“Vayan, por lo tanto, y hagan discípulos [...], bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del espíritu santo.” (MAT. 28:19)
CORRE el año 33, y Jerusalén está abarrotada. Han llegado a ella grandes multitudes de diversos países para celebrar el Pentecostés. Pero durante esta importante fiesta, ocurre algo insólito, seguido de un emocionante discurso del apóstol Pedro. El efecto de sus palabras es extraordinario: conmovidos, unos tres mil judíos y prosélitos se arrepienten y se bautizan, uniéndose así a la naciente congregación cristiana (Hech. 2:41). Podemos imaginarnos la conmoción que causó el bautismo de tantas personas en los estanques de la zona.

¿Cuál fue el suceso insólito que llevó a tantos a bautizarse? La Biblia dice que unas horas antes “ocurrió desde el cielo un ruido exactamente como el de una brisa impetuosa y fuerte”, tras lo cual se llenaron de espíritu santo unos ciento veinte discípulos de Jesús reunidos en la planta alta de una casa. Los hombres y mujeres reverentes que se acercaron a ver lo que sucedía quedaron atónitos al escuchar a los discípulos “hablar en lenguas diferentes”. Luego, Pedro pronunció su emocionante discurso, el cual incluyó francos comentarios sobre la muerte de Jesús. Sus oyentes “se sintieron heridos en el corazón” y preguntaron qué debían hacer. El apóstol respondió: “Arrepiéntanse, y bautícese cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo [...], y recibirán la dádiva gratuita del espíritu santo” (Hech. 2:1-4, 36-38 ).

Pensemos por un momento en los judíos y prosélitos que escucharon a Pedro. Por su religión, ya reconocían a Jehová como su Dios. Además, gracias a las Escrituras Hebreas, sabían de la existencia del espíritu santo, la fuerza activa que Dios había usado tanto en la creación como posteriormente (Gén. 1:2; Jue. 14:5, 6; 1 Sam. 10:6; Sal. 33:6). Pero les hacía falta algo más: tenían que aceptar a Jesús como el Mesías, el medio de salvación que Dios había dispuesto. Por eso les dijo Pedro que debían bautizarse “en el nombre de Jesucristo”. Poco después de resucitar, el Maestro les había ordenado al apóstol y a sus compañeros que bautizaran a los discípulos “en el nombre del Padre y del Hijo y del espíritu santo” (Mat. 28:19, 20). Analicemos el profundo significado que tuvo este mandato en el siglo primero y que sigue teniendo hoy día.

En
el nombre del Padre

Como acabamos de mencionar, quienes respondieron al discurso de Pedro habían estado sirviendo a Jehová y habían tenido una relación con él. Además, se habían estado esforzando por obedecer la Ley. De hecho, los que venían de fuera estaban en Jerusalén precisamente por cumplir uno de sus mandatos (Hech. 2:5-11). No obstante, Dios acababa de realizar un importantísimo cambio en su trato con la humanidad: había rechazado a Israel como su nación escogida. Por eso, ya no era posible obtener su favor cumpliendo con la Ley (Mat. 21:43; Col. 2:14). Si aquellas personas querían mantener viva su relación con Jehová, debían hacer algo más.

Obviamente, tenían que evitar a toda costa alejarse de Jehová, pues de él dependía su vida (Hech. 4:24). En realidad, ahora podían comprender mejor que nunca lo compasivo que era su Padre. Él había enviado al Mesías a rescatarlos e incluso estaba dispuesto a perdonar a aquellos a quienes Pedro había dicho: “Sepa con certeza toda la casa de Israel que Dios lo hizo Señor y también Cristo, a este Jesús a quien ustedes fijaron en un madero”. Quienes siguieran la exhortación del apóstol tendrían muchas más razones para agradecer lo que el Padre había hecho por todos los que deseaban acercarse a él (léase Hechos 2:30-36).

Aquellos judíos y prosélitos vieron la necesidad de reconocer a Jesús como el medio por el que Jehová les ofrecía la salvación; solo así podrían acercarse al Padre. Ahora comprendemos que se arrepintieran de sus pecados, entre ellos haber colaborado —consciente o inconscientemente— en el asesinato de Jesús. También se entiende que en los días sucesivos se dedicaran a absorber “la enseñanza de los apóstoles” (Hech. 2:42). Tenían ante sí la oportunidad de acercarse “con franqueza de expresión al trono de la bondad inmerecida” (Heb. 4:16).

Hoy día, millones de hombres y mujeres de los más diversos orígenes han llegado a conocer la verdad acerca de Jehová por medio de la Biblia (Isa. 2:2, 3). Algunos eran ateos o deístas, pero comprendieron que existe un Creador con quien se puede entablar una relación personal. Otros creían en la Trinidad o veneraban imágenes, pero aprendieron que Jehová es el Dios todopoderoso y comenzaron a dirigirse a él por su nombre. Ese conocimiento les permitió obedecer el mandato de Jesús y bautizarse en el nombre del Padre.

Otra verdad que tuvieron que admitir estos estudiantes de la Biblia es que todos hemos heredado el pecado de Adán (Rom. 5:12). Para entender la situación en que se encontraban, pensemos en un hombre que, sin saberlo, padece una enfermedad. Quizás tenga algún dolor pasajero u otros síntomas menores, pero como no ha recibido un diagnóstico, le parece que su salud es buena. No obstante, en un reconocimiento médico le detectan el mal (compárese con 1 Corintios 4:4). ¿Verdad que lo mejor sería buscar un tratamiento probado y eficaz y someterse a él? Pues algo similar les ha sucedido a muchos que han aprendido la verdad acerca del pecado heredado. Han aceptado el “diagnóstico” de la Biblia y han comprendido que solo Dios ofrece el “remedio”. Así es, todos los que están alejados del Padre deben acudir a él para recibir curación (Efe. 4:17-19).

Si somos cristianos dedicados y bautizados, ya sabemos lo maravilloso que es disfrutar de la amistad de Jehová, nuestro Padre celestial, y comprendemos el gran amor que nos tiene (léase Romanos 5:8 ). Aunque Adán y Eva pecaron contra él, tomó la iniciativa para restablecer las buenas relaciones con sus descendientes —sí, con todos nosotros—. Pero para lograrlo, tuvo que soportar un terrible dolor: ver morir a su Hijo en medio de grandes sufrimientos. Sin duda, conocer este hecho nos lleva a amar más a Dios. Y ese amor nos impulsa, a su vez, a reconocer su autoridad y obedecer sus mandamientos. ¿Qué hay de usted? ¿Se ha dedicado y bautizado ya? Como hemos visto, hay excelentes razones para hacerlo.

En
el nombre del Hijo

Volvamos al discurso de Pedro. El apóstol hizo hincapié en la necesidad de aceptar a Jesús, lo cual está directamente relacionado con el bautismo “en el nombre [...] del Hijo”. ¿Por qué era eso tan importante, y por qué sigue siéndolo hoy? Porque aceptar a Jesús y bautizarse en su nombre implica reconocer el papel que desempeña en nuestra relación con el Creador. Pensemos en los beneficios que logró al morir en un madero de tormento. Para empezar, eliminó la maldición de la Ley que pendía sobre los judíos (Gál. 3:13). Pero consiguió algo aún más importante: suministró el rescate que necesitaba la humanidad (Efe. 2:15, 16; Col. 1:20; 1 Juan 2:1, 2). Para ello, tuvo que soportar injusticias, humillaciones y torturas, y finalmente morir. ¿Cuánto aprecia usted ese sacrificio? Comprenderemos mejor el valor de lo que hizo Jesús imaginando esta escena de la vida real: un niño de 12 años está viajando a bordo del Titanic en el año 1912. De pronto, el transatlántico choca con un enorme témpano de hielo y comienza a hundirse. El niño intenta subir a un bote salvavidas, pero ya no hay espacio. Entonces, un ocupante del bote se despide de su esposa con un beso, salta de vuelta a la cubierta y lo sube en su lugar. ¿Cómo se habría sentido usted si hubiera sido ese niño? Profundamente agradecido, ¿no es cierto? Pues bien, Jesús hizo mucho más que eso por usted: murió para darle la oportunidad de vivir para siempre.

¿Cómo se sintió cuando le explicaron por primera vez lo que el Hijo de Dios había hecho a favor suyo? (Léase 2 Corintios 5:14, 15.) Muy agradecido, ¿verdad? De seguro, eso lo impulsó a dedicarse a Jehová y a “no [vivir] ya para sí, sino para el que murió por [usted]”. Bautizarse en el nombre del Hijo implica reconocer lo que Jesús ha hecho por nosotros y aceptar su autoridad como “Agente Principal de la vida” (Hech. 3:15; 5:31). Antes de bautizarnos, no teníamos ninguna relación con Jehová y carecíamos de una esperanza sólida para el futuro. Pero ahora, gracias a nuestra fe en la sangre derramada de Cristo, somos amigos del Padre (Efe. 2:12, 13). Es tal como escribió el apóstol Pablo: “A ustedes, que en otro tiempo estaban alejados y eran enemigos porque tenían la mente puesta en las obras que eran inicuas, [Dios] ahora los ha reconciliado de nuevo por medio del cuerpo carnal de [Jesús] mediante su muerte, para presentarlos santos y sin tacha” (Col. 1:21, 22).

Aunque nos hemos bautizado en el nombre del Hijo, comprendemos que no por eso desaparece nuestra inclinación al pecado. Ser conscientes de este hecho nos ayuda en el diario vivir. Por ejemplo, ¿qué debería hacer el cristiano si alguien lo ofende? Recordar que tanto él como la otra persona son pecadores, por lo que ambos necesitan recibir el perdón de Dios y saber perdonar (Mar. 11:25). Jesús ilustró esta necesidad con la historia de un hombre que le perdonó a uno de sus esclavos una deuda de sesenta millones de denarios (diez mil talentos). No obstante, este mismo esclavo se negó más tarde a perdonarle a uno de sus compañeros una deuda de solo cien denarios. El punto de Jesús era el siguiente: si no perdonamos a nuestros hermanos, Jehová no nos perdonará a nosotros (Mat. 18:23-35). Quien se bautiza en el nombre del Hijo no solo debe reconocer su autoridad, sino esforzarse también por seguir su ejemplo y sus enseñanzas, entre ellas la del perdón (1 Ped. 2:21; 1 Juan 2:6).
Aunque somos pecadores y no podemos imitar a Jesús a la perfección, tenemos que seguir sus pasos al mayor grado posible y así cumplir con nuestra dedicación incondicional a Dios. Por eso nos esforzamos día a día por desnudarnos de la vieja personalidad y vestirnos con la nueva (léase Efesios 4:20-24). Cuando admiramos a un amigo, tratamos de copiar su ejemplo y cualidades. ¡Con cuánta más razón deberíamos aprender de Cristo e imitarlo!

Otra manera de demostrar que entendemos lo que implica bautizarse en el nombre del Hijo es reconociendo que Dios “sujetó todas las cosas debajo de sus pies, y [que] lo hizo cabeza sobre todas las cosas en cuanto a la congregación” (Efe. 1:22). Eso exige que respetemos el medio por el que Jesús dirige a sus discípulos. Al frente de cada congregación ha puesto a los ancianos, hombres que, aunque no son perfectos, demuestran madurez espiritual. Y los ha nombrado con el fin de “[reajustar a] los santos [...] para la edificación del cuerpo del Cristo” (Efe. 4:11, 12). Si alguien comete un error, Jesús, el Rey Mesiánico, se encargará de resolver el problema del mejor modo y en el momento más oportuno. ¿Confiamos en que realmente lo hará?

Como mencionamos anteriormente, hay quienes todavía no se han dedicado a Jehová ni se han bautizado. Si ese es su caso, tal vez los párrafos anteriores le ayuden a comprender que lo más sabio es bautizarse en el nombre del Hijo. Así demostrará que reconoce y agradece la labor de Jesús, y dará un paso que le permitirá recibir grandes bendiciones (léase Juan 10:9-11).

En
el nombre del espíritu santo

¿Qué significa bautizarse en el nombre del espíritu santo? Ya dijimos antes que quienes escucharon a Pedro el día de Pentecostés sabían de la existencia del espíritu santo. De hecho, fueron testigos oculares de que Jehová seguía utilizándolo, pues vieron cómo el apóstol y los demás discípulos “se llenaron de espíritu santo y comenzaron a hablar en lenguas diferentes” (Hech. 2:4, 8 ). Hay quienes afirman que la expresión “en el nombre del [...] espíritu santo” da a entender que el espíritu es una persona, pero ¿tiene base sólida este razonamiento? No. Por ejemplo, muchas veces decimos que algo se hace “en el nombre de la ley” sin dar a entender por ello que la ley sea una persona. Eso mismo ocurre con el espíritu santo. Todo el que se bautiza en su nombre entiende que no es una persona, sino la fuerza activa de Dios, y reconoce el papel que desempeña en el propósito divino.

Lo que sabemos acerca del espíritu proviene de nuestro estudio de la Biblia. Por ejemplo, hemos aprendido que Dios lo utilizó para inspirar las Escrituras (2 Tim. 3:16). Al progresar en la verdad, también comprendimos mejor la garantía de Jesús de que “el Padre en el cielo [dará] espíritu santo a los que le piden”, incluidos nosotros (Luc. 11:13). Y de seguro hemos percibido el efecto que produce en nuestra vida la fuerza activa de Dios. ¿Qué hay si usted todavía no se ha bautizado en el nombre del espíritu santo? Entonces recuerde que si lo hace, verá cumplirse la garantía de Jesús: recibirá esta poderosa fuerza y disfrutará de grandes bendiciones.

Está claro que, como en el pasado, Jehová guía hoy a la congregación cristiana mediante su espíritu. Ese espíritu también nos dirige individualmente en nuestras actividades cotidianas. Quienes nos hemos bautizado en su nombre tenemos que reconocer y agradecer el papel que desempeña en nuestra vida, y seguir su dirección.

--- Mensaje agregado ---

¿Qué significa bautizarse en el “nombre” del espíritu santo? En Mateo 28:19 se hace referencia al “nombre del Padre y del Hijo y del espíritu santo”. La palabra “nombre” puede significar más que solo un nombre personal. Cuando en español decimos “en el nombre de la ley” o “en el nombre de la justicia”, no usamos “nombre” para referirnos a una persona, sino a ‘lo que la ley representa o a su autoridad’ y ‘lo que la justicia representa o exige’.

El término griego para “nombre” (ó·no·ma) también puede tener este sentido. Por lo tanto, aunque algunas traducciones (Mod, Besson) traducen literalmente el texto griego en Mateo 10:41 literalmente y dicen que el que “recibe a un profeta en nombre de profeta, galardón de profeta recibirá; y el que recibe a un justo en nombre de justo, galardón de justo recibirá”, otras leen: “Recibe a un profeta porque es profeta” y “reciba a un justo porque es justo”, o algo similar (BJ, RH, Val, NM). Así, la obra Imágenes verbales en el Nuevo Testamento (de A. T. Robertson, 1988, vol. 1, pág. 254) comenta sobre Mateo 28:19: “El empleo de nombre ([griego] onoma) aquí es común en la LXX y en los papiros para denotar poder o autoridad”. Por consiguiente, el bautismo ‘en el nombre del espíritu santo’ implica reconocer que ese espíritu proviene de Dios y obra según la voluntad divina.