I T A L I A, TIERRA DE SUEÑOS… ( Parte I a )
Por los altavoces del aeropuerto anunciaban el número de vuelo. Me lo sabía de memoria, pero lo volví a mirar, parecía que temiera me lo hubieran cambiado. Me convencí que era el mismo que yo tenía, y obediente como un cordero seguí a todos los que se dirigían a la puerta de salida anunciada. Miraba a mí alrededor, para hacer más o menos lo mismo; es decir comportarme como si para mí, desplazarme en avión fuera de lo más habitual. Era un viaje organizado por una entidad con mucha solera, por lo que estaba segura que no fallaría nada, puesto que sólo se dedicaban a programar estancias por todo el mundo; me fijé detenidamente en todos los pasajeros del vuelo 789, que serían compañeros míos tan sólo durante poco más de una hora, luego nos dispersaríamos cada cual por lugares distintos. Se me pasó muy rápida, sólo tuve tiempo de ojear la revista recomendada por la Compañía aérea, tomar el exiguo refrigerio que nos dieron, y contemplar cómo sobrevolábamos la isla de Cerdeña. Casi sin darme cuenta ya estaba en Roma; aún no eran las doce, por lo que nada más llegar al Hotel deshice las maletas, buscando sobre todo un calzado plano y cómodo para poder andar, y cualquier conjunto de ropa, siempre teniendo en cuenta más la comodidad que la estética. Ya hacía algunos años, que no me miraba demasiado al espejo en busca de una imagen bonita. Alguien me había dicho que vagamente recordaba a la actriz Ingrid Bergman, y como me gustó, creo que dentro de las posibilidades, la fui imitando casi sin darme cuenta. Ojalá la hubiera copiado en su trabajo, seguro, que tendría más dinero del que disponía normalmente.
También me hubiera podido casar y cargarme de hijos como mi hermana; llegando a esta reflexión, anoté en una lista, cosas que les podría comprar a los sobrinos.
Nunca llegaría a saber si serviría o no como mujer casada, la única cosa que sabía, era que trabajaba y cuidaba de mi casa. Los hombres habían quedado completamente excluidos de mi vida, cuando era joven quizá sí que los pude encontrar a faltar, ahora francamente no; vivía demasiado bien, sin dar explicaciones a nadie, de lo que hacía o dejaba de hacer. Bien, no quería adentrarme en lo que era mi vida.
Al bajar dejé la llave en Conserjería, y me fui andando hasta un gran parque muy cercano, con pequeños caminos bordeados de árboles que filtraban el sol, haciendo dibujos arabescos en el suelo. Me sentía contenta de estar en Roma, una ciudad con la que había soñado durante muchos años, por fin la tenía a mi alcance, podría ver todas las obras de arte con mis propios ojos, y todo cuanto había leído, lo podría constatar.
Estaba tan nerviosa, que me parecía no podía ser cierto. De momento disponía de todo un día libre, ya que hasta al día siguiente no me sumaría al grupo, compuesto de varias personas totalmente desconocidas; esto no me importaba demasiado, era una mujer acostumbrada a tratar con otras personas, y sabía no tendría problemas, y si no congeniaba con nadie, siempre me quedaba el recurso de meterme de lleno en todo lo que fuera descubriendo; iba equipada con una libreta para anotar lo que me llamara poderosamente la atención.
Aquel viaje era el fruto de unos años de sacrificio recogiendo el dinero suficiente, para poder darme ahora este antojo. Me había dedicado a la enseñanza de dibujo y pintura en un Instituto, y temporalmente no trabajaba, porque el edificio estaba siendo remodelado por cuestiones de seguridad. Cuando empezara el nuevo curso escolar, todo sería nuevo. No me lo pensé dos veces, haría el viaje que siempre había soñado.
Cuando viajaba tenía la costumbre de anotar todas las cosas que quería hacer, eran tantas que sabía de antemano no llegaría a todas. El jardín por el que paseaba era bonito, muy frondoso y bien cuidado; como otros tantos en cualquier ciudad del mundo. Crucé por debajo de un arco, que a simple vista demostraba su antigüedad, su nombre era Puerta Pinzziana y continuaba una muralla. Pensé que deberían ser los confines de la ciudad antigua. La guía que tenía entre manos explicaba que la calle por la que estaba circulando, era una de las más elegantes, donde todo era de primerísima calidad; los hoteles y las cafeterías eran de las más caras; fui bajando hasta una plaza llamada Barberini, en cuyo centro había una fuente con el nombre de Triton, la contemplé detenidamente; me gustó pero sobre todo porque estaba ubicada en Roma, y sólo esta para mí, ya tenía mucha importancia.
Guiada por el libro turístico, comprobé que había figuras alegóricas unas veces a la mitología, otras a los emperadores y a Santos.
Resumiendo que había visto tantas cosas en poco tiempo, que no hubiera sabido cual elegir.
Sólo estaba segura de una cosa, Roma era toda ella una joya arquitectónica.
Incluso estando tan absorta con tanto arte, mi estómago me advirtió que había llegado la hora de reponer fuerzas; estaba muy cerca del Vaticano, y por una callejuela cercana había un Self Service, donde parecía podría comer bastante bien. Aunque lo que más agradecí fue la silla donde descansar un poco.
Ya eran casi las cuatro de la tarde, y desde que había llegado no había hecho otra cosa que andar. Entré en la Basílica de San Pedro, dentro de la Iglesia me agregué disimuladamente a un grupo de habla hispana e italiana, para poder escuchar las explicaciones que daba el guía, referente a su construcción. El Baldaquino hecho de bronce, material que habían sacado del Panteón; pensé que era casi robar a un santo, para dárselo a otro, quedaba claro que entre los artistas, había muchas diferencias, y que según quien era el gobernante del momento protegían a unos o a otros, buscando siempre eclipsar al contrincante.
La vida es así, repasando la historia conmovía pensar que allí mismo bajo el suelo que pisábamos, decían que habían sacrificado a San Pedro 2000 años antes.
El mismo autor del Baldaquino se superó a si mismo en La silla de San Pedro. Luego la figura del Espíritu Santo con las alas abiertas en los cristales de colores. Me pareció todo descomunal; las columnas eran todas de una pieza siendo transportadas fluvialmente por un canal hecho exclusivamente para este menester. El guía seguía explicando que la cúpula se atribuía a Michelangelo, y que se había inspirado en la de Brunelleschi de Florencia. Las pinturas de las paredes eran tantas, que no sabía dónde mirar exactamente.
El grupo continuó por el recinto parándose delante del sepulcro del Papa Juan XXIII. Yo me sentí completamente subyugada por la estatua de La Piedad. El cuerpo de Cristo, inerte en los brazos de su madre; la inmensa tristeza reflejada en un rostro evidentemente demasiado joven para ser una mujer cercana a los cincuenta años, pero había tanta belleza, tanta pena y resignación en aquel gesto de amargura ante un hecho consumado… Me preguntaba cómo pudo plasmar Michelangelo en un mármol frío como la muerte, un sentimiento de amor maternal tan cálido. La perfección del cuerpo de Cristo, con las venas de los brazos, la mano caída sin fuerza, con todos los detalles de las falanges, las uñas, todo, me parecía casi un milagro, como si hubiera cogido dos cuerpos humanos y los hubiera recubierto de una lámina finísima de mármol.
En aquellos momentos me sentí como si fuera un átomo perdido en la inmensidad del Universo; yo, que pretendía enseñar dibujo y pintura a mis alumnos, ante este sentimiento casi sentí vergüenza de mi insignificancia.
Con todas estas reflexiones había perdido al grupo de vista, por lo que volví a mi libro turístico, para seguir a conciencia el seguimiento por la Basílica, y copiando a todos pasé la mano por el pie de la imagen de San Pedro, ayudando de esta manera a desgastar todavía más, aquel miembro al que apenas se le distinguían los dedos.
Oí comentarios sobre el suelo que pisábamos, el blanco era de mármol de Carrara, y estaba mucho más desgastado que los otros, cosa que al andar se notaba un desnivel singular. Al salir pude contemplar en todo su esplendor la plaza con el obelisco en el centro, rodeado de tantas columnas; al estar allí, pareció como si se despertaran todas las fibras adormecidas del cristianismo. Por doquier se vendían todo tipo de objetos que hacían referencia al lugar. Pensé que nada de lo que allí se exponía, les gustaría a mis sobrinos. No tenía porque preocuparme, quedaban muchos días por delante; mi parte negativa pensó que ya casi había transcurrido mi primer día de vacaciones.
Deseaba llegar cuanto antes al hotel, para descansar. Compré fruta y un yogurt con la intención de comerlo mientras veía la televisión, como hacía en mi casa; me iría bien oírles hablar en italiano, para ***** un poco su dicción, a mí me costaba poco entenderles, pero había quedado claro que ellos a mi, no.
¡Qué descanso andar descalza por la moqueta¡ después de un largo baño relajante, y ya en pijama me dediqué a escribir las postales para los familiares y amigos. Desde la cama me dediqué a seguir las noticias de la tele.
Llegaron los concursos, que más o menos eran igual que los que veía desde mi casa. No me apetecían lo más mínimo. Puse el despertador temprano, ya que el conserje me indicó que a las ocho saldríamos en un autocar, para hacer la primera visita fuera de la ciudad, ya con el grupo de turistas que durante dos semanas serían mis compañeros de viaje.
Al no cerrar del todo la persiana, me despertó el sol mucho antes de lo previsto, me levanté para mirar directamente al cielo infinito, llegando a la conclusión infantil, que era el mismo astro que iluminaba también mi piso de Barcelona.
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