Pensar, decir y ser verdad
"Fácil es adelantar lo comenzado; arduo el inventar, y después de tanto, cerca de insuperable; aunque no todo lo que se prosigue se adelanta" (Baltasar Gracián, Agudeza y arte de ingenio)
Una manera de leer bien un libro de filosofía consistiría en preguntarse si, una vez leído, uno podría sustituir a su autor original.
Está claro que es más fácil leer un libro que escribirlo. El esfuerzo que exige escribir no se puede comparar con el de leer. Puedo leer, con más o menos esfuerzo, uno o dos libros a la semana, que, si quiero escribir tanto como leo (*), tendría que lograr que otros escribiesen por mí (**).
Siempre me ha parecido que expresiones como “tener ideas propias” era propio de personas sin ideas. ¿Se puede decir, sin ironía, que una idea es de uno, que una idea es propia de algo tan inestable como un “yo”?
Las ideas son objetos del tercer mundo, como diría Popper; no le pertenecen a una sola mente (***). Las piensa alguien, claro está, pero su mayor importancia está en que son pensadas, son objetos pensables. Uno se suma a una idea, y, si es capaz de sacar algo de ella, en el mejor de los casos, la tiene en préstamo.
Uno de los mayores riegos de la filosofía es caer víctima del lenguaje corriente, ser parte de la arbitrariedad de los usos, para decirlo a la manera de un conocidísimo pensador de la filosofía del lenguaje, el ingenioso y sobrevalorado Ludwig Wittgenstein.
Las palabras son poco más que signos, signos interactivos. Se pasan de uno a otro. Esta interacción es mucho más importante que un significado que, llegado a cierto punto, es tautológico, no dice nada que no dijera; lo que dice no añade más que ruido, no añade nada.
Si digo, “ésto es tal”, y si tal es ésto que digo, digo verdad. ¡Bravo! La verdad, por muy relativista y posmoderno que se sea, está implícita en el decir. El lenguaje se mueve, por lo general, en círculo, como todo movimiento. Si no fuese así, si fuese recto, o, dicho más problemáticamente, hacia arriba o hacia abajo, la comunicación no sería posible. Así pues, sucede lo contrario. El lenguaje es un fenómeno enormemente estable, una elaboración en la que, su mayor parte, ha de ser cierto y estar, en cuanto a los opuestos básicos entre los que se mueve, principalmente hecho.
Imagínese un mentiroso generalizado e incasable, que no sólo no parase de decir mentiras a los demás, sino que no dejase de decirse mentiras a sí mismo. Mentir es moral e intelectualmente despreciable, pero mentirse a uno mismo, una extravagancia psicoanalítica, es algo tan raro e improbable como un significado que no fuese a priori (****).
(*) Escribir ya es lo suficientemente dramático; algo que esté bien escrito requiere lentitud, esfuerzo y cuidado; ni qué decir de escribir de pensamientos.
(**) Lo digo en el sentido simple de que escribir es más lento que leer, y en otro más complejo que no sólo sea más rápido, que no es el problema esencial, sino en el de que no haya que pensar cuidadosamente lo que se escribe porque ya ha sido pensado, ora por uno, ora por otros.
(***) La propensión social de la mente es una de esas verdades esenciales a la mente; si no fuese así, la mente no sería lo que es.
(****) Pienso en la argumentación típicamente silogística de tres niveles de razonamientos.
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