Pues andaba yo por los 18, en la etapa en que los estudiantes desde la secundaria hasta la universidad van al campo a dar su granito de arena en la recogida de café.
Mis amigas que conocían de mi amor por la naturaleza y cómo me gusta admirarla, llegaron aquella tarde contándome el idílico sitio que habían conocido, un manantial hermoso y cristalino, rodeado por una vegetación exuberante, el canto de aves que no ves en la ciudad, a no ser enjauladas, en fin...
Mi queridísima amiga Sara Katiuska me dijo llena de entusiasmo: te puedo llevar al sitio, y ni corta ni perezosa, partí con ella en búsqueda del onírico paisaje.
Casi a mitad de camino obstruía el paso un toro blanco, no tan grande ni aterrador como aquel toro negro que precipitó mi fobia a esa especie animal, pero toro al fin, quedé paralizada al verlo. La querida Sara Katiuska, enorme me puso a un costado suyo, a la derecha del camino había una cerca y luego todo era maleza, y ala izquierad había un terreno quer podíamos bordear a unos tres metros del animal. Pasé con los ojos cerrados, pro luego sentí que valió la pena el gran susto pues el sitio buscado era en verdad una maravilla a los ojos humanos. Ya casi caía la noche y dispusimos el retorno, mas cuál no sería mi sorpresa al ver que en una pequeña curva del camino, esperaba el toro blanco, y esta vez ni a derecha ni a izquierda. Para colmo comenzó a llover a cántaros e inmediatamente entré en pánico.
La solución no fue otra que brincar la cerca y entrar en la maleza; ni hablar de los arañazos provocados por el marabú y no sé que otras plantas espinosas, y después de mucho apartar gajos, salimos justo detrás del torito y continuamos muy sutilitas.
¡QUÉ TARDECITA AQUELLA!
Marcadores