Sitúo mis palabras. Que usted se apoye en un “uso del intelecto” es, francamente, una burla. Con usted no hay manera de entenderse por medio de la actividad intelectual; da quiebros, vueltas, huidas… si con ello puede seguir agarrándose a un clavo ardiendo; con usted rara vez se llega a una mínima comprensión en temas de interés filosófico.
Lo sé.
El impulso a dios y la religiosidad no es un tópico cultural. La pregunta por dios no está dentro de nosotros en forma de la necesidad, que el hombre no viene determinado por sí, sino que, mejor visto, está dejada caer en la existencia, o, dicho en otras palabras, que su existencia es su propio problema.
Por otro lado, con ésto no quiero dar respuesta a un problema entre opuestos, como si la idea de dios naciese de rellenar una falta; es una falta mucho más profunda. Ser ateo no es sino una degeneración en su creencia, y no, en modo alguno, una negación con sustancia; negar la existencia de dios puede ser algo, pero no es lo que habitualmente pretende el ateo, un extravío de la razón entregado a su aspecto negativo: ser no algo (aquí es igual ser no algo que no ser algo; ser, en todo caso, es intencional, no neutral). El ser es, esencialmente, afirmativo, si se entiende en qué sentido ésto es una reafirmación inherente al ser, no un truco de la vanidad del intelecto; la negación es uno de sus posibles modos, pero el ser es una afirmación implícita, que está ya afirmada; el ser se afirma consigo; por eso conviene saber preguntar por el ser.
Dios, como argumento ontológico, está en el estar mismo, es uno de sus estados ya implicados, una anterioridad a su ser que no está determina de forma "genética". Dios no es una quimera, un término al que no se logra dar proporción y al que poner todo tipo de caras. Si uno mira el corazón humano, si va a lo esencial, no hace falta ir a dios porque, lo que dios sea, ya está, se reafirma. Dios es el absoluto donde nada queda fuera.
Igualmente. Cuando quieras, amiga mía.
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