba excelente. Le habían puesto las gotitas justas de salsa Worcester. Saqué la cartera y cogí al azar un billete de cincuenta francos que deposité en la bandeja del camarero. Anduve unos pasos y me hice un hueco en la ruleta. A mi derecha había un tipo gordo que olía a perfume de mujer caro. A mi izquierda mis ojos se encontraron con los de una hermosa princesa húngara que esta jugando a ser una vampiresa. En un primer momento no quise levantar sospechas y perdí unos cinco mil francos para calentar el ambiente. La princesa húngara no me quitaba la vista de encima y se empeñó en seducirme pasándome su pie desnudo por las rodillas. No le hice caso. O no estaba allí para consolar jovencitas. Yo era un profesional y no podía distraerme. Lo malo es que la princesita ponía bastante interés y yo no era de piedra. Aquello motivó que me descolocara u poco y perdiese dos mil francos más. En el último momento logré controlarme y la princesa se dio por vencida. Decidí que ya estaba bien de pamplinas y aposté diez mil francos al veinte rojo. Una mueca de admiración se escapó de los allí presentes y yo pensé que estaba rodeado de paletos. La ruleta comenzó a rodar durante unos segundos y se paró como yo había intuido en el veinte rojo. Los aplausos no se hicieron esperar. No era para menos. En una sola tirada había ganado cincuenta mil francos. Puse los cincuenta mil sobre el veinte rojo y el encargado de la mesa sonrió maliciosamente. Los demás jugadores se miraron llenos de estupor. La ruleta volvió a rodar y tras un breve viaje volvió a pararse sobre el veinte rojo. Las cosas se estaba poniendo calientes. Mantuve la cabeza fría. Sabía que el siguiente paso lo daría el encargado de la mesa. Le hizo una señal a un tipo alto y corpulento. Un par de minutos después apareció el director del casino. Era un italiano delgado y bajito que me dio la mano de una manera que me hizo ponerme en cuarentena. Nunca se sabe lo que puede pasarte con estos tipos. Comprendí que era mejor perder cien mil francos de los quinientos mil que había ganado para no levantar excesivas suspicacias. Cuando el tema se enfrió un poco y la casa había recuperado de los demás jugadores lo que había perdido conmigo, aposté todo lo que llevaba la veinte rojo. La cosa fue muy rápida y no dejé tiempo para que el encargado pudiera reaccionar. La ruleta siguió rodando hasta que finalmente se paró sobre el veinte rojo. Lo había conseguido. La banca había saltado en mil pedazos. Y la noche de Casablanca, junto a la princesa húngara, me hicieron sentir como un rey.