“En todas las criaturas que no devoran a otras ni se hayan agitadas por violentas pasiones aparece un notable deseo de compañía, que les lleva a agruparse, a pesar de que con ello no se propongan alcanzar ventaja alguna. Esto se ve de forma aún más notable en el hombre, que es la criatura que más ardiente de sociabilidad tiene en el universo, y que está dotada para ello con las mayores ventajas” (David Hume, Tratado de la naturaleza humana)
Recientemente me he preguntado si podría llegar a la noción de otro si no tuviera otro del que servirme (*); planteado de otra manera, si, estando quieto, pudiera moverme como me mueve el otro.
El hombre solo es una abstracción, nada más que el pensamiento de algo que prescinde de su presencia y por lo que pretende hacerse pasar.
La soledad no es una categoría, como es frecuentemente pensada, existencial (**), esto es, que nos implique directamente en lo que somos y quiénes somos; mejor visto, la soledad no es otra cosa que el momento negativo de la compañía. La soledad es, contrariamente, una categoría moral, que implica un recorrido, de alguna manera, sido, esto es, con una ejecución garantizada. Lo primario de compañía no es una figura conceptual. La compañía es lo que se siente cuando estamos con alguien, con uno como uno mismo, un igual que uno.
(*) Una línea reflexiva incompleta y necesariamente falsa (***). Todos venimos de una madre, y solos no vamos a ninguna parte; no somos capaces de recorrer enteramente camino alguno (****).
(**) No debiera extrañar, por tanto, que el existencialismo no conduzca a ninguna parte; sólo se mira a sí, y, desde sí, una posición reflexiva sin ocupar, va, en el mejor de los casos, al otro; no aporta nada ni tiene nada genuino sobre lo que reflexionar.
(***) La completud, discúlpese lo horroroso del término, o, para hacerme entender, la posibilidad de ser completado, no necesita ninguna especulación aproximativa o que cierre el círculo y haga de encaje esencial; brota de nosotros mismos, no hace falta nada que nos aproxime a lo que no esté en nosotros mismos; es más, de no estar en nosotros mismos, no habría sino un contacto artificial con el otro; de ser así, de no haber una posibilidad positiva que esté a la espera del otro (*****), jamás llegaríamos a él.
(****) La compañía es tan natural que la damos por descontada. Me pregunto, precisamente eso, ¿podríamos ser, como somos, de no haber otro; la existencia sin otro sería la misma, o su extensión me aporta algo único, “sui géneris”?. La compañía, desde la perspectiva del concepto y poder pensar en ella, exige varios, al menos dos (******)
(*****) Hablar de posibilidad positiva puede parecer, como he admitido, un exceso de sutileza. Bendita sutileza si es la exigencia del camino a la verdad. Creo lo contrario, la práctica de la filosofía nunca debe acobardarse ante los problemas a los que se enfrenta, por muy sutil y oscura que su reflexión parezca.
La posibilidad tiene un momento positivo como tiene su contrapartida en otro negativo. Si no fuese así, la posibilidad no tendría contenido alguno, sería un término vacío. Hay posibilidad, por tanto, donde hay opuestos, unos términos entre los que elegir. Si especulo con la posibilidad sin relacionarla con un término, sin señalar los opuestos que la determinan, la posibilidad no tiene ni momento positivo, lo que puede ser, ni negativo, lo que no puede; sería una palabra, como decimos, vacía, que no sirve para pensar nada.
(******) Dos no bastan, hace falta uno más o, dicho sin demoras, tres o, en palabras filosóficamente reconocibles, una tríada en que sostenerse.
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