La Virgen de Guadalupe.
Joaquín Collantes
Diego Rivera leyó atentamente la carta. Y a medida que iba adentrándose en su lectura, y en los recuerdos que portaba, iba en aumento la sonrisa en su boca de sapo, que diría ella, pensó. Terminada la pausada lectura, y con la cara iluminada por una amplia sonrisa, abrió la carpeta, se sirvió un generoso vaso de tequila, repasó con detenimiento los veintinueve dibujos que le trajeron el recuerdo de su estudio del Barrio de la Condesa y levantó el vaso, brindando consigo mismo a la salud de Lupita Atienza.
Doña Dolores Juárez le dijo a su hija -en un tono de voz lo suficientemente alto como para que él lo oyera- no mires a ese descarado, mihijita. Aunque lo que no podía imaginar es que el tildado de descarado se levantaría al escuchar el comentario, dirigiéndose a ella para disculparse perdone si la he ofendido, señora.
Así comenzó todo: con un comentario impertinente y una disculpa sin demasiada contrición.
La niña Guadalupe se había dado cuenta, mucho antes de que su madre le advirtiera, de que el hombre que estaba sentado frente a ellas la miraba con descaro, como si estuviera hipnotizado o dormido con los ojos abiertos ya que observó, casi asustada, que apenas pestañeaba.
Podría tener, más o menos, la edad de su padre, pero era mucho más grande y más feo. Parecía -la niña tuvo que aguantar la risa al imaginarlo- un muestrario de animales, un catálogo andante del jardín zoológico que mostrara al sapo a través de sus ojos saltones, a los peces del acuario en su boca, al elefante en sus orejas y al hipopótamo en su barriga… que apenas se sujetaba ensu sitio con la cincha, más que cinturón, que apretaba la perdida cintura, si es que algún día la tuvo, mucho más arriba de lo establecido por la estética y la lógica.
Estaba segura de que el hombre había oído la advertencia de su madre, por eso, casi se desmaya de vergüenza al comprobar que se levantaba de su asiento -mucho más alto de lo que aparentaba sentado- para, bamboleándose como un oso,aproximarse sonriendo con sus labios de besugo.
-Hasta me pareció ver -le diría días más tarde- que dejaba usted tras de sí una estela de burbujas que salían de su boca, y que subían y subían hasta estallar contra el techo.
-Qué cosas dices, reina. No te muevas tanto, estate quieta.
-Pues sigo pensando que tiene usted boca de pez.
-Pero esto de elefante, mi niña -contestaba él, riéndose a carcajadas, dejando el pincel y echándose mano a la bragueta.
-¡Ay!, pero que cerdo es usted, don Diego.
-Bueno, pues otro animal, no más.
-Y qué ganso.
-Pues otro… qué le vamos a hacer .
Pero para esta conversación aún habían de pasar tres semanas.
La madre de Guadalupe aceptó las disculpas del gigante, y le contestó que no, sin dudarlo, cuando el extraño -que se presentó como Diego Rivera, pintor-le pidió permiso para pintar a su hija. No, repitió, a pesar de que el pintor aclarara que quería a su hija como modelo para un mural: la niña presidiría desde el cielo, encarnando a la Virgen de Guadalupe, una batalla entre pérfidos españoles embutidos en hierros oxidados y nobles indios emplumados de milcolores. La niña será la virgen entre nubes, en el cielo, señora, ¿se imagina?,sí, la niña, qué inocente, qué guapa -insistió.
-¡Qué gracia! Yo me llamo Guadalupe.
-Tú, te callas, niña.
-Lo ve, señora, es una premonición: la niña bonita Guadalupe tiene que ser mi Virgen de Guadalupe.
Con otro no se despidió doña Dolores, arrastrando a su hija, cuando un ujier del ayuntamiento gritó su nombre, confirmando así que le había llegado el turno para la entrevista prevista con el secretario del alcalde.
A pesar de las advertencias de que no hablara con extraños -que constantemente le hacían su madre, su abuela, sus tías y, sobre todo, las monjas del colegio- cuando Guadalupe Atienza vio que Diego Rivera se aproximaba lo primero que pensó fue que él no era un extraño. Extraño era, para ella, alguien al que no conoces, a quien ves por primera vez, y el pintor ya era un hombre conocido, aunque fuera solamente de la breve conversación que mantuvo con su madre, que no con ella, con sus correspondientes negativas.
-Me negó tres veces, como san Juan -diría el pintor, demostrando que la Historia Sagrada no era lo suyo, precisamente.
Se cruzaron por la acera el lunes, sin mirarse, como por casualidad, como si el pintor pasara por allí camino de vete tú a saber dónde, mientras que ella sí, ella sabía que iba a su casa, de regreso del colegio, como todas las tardes.
Al día siguiente otra vez. Se volvieron a cruzar sin mirarse… pero a sabiendas los dos de que se habían visto y bien visto.
Y otra vez el miércoles y el jueves, y otra más el viernes, de tal manera que la niña, en cuanto traspasaba la verja del colegio, miraba hacia el fondo de la calle buscando al gigante bonachón que, una vez más, se preparaba, a lo lejos, para cruzarse con ella.
Llegó el lunes siguiente… pero cuando la niña lo buscó a lo lejos, no estaba. No estaba, ni se cruzó en su camino ni lo encontró en la esquina desde donde arrancaba. Y se dio cuenta de que lo buscaba con la angustia de quien ha perdido un niño.
Ni el martes, ni el miércoles hasta que, por fin, el jueves, una punzada de alegría le advirtió, un segundo antes de verlo, que el pintor había vuelto. Allí estaba, quieto, grande, destacando su corpachón contra la luz del fondo de la calle. Lo vio justo en el instante en que se ponía en marcha, como si le hubieran dado cuerda, disimulando, mirando hacia arriba, buscando en el cielo nubes que no estaban. El gigante había vuelto y se aproximaba sin mirarla, como si no la hubiera visto, aunque, cuando estaba a tres pasos de ella dejó caer, como si lo hubiera perdido accidentalmente, un papel doblado en cuatro escrito con dos renglones que, con letra azul y muy redonda, decían no disimules, Lupita, te mueres por ser mi Virgen.
La niña leyó el papel con el corazón brincándole en el pecho -que, por imposición de su madre, intentaba disimular con una camiseta bien ceñida- mientras un calor desconocido hasta ese momento recorría su cuerpo de arriba abajo.
No disimules, Lupita, te mueres por ser mi virgen, repetía y repetía camino de casa, aprendida la cantinela después de haber guardado la nota en el libro de Ciencias Naturales, precisamente, y por casualidad, en la página en la que se veía el grabado de un elefante que levantaba su trompa enorme. Y repitiendo no disimules, Lupita llegó a su casa. Y lo estuvo repitiendo entre dientes hasta que su madre le dijo pero qué dices niña, y ella contestó, nada, mamá, nada.
(“Taberna del español Jorge Cordero:
-El tabernero: ¿Y qué años tendrá la niña, don Diego?
-El pintor: Unos once o doce, le calculo.
-El tabernero: No me sea p e n d e j o, don. O se meterá usted en líos.
-El pintor: Sólo la quiero para que sea mi virgen.
-El tabernero: Muy bien, muy bien, todo eso está muy bien. Pero procure que lo siga siendo cuando termine el cuadro. ¿Entendido?
El pintor: Parece usted la voz de la conciencia, carajo. Mi Pepito Grillo particular, que en la cara y en el cri-cri se le parece.
El tabernero: No sé quien será ese don Pepito que usted dice, pero en cambio usted sabe muy bien a lo que yo me refiero”.)
Hubo tres notas más sin respuesta.
La primera escribía convence a tu mamá.
La segunda preguntaba si la había convencido.
Y la tercera igual, pero con el añadido de lo estás deseando, seguro, reina.
Hasta que el viernes fue ella la que, llegados al punto de cruce diario, se le plantó delante. El pintor tuvo que hacer un movimiento de frenada absurdo para detener sus más de ciento veinte kilos de humanidad -que decía él- o de puro sebo y grasa -que decían, maliciosos, sus amigos.
-Mi mamá ha dicho que sí.
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