EL VIOLÍN DE ROMANKO
Allá por la década del 70, y de antes también, en el solar trasero de mi casa materna, conocida en el barrio como “la casa de los eucaliptos” por un par de estos majestuosos árboles que se erguían dominantes, existía un conventillo de piezas para alquiler. Altas y sólidas, bien construidas. Los cielorrasos y los pisos eran de madera machihembrada y la puerta –única abertura del conjunto de piezas alineadas longitudinalmente- estaba enmarcada por un cuarteto de vidrios opacos en la parte superior. Una galería abierta con techo de chapas de zinc rematadas por un dosel del mismo material en formas de hojas de hiedra, le confería a este bloque de cuartos, un ligero aire de distinción. Ciertamente eran bastante buenas habitaciones aunque carecían de un elemento indispensable. No tenían sanitarios instalados. El retrete común para los moradores del inquilinato ubicado al frente del mismo, a unos treinta metros de la construcción comunal estaba compuesto por dos casetas de ladrillos, cada una con una puerta de madera al frente y una lucera sin vidrios que de paso servía de ventilación. Obviamente no había inodoros; un simple agujero en el piso de cemento completaba la construcción asentada sobre un pozo ciego. Para asearse, esa gente lo hacía dentro de sus cuartos, generalmente mediante una tinaja que llenaban con agua acarreada desde un grifo instalado al fondo de la parcela donde se alzaba este inquilinato.
En la penúltima de estas piezas vivía un hombre solo, un ruso regordete de barba color zanahoria, un trabajador laborioso; una muy buena persona al que todos los vecinos llamaban Romanko. Yo, cuando me dirigía a él, lo hacía agregando el “don”, que por entonces era un signo de respeto de los chicos hacia los mayores, tal como me lo había enseñado mis padres.“Don Romanko” era fontanero y se dedicaba a la reparación de canaletas de latón o zinc para los desagües pluviales que colgaban de los techos de las casas; también hacía soldaduras de hojalata. Por entonces y antes que el plástico relegara al olvido a estas profesiones, aquellas tareas necesarias requerían de personas que conocieran bien el oficio. Y allá en el pueblo estaba “don Romanko” que arreglaba todo lo que le llevaran; tinajas, baldes, aguamaniles, lo que uno imaginara este hombre gordo de aspecto bonachón, reparaba sin dificultad.Andaría casi por los cuarenta años más o menos, y no tenía parientes en Argentina, al menos así él lo decía.
Yo, siendo apenas un niño aún, ya me había hecho amigo de ese ruso barbudo y voz grave, y tan rápido terminaba las tareas de la escuela me cruzaba hasta donde él estaba, generalmente en la galería frente a su pieza, sentado en un banquito de madera reparando algún cacharro que le habían llevado. Él me llamaba Pepito, elemental diminutivo de mi nombre de pila; apenas me veía salir por la puerta de atrás de mi casa, ya me gritaba:¿Qué tal Pepito, como anduvo escuela?Sufrido y de pocas palabras, como tantos inmigrantes del Este de Europa había llegado a estas tierras, tal como habíamos arribado nosotros de nuestra Italia natal, corridos por el flagelo del hambre y las calamidades de la guerra. Muchas veces se ponía triste y en esos momentos era cuando más hablaba. Hoy, todavía me parece verlo con su cigarrillo de tabaco negro, reclinar la cabeza hacia atrás y mientras las caladas intermitentes titilaban como luciérnagas que se iban desvaneciendo en las primeras sombras del atardecer, brillaba en sus ojos una luz que a mí se me antojaba intensa, y entonces me hablaba de sus padres, de sus hermanos, de los que no tenía ninguna noticia. Se preguntaba una y otra vez si estaban vivos o muertos. Hablaba con angustia de los suyos, de los que habían quedado allá en “la Rusia”, y repetía constantemente con amargura “vaya uno saber que pasó con familia durante guerra”.Nunca supimos cómo es que conociendo un oficio y teniendo mejores posibilidades de trabajo en una ciudad grande, se afincó en el pequeño pueblo. Creo yo, que son esas cosas de la vida que nunca tienen explicación y que seguirán pasando en todas partes y por siempre.
Cuando regresaba a su cuarto, se ponía a freír en una sartén de hierro en la que echaba unas gotas de aceite, semillas de girasol, las que una vez cocidas dejaba enfriar para luego descascararlas con la habilidad de un periquito y comerlas con no menos satisfacción. Creo que por años, ese hombre engulliría toneladas de estas semillas acompañándolas con una copita de vodka barata o cualquier otra bebida blanca. Siempre me invitaba… “come Pepito, come girasol que hace bien”, decía, y de tanto en tanto yo aceptaba un puñadito, aunque en realidad me faltaba la destreza de “don Romanko” para no tragarlas con cáscara y todo.
Y así pasaba la vida, así como las nubes, como los barcos, pasaban los días felices de mi infancia junto a aquel ruso grandote, amigo y casi otro padre para mí.Pero el verdadero apego que yo tenía por “don Romanko” estaba plasmado por la fascinación que me producía su extraño e increíble violín. Lo había fabricado totalmente de latón. Las clavijas, imposibles de ajustar, no eran más ni menos que unos tornillos comunes remachados a la caja, y las cuerdas estaban hechas con alambres muy finos salvo una de ellas de bastante más grosor y algo más corta. Naturalmente que tocaba su violín. Solo sabía una melodía. Era del tipo de esas danzas rusas en las que los hombres bailan agachados en una sola pierna a un ritmo ligero y muy pegadizo, sólo que “don Romanko” la tocaba muy lenta, con una cadencia casi hipnótica en su discurrir interminable. Tocaba y tocaba sin descanso cuando llegaba de su trabajo, pero nunca hasta tarde, no más allá de las diez de la noche, porque, me decía en su pobre castellano: “Ahora no hace más ruido, gente tiene que dormir, gente mañana tiene que ir trabajo, usted también tiene que ir escuela así no se viene bruto como Romanko”, y durante años, aquella melodía sonaba y sonaba allá en el conventillo trasero de la casa de los eucaliptos, siempre hasta las diez de la noche, “hora que gente va a dormir”
Un día se fue. Lo habían contratado en un pueblo del centro de la provincia como soldador en una metalúrgica, y como él ya se daba cuenta que su profesión tendía a desaparecer, allá partió a seguir ganándose la vida. No le volví a ver, ni tuve más noticias de él. Año 1999. Víctima de una larga enfermedad, falleció un vecino cuya propiedad se encuentra frente a la mía. Sus hijos, bastantes esquivos para el trabajo, decidieron alquilar la casa familiar, además de otras habitaciones contiguas que el extinto padre tenía como depósito de elementos de albañilería. La edificación principal fue arrendada a un matrimonio con tres hijos pequeños. Las piezas de atrás, ligeramente acomodadas como viviendas, se sucedieron en alquiler a hombres solos, siempre por poco tiempo; era gente que las tomaba en emergencia hasta encontrar algo más digno como techo.
FIN DE LA PRIMERA PARTE, SIGUE A CONTINUACIÓN
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