Esta mañana, mientras se ponía un poco de orden entre el absoluto desorden que mi hija lleva consigo (*), ha aparecido en mi escritorio un papel doblado que estaba a punto de ir a la basura.
(*) Nunca dejo de aprender grandes cosas con mi hija. Su capacidad para desordenar es siempre superior al que tienen sus padres para volver al orden (**). Por cada cosa que pongo en el lugar que le corresponde, ella saca otras tantas de su lugar. Puedo poner en su lugar, por poner un caso, una cosa cada cinco o diez segundos; ella puede sacar de su lugar otras tantas cada dos o tres segundos (***).
(**) La educación de los niños es una labor especialmente compleja que, con demasiada frecuencia, se ha desestimado en su importancia. Demasiada gente educa a los niños de manera parecida a como se educa a un perro, siguiendo una asociación de estímulo y respuesta que condicione su conducta. No es lo mismo enseñar a leer que enseñar qué libros han de ser leídos.
Mis hijos van a la escuela, pero los aspectos de mayor importancia los aprenden en casa. Sin embargo, la importancia de la educación no se puede medir con una regla que mida lo que nadie aprenda; la importancia de la educación depende de la educación misma y las posibilidades que ella abre.
(***) El ejemplo que pongo es intuitivo; lo que sucede realmente muestra densidades temporales alarmantes; los niños no llevan el doble de ventaja a sus padres, ¡sino muchísima más!. Los niños son, en general, mucho más activos que los mayores en casi todos los ámbitos. En este sentido, estoy cerca del genio de Wilde cuando decía que "los viejos no saben nada; son los jóvenes los que lo saben todo". El interés del aprendizaje en un niño y la capacidad que tiene para él no se pueden comparar con el interés de un mayor ni con su capacidad; los mayores, al lado de los niños, son unos auténticos incapaces.
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