DECIR LA VERDAD
Cuando la Filosofía nació por primera vez en este mundo, abrió sus ojos, miró a su rededor, y pronunció estas palabras: “¡Cuánta falsedad hay por aquí! Levantaré mi voz y todos conocerán la verdad”. Y cada vez que volvía a nacer, volvía a decir lo mismo: “Todo lo que escucho es falso o, cuando mucho, son opiniones comúnmente aceptadas; pero yo abriré mi boca y pronunciaré la verdad”.
Ahora bien, hay una explicación para este comportamiento: Quienes vamos a pie por la calle no nos ocupamos ni nos preocupamos regularmente por mantener ordenados nuestros pensamientos: Si los sometiéramos a un riguroso examen, quizás nos impresionaría ver la cantidad de contradicciones e inconsecuencias que hay entre unos y otros. En cambio, el ejercicio filosófico impulsa a la mente a realizar una constante actividad depuradora que elimina mucha de esa escoria. Un filósofo es un profesional del pensamiento y con gran facilidad descubre inconsecuencias en las opiniones ajenas: Su habilidad para refutar es verdaderamente temible. De este modo, no es raro que el primer filósofo descubriera sólo falsedad al abrir sus ojos.
Y, sin embargo, es curioso observar que todavía después, cuando ya había varios especímenes filosóficos andando por aquí, los filósofos “recién nacidos” seguían inaugurando su discurso del mismo modo: “La verdad es sólo una, y esa es la que emana de mi boca; por lo tanto, todo lo demás es falso o mera opinión”.
“¡Tanta arrogancia es insoportable!”, dirán Ustedes; sin embargo, si volvemos nuestros ojos hacia nosotros mismos probablemente descubriremos que, en todo caso, esa arrogancia no es privativa de los filósofos: Muchos de nosotros la encontraremos en nuestro interior; cada quien tiene sus propias opiniones, las defiende como si fueran la Verdad absoluta y tiende a mirar con cierto desprecio las opiniones ajenas.
No obstante, aún en esto el filósofo sigue siendo peculiar, pues la suya no siempre es una arrogancia pura y simple, sino una arrogancia sufriente. Cuando Aristóteles decidió abandonar la Academia de Platón, dijo que teniendo que elegir entre la verdad y la amistad, se sentía doblegado y desgarrado por el fascinante poder de la verdad. Y sus palabras expresaban el dolor que sentía al separarse de su gran Maestro y amigo, Platón: ¿Por qué la verdad tenía que herir con su fulgor al precioso don de la amistad? El mismo Aristóteles hablaba así de esta virtud: “Ella es una de las cosas más necesarias en la vida”, y también así: “Aquél que no tiene amigos, o es un dios o es una bestia”.
También es cierto que ha habido casos excepcionales en que el filósofo recién nacido ha abierto sus ojos y ha pronunciado unas palabras que después de todo lo anterior quizás nos sonarán extrañas pues, luego de mirar con asombro a su rededor, ha dicho: “¡Cuántas verdades hay por aquí!, y la que se prepara en mi mente para pronunciarse, también es hermosa”. Para esta clase de filósofos, la divergencia de pareceres acerca de un mismo asunto no tenía forzosamente como efecto la ruptura y la enemistad. ¡Por el contrario!, tanta variedad de pensamientos les parecía algo bastante atractivo: Así como gustaban de entonar su propia canción de la Verdad, les agradaba igualmente disfrutar del refinado canto de los demás. Verdad y amistad no tenían por qué ser incompatibles.
Pero, ¿no es todo lo que acabo de escribir más que una mezcla de falsedad y, en todo caso, de presunta verdad? ¿Sería posible podarlo y bruñirlo de tal manera que lo que nos quedara al final fuera pura verdad y verdad pura? De ser factible tendríamos entonces un conjunto de palabras ordenadas de cierta manera que, puestas ante nosotros y leídas, provocarían nuestro asenti… En este momento, es posible que más de una persona me detendría con las siguientes palabras: “¡Pero es que la verdad no tiene que ver con los signos, sino con los significados!” Y yo retrocedería asustado al escucharlo: “Pero entonces… ¿los signos no juegan ningún papel? –le preguntaría-, a fin de cuentas, ¿no nos remitimos a los signos para juzgar si el arreglo de los significados era verdadero?” Si es así, entonces el orden de las palabras tendría que jugar también algún papel; y si no es así, entonces no sería posible recurrir a los signos para “decir” la verdad; todavía más: La verdad no podría ser “dicha”.
“Abriré mi boca y pronunciaré la verdad”. ¿Será posible?
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