La soledad, la discusión y la práctica de la filosofía
Decía un sabio, Platón, que la filosofía era un diálogo interior. Coincido en gran medida con las palabras de aquel gran sabio.
En una ocasión, un gran amigo me dijo que lo que me pasaba era que, al hablar, quería dar una conferencia. No fue ese el momento en que tomé la costumbre de escribir mis inquietudes filosóficas, pero lo que es cierto es que la filosofía se practica a solas, esto es, en soledad, no yendo de la mano del resto. Uno no puede ir asustando a los demás como un perro rabioso con reflexiones ininteligibles para las que, por lo general, no hay preparación. Para un filósofo, escribir es algo parecido a un bozal.
No soy profesor ni me relaciono con académicos, de manera que, como no quiero asustar a la gente con la que trato con mis inquietudes intelectuales, escribo. La mayor parte de lo que pienso y escribo es para mí, empieza en mí y termina en mí.
Cuando estoy junto a alguien, no sólo no me gusta hablar de filosofía, sino que, si me hablan de filosofía, siento pudor, reparo. Con la excepción de mi mujer, una de mis hermanas, que, ocasionalmente, se interesa por qué objeto de estudio tengo entre manos, y alguna persona con la que he podido intercambiar opiniones, evito hablar en público de filosofía.
La filosofía depende de la contemplación, los pensamientos y los libros, no requiere acaloradas discusiones para nada. Cuando he tenido acaloradas discusiones en mi vida, algo más que frecuente, me he arrepentido, y hasta me he avergonzado.
Así que, poco a poco, he ido cultivando el hábito de estar más callado, pensar más y, en la medida de lo posible, evitar la discusión. Ya lo decía Oscar Wilde, “sólo discuten los que andan intelectualmente perdidos”. Pobres hombres esos que tienen la irremediable costumbre de discutir con ellos mismos. Reconozco que soy uno de esos pobres hombres.
Entonces uno lee y piensa (*), o piensa y lee, que vienen a ser lo mismo, como vienen a ser lo mismo escribir y leer. Leer y pensar son cosas que se hacen a solas (**).
La filosofía exige soledad. La costumbre de estar con los demás, que es un tema con interés filosófico como pocos (***), obstaculiza la filosofía.
(*) Omito la escritura porque está ya en la lectura. Cuando se escribe, uno lee, en primera línea, lo que escribe. No se escribe como un autor extraño a la obra.
(**) La soledad es, esencialmente, un término moral, no intelectual o, dicho de manera más fina, existencial. El hombre no sabría de la soledad si no fuese por el otro. El otro es, preferente y decisivamente, una persona, otro como yo.
Empero, ésto no lo digo como lo dijeran algunos pensadores previos a la ilustración. Lo que digo se podría haber dicho hace miles de años.
El hombre podría prescindir, de alguna manera, de los demás (****); ahora, que un hombre salvaje o un Robinson Crusoe, no son hombres en sentido realizable y pleno.
(***) Si no es el único tema de interés.
(****) La primera vez que presté atención a dicha especulación fue en la obra de Geoge Simmel. Es una idea propia de filósofos. La tuve en cuenta, pero la rechacé porque era falsa de necesidad.
No hace falta recurrir a la madre para refutar semejante tesis. Tiene más recorrido y calado que el hombre solo no se mantiene ni tiene, pare decirlo como una figura filosófica, capacidad extensiva.
El hombre no está solo como muchos filósofos, de siempre y de ahora, derivan los términos de los que hablan, de raíces etimológicas y otras extravagancias que fracasan a la hora de reflexionar sobre lo esencial. El hombre sabe de la soledad, primera y esencialmente, mirando adentro de sí, y, si tiene la ocasión adecuada, mirando al otro distinto de sí.
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