Para: Aurelio
De: Tu amigo entrañable

Cantarana, 01 de abril

Querido Aurelio, espero que te encuentres en buen estado cuando recibas estas líneas. Sé que te preguntaras por qué no te escribí pero han pasado tantas cosas que aún ni yo mismo me las puedo creer, por eso me he dispuesto escribirte una a una de las vivencias que he tenido cuando llegue a mi situación actual te sorprenderá saber que no volveré a Valencia. Sé que te sorprende ahora pero ya entenderás. Las vivencias que compartiré contigo son un puñado de pensamientos, sufrimientos y recuerdos que he recopilado en cientos de hojas de papel que ya hoy destiñen en su tinta el tiempo que he pasado en estas tierras.

Las mañanas eran infelices porque Jacinto se marchaba cuidadosamente para no despertarme y se iba a trabajar en la hacienda. A pesar de que siempre me decía lo mucho que le gustaba trabajar en las tierras de mi padre yo sabía que él tenía otros sueños ¿eran esos sueños los que lo hacían desvelarse por las noches? A veces lo sorprendía a mitad de la noche, tirado sobre el pasto mirando hacia el cielo. Trataba de mirarlo sigilosamente para que no notara intromisión. Sus pestañas tan espesas como el mismo cielo nocturno apenas dejaban ver la taciturna mirada que clavaba en la profundidad de la noche, como si buscara una respuesta. En más de una ocasión permanecí despierto a su lado para sentir su respiración y la calidez de sus brazos a través de la desteñida tela de esa camisa a cuadros que siempre llevaba.

Me preguntó esa noche que si había escuchado lo que decían sobre mí en el pueblo. Su mirada era más intensa cuando hablaba de estos temas. Revelaban la preocupación que le causaban. Pero ese día no había sido ordinario como las tardes en las que no estaba con él, por lo que no quise arruinarlo discutiendo las sandeces que decían los mugrosos pueblerinos. Lo miré despreocupado como si no supiera de lo que estaba hablando, pero Jacinto sabía lo que quería decirle aun cuando no articulara ni una sola palabra. Me miró con el mismo aire de preocupación y desde ese momento solo mantuvimos un silencio que nos hizo cómplices de una incómoda verdad que no nos atrevíamos a enfrentar esa noche.

Poco tiempo después comprendí que él era más complejo de lo que cualquiera pudiera imaginar. Por las mañanas era Jacinto el campesino, el joven de mirada taciturna, con las manos llenas de cayos. Arrastrando sus pies llenos de lodo, yendo y viniendo de la cochinera a las potreras y luego descansando bajo el mango. Esa era la hora para reposar. Con los ojos en reposo y el cuerpo escurrido sobre el pasto se dejaba tumbar por el cansancio para pensar en lo que podía hacer con lo poco que ganaba. Al volver al trabajo olvidaba las penas para reincorporarse a su jornada incesante.

En las noches era Jacinto el despreocupado. Para la mayoría era casi imperceptible la diferencia entre uno y otro pero para mí, que me la pasaba admirándolo todo el tiempo, las diferencias eran tan obvias, como si compararas al mismo día y a la noche. El Jacinto nocturno estaba desprovisto de tristezas, bajo la negrura del cielo sus pupilas estallaban cristalinas como el turbio caudal de un río. Hablaba todo el tiempo de lo que quería hacer, sobre lo orgulloso que estaba de su madre y de lo mucho que la quería. Yo me quedaba sentado frente a él, escuchándolo por horas, atesorando sus palabras y deleitándome cada vez que interrumpía su conversación con una risotada o una media sonrisa que intentaba disimular mordiéndose la comisura de los labios.