Eburnea, quizá haya parecido excesivo. Lo que trato de hacer es que el lenguaje me limite lo menos posible. En tanto pueda, trato de que el pensamiento no se quede en él, que abra espacios que no están en el lenguaje; que haya más actividad en el pensamiento que en el lenguaje, y uno esté por encima del otro, así pues, el pensamiento sobre el lenguaje. Cuando escribo uso palabras y pongo lo que pienso por escrito, pero no pienso palabras sino problemas para los que trato de elaborar la idea que encuentro que falta.
Uno de los ámbitos que pienso es el afectivo. No sólo es, en buena parte, independiente del lenguaje, sino que tiene cierta preferencia con respecto a él. Llegados a cierto punto, no hay indiferencia; lo inmediato es demasiado grave para la ligereza de la mediación, unas cosas tienen más peso que otras que ceden ante las primeras.
Insistentemente, he defendido que lo abstracto tiene mucha presencia; en ciertos ámbitos, tiene ventaja. Estamos condicionados a vivir entre garantías, vivimos llenos de expectativas, experimentamos las cosas en segundo plano, no en primero; vivimos mediante una distancia psicológica.
La experiencia psicológica no es la experiencia genuina; es, mejor visto, la experiencia de la distancia. Por mucho contenido que haya en la fase psicológica, no se trata de la experiencia preferente, el ámbito donde el centro encuentra descanso. La mayor parte de las ideas de la psicología son ideas de su experiencia, de su relación externa con lo empírico. Dicha experiencia psicológica desatiende su dependencia interior, su ámbito interno (*)
Trato de identificar lo que es dejado de lado. Este ámbito marginal no lo componen excepciones ni casos aislados, sino procesos profundamente insensibles de máxima generalización; siguen una regla inductiva que desestima los casos que no se adaptan a ella.
El lenguaje, en buena medida, cumple una función comunicativa, de desensimismamiento (**). Se aprende a tratar con él hasta que el hábito logra su exitosa insensibilidad; se hace sin esfuerzo. El lenguaje representa un ámbito basado en expectativas, sin mucho lugar para la interioridad; en conjunto, el lenguaje es previsible, apenas sale de su norma. Las elecciones lingüísticas, si se elige un término u otro, tienen cierto peso en la experiencia subjetiva, pero tiene más peso todavía el entramado de la totalidad de la que depende (***).
El problema del lenguaje al que me refiero es la experiencia íntima que éste logra estructurar, donde deja lo que digiere. Si no voy más al fondo del lenguaje, si no tengo una ventaja sobre él, no veo cómo dar con la materia que busco.
Saludos cordiales
(*) Aquí se encuentra parte de la raíz de la ventaja y la crítica de la indiferencia. Lo interior no es lo opuesto a lo exterior; no es un ámbito que dependa de lo externo, sino que tiene sitio propio. La dialéctica entre lo interno y lo externo se mueve entre términos sin profundidad, sin capas debajo de ellos, sólo avanza cuando le dejan pasar. Va de la mano de una historia plana en la que es absorbida; es una dialéctica pasiva en la que rara vez participa. Su lenguaje y los términos que tiene disponibles no representan la complejidad de la trama de su experiencia; por lo general, se queda a medias.
Esta experiencia interna suele ser llamada “vivencia” por la escuela fenomenológica. Ciertamente, la vivencia hace referencia al primer plano de la experiencia, a una experiencia sin contaminar. No acepto la interpretación de una experiencia anímica sin determinaciones genuinas. Determinación es negación, pérdida de espacio y dependencia; llega al sitio del que parte sin ir a sitio alguno. La contraposición a esta determinación no consiste en hacer lo mismo que ella pero al revés, en darle la vuelta y ponerla cabeza abajo, como dijera Marx, sino en profundizar en las posibilidades de los términos, experimentar la historia hasta agotarla (****).
No me preocupa parecer evolucionista. No habría lenguaje de no haberse atravesado profundas fases, si ninguna historia que avanzase. Lo que más me interesa del lenguaje, y considero que es fundamental en él, no es que se diga tal o cual, sino la urgencia que tiene detrás. La urgencia consiste en los cambios disposicionales, una aproximación máxima a la experiencia en la que, en lugar de estar a la espera, se está ya en ella; se da un paso.
El hábito de cierta escuela por desechar la idea de una experiencia poniendo en su lugar la garantía de lo abstracto, ¡el cogito!, me parece una frivolidad filosófica, una falta de reflexión genuina. En algunos aspectos de estas cuestiones, no me identifico con pensador alguno.
(**) El desensimismamiento es un movimiento radical de cierta excepcionalidad. Su mayor importancia está en el encuentro con el otro sin el que no habría lenguaje. El pricipal desencadenante del lenguaje, además del otro, está, más que en el decir mismo, en la escucha, un decir-pasivo. Es extraño que sea algo que se haya pasado por alto entre tantos pensadores.
(***) Entendería que esta idea no se admitiese con facilidad. Se trata de una idea contra intuitiva. La experiencia del término y lo pensado de él no se corresponden con la teoría; la teoría los lleva más lejos de sí; los términos disponibles en el lenguaje no se corresponden con la extensión que se hace de ellos, van más allá del lugar que hay legislado para ellos, la expectativa que, en consecuencia, experimenta su falta de correspondencia.
(****) La realización de la historia es un tópico filosófico muy común en ámbitos no filosóficos, o en ámbitos filosóficos que desatienden su importancia. El fin de la historia es una idea especulativa, no real; es una potencia irrealizable. Su única posibilidad, que el todo dejase de existir, es una hipótesis negativa para la que no hay término alguno; no es que no se pueda comprobar, sino que es ininteligible, no tiene una idea del pensamiento genuina asociada.
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