Hoy mi mujer se ha acercado a mí y me ha dado un pequeño abrazo; me ha dicho, “¿qué tal, mi amor, qué tal tus "pensamientos", quiero decir ..., "sentimientos"; "sentimientos", perdón ..., "pensamientos"; "pensamientos", no ..., "sentimientos"; …? ¿Ves cómo te entiendo?”.
VER POR MEDIO DE ESPEJOS Y LA FALSA INFINITUD SENSIBLE; PENSAR LA SENSIBILIDAD A MEDIAS
"Sólo el intelecto purifica" (Oscar Wilde)
No sé primeramente que mi imagen ante el espejo es mía. Sé, primeramente, que es una imagen; segundamente, sé que la imagen es mía.
Que la imagen que veo sea mía no es de lo que informa la vista sino en una fase especial sin relación íntima con la primera de la que surgió; una no puede derivarse del hecho de ver. Veo ésto, una cara, dado que la veo reflejada en el espejo; sólo después de ver algo reflejado, que exige lo suyo (*), puedo asignarle valores personales, que veo una "cara de alguien" y, más problemático, que la cara que veo es "mía".
La cara que veo no sería mía de no haber un enlace que asignase una propiedad personal a ciertos valores de visión, un predicado que no se deriva de una relación sensible o, dicho de otra manera, empírica. Ver, en este sentido, no es a priori con respecto a la generalidad de caras; por muchas caras que viese (**), y por más intensamente que las mirase, jamás llegaría a asignar que la cara es la mía si no fuese porque hay algo detrás de la vista, esto es, a cierta distancia con ella, que modifica la cualidad sensible en algo que no es, o que, antes de la afección, no era.
(*) O sea, que lo vea mediante algo que no está en la vista, sino en otra cosa.
La relevancia de la actividad refleja tiene más problemas que los derivados del mal uso del lenguaje y de la falta de reflexión sobre la naturaleza de la sensibilidad. En cierto modo, vienen a ser un mismo problema: si la actividad se puede derivar de su origen, dejándose llevar por lo que se tiene ante las narices, la repetición de una misma historia; o si la actividad es una sustancia activa incompleta, de alguna manera, y en algún momento, inactiva, que no se presta a reproducción sino de manera imperfecta.
(**) Podría estar toda la vida viendo caras. Si no hay algo que me señale que es mía, no hay manera de establecer con razón la distinción entre una cara cualquiera y una cara que se distingue del resto en que es mía.
Así pues, lo que distingue mi cara del resto de caras que veo, la razón por la que le asigno la cualidad de que es mía, ha de ser algo que no se ve como veo lo particular de cada cara, sino una señal interna, no distinguible directamente con los ojos (***), que me diga “esta cara que ves, que es una cara como otra cualquiera, es tuya”.
(***) Esta cualidad se ve con los ojos, pero ve algo más de lo que ven os ojos. Si abstrajésemos la disposición que relaciona el valor de vista con que lo que veo es mi cara, podría reconocer, en el mejor de los casos, que veo una cara, un portador de signos tales como gestos y otras señales (****); sin embargo, no habría manera de asignar a la cara, más allá de que sea de alguien, que es mía.
El origen de esta disposición no sólo señala la propensión social del hombre, sino el vínculo que tiene el género social con la identidad personal y en qué lo social es indispensable para la noción personal (*****).
(****) Hay señales como los gestos que se refieren sólo al otro. El “yo” permanece indiferente ante ellos; los gestos son señales dirigidas al exterior, no al interior (******). “Yo”, por tanto, carga con una disposición al otro sin ser que “yo” sea partícipe.
(*****) La percepción de la propia cara exige las otras caras como aquello de lo que diferenciarse, lo que su cualidad afirma y en lo que, de alguna manera, se fija. Si no fuese así, esto es, de no haber otras caras, su noción no sería genérica; no habría lugar a muchas de ellas, sino que estaría reducida a su individualidad.
(******) Esto se advierte en la dificultad para leer los propios gestos en contraste con la facilidad con que se leen los gestos de los demás. Se trata de una anormalidad que señala una capacidad cognoscitiva de ciertos estados internos que no convergen en un correlato externo; uno no es capaz de extraer información emocional de los signos propios.
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