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Eburnea
Un cielo plomizo desea llorar sobre la árida llanura. Algo lejos, en un pequeño declive, se observa un bulto. Nos fijamos y sabemos que es un ser humano sentado de espaldas, en el suelo. Sabemos también que es una mujer, porque lleva burka. Está inmóvil. Un pasos detrás su verdugo la está apuntando con un fusil. Más separados, ciento cincuenta hombres que serán testigos de la ejecución. Ella tiene 22 años. Uno de los hombres lee su sentencia en breves líneas; está condenada a muerte en nombre de Alá. Dos horas antes la habían acusado de adulterio. No ha habido defensa, no se ha demostrado, pero hay que dirimir ese caso de honor entre dos familias como ordena la tradición. Ningún ser querido la acompaña y ella no hace ni el mínimo gesto de petición de clemencia. El verdugo dispara dos veces al suelo para aterrorizarla. Luego otros siete disparos más. El tercero la abate. Los demás son para rematarla y ensañarse. Los 150 hombres que presencian el acontecimiento jalean, alzan los brazos, ríen y festejan el acontecimiento.
Alguien lo ha grabado. Por la ventana de nuestros televisores todos pasamos a ser testigos en primera línea. No se oye un clamor, un grito unánime, universal, inmenso, capaz de enderezar el eje inclinado de la Tierra. Contrariamente, el mundo continúa girando en el espacio y todo sigue su curso.
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