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Los Híbridos


Quisiera comerte las dos glorias,
tenerte una vez, y así, eternamente en la memoria,
amarte fielmente hasta el final de la historia.

El hombre será dueño y señor de su destino,
cuando el poder, que doblega,

caiga en la red de su propia trampa.


La casita rosa estaba por estrenar, y necesitaba, recién acabada, darle los últimos retoques, cercarla, y llegar a un acuerdo con el dueño sobre el precio de la vivienda. La casita del barranco se descartó por lo pequeña, su poca luz, y el apuntalamiento de la parte trasera que daba al precipicio. La casita del cruce era sencilla, espaciosa y muy alegre; pero a mí nunca me gustó vivir a pie de carretera. Por fin, la casita de los irlandeses fue la elegida. Estos se habían separado y les urgía venderla para regresar a su país. Comenzaba a oscurecer en la montaña. La casa no estaba muy lejos de la fuente donde íbamos a llenar las garrafas de agua; oscuro lugar con fama y leyenda: “donde cantan los lobos, y el vampiro vuela cerca de la piedra blanca”. Disponía de tres habitaciones decoradas con distintos tintes y estilos, con lámparas de color azul, rojo y verde. El comedor no era muy grande, pero no faltaba su chimenea, cuya repisa la decoraban retratos de familia y objetos exóticos como una pequeña calavera, una cruz celta, un estandarte de algún club deportivo desconocido, y un crucifijo tapado con una funda morada arrinconado en uno de los laterales. El baño era estrecho, pero largo, de color azul oscuro y con bañera. La cocina amplia, disponía de dos fogones antiguos, una mesa, cuatro sillas, y una pequeña puerta situada al fondo, cerca de la despensa. –Ahora le vamos a enseñar -recuerdo que dijo el Irlandés-, nuestro pequeño paraíso-. Abrió la puerta mencionada y me hizo pasar a la oscuridad. Por un momento pensé, y tuve miedo, que los irlandeses fueran una pareja de psicópatas… Cuando encendieron la luz apareció ante mí un camino de hierba flanqueado por diversos tipos de plantas, de flores y árboles. Entre la flora había unos farolillos tenebrosos, cuya tenue luz amarilla daba al escenario el encanto mágico, y a la vez terrorífico, del oscuro gótico. Escuché el ruido chirriante de los metales oxidados… y me detuve; pero mi anfitrión me instó a seguir hacia adelante. Parecía la antesala de acceso a un mundo desconocido e inquietante. Al final del camino sólo había un columpio cuyos asientos se balanceaban como si alguien hubiera dejado de columpiarse ante mi presencia…

-La casa tiene tres sistemas de calefacción -dijo el irlandés-, pero nosotros sólo utilizábamos el de luz-. El jardín que me había mostrado con el columpio, lo utilizaban, según decía, “para recordar”. Su mujer se empeñó en crearlo a semejanza de otro que tenían en un pueblo de Irlanda. Me dijo también que la estatua hibrida no la pudo traer como ella hubiera deseado, la cual habría sido puesta sobre la fuente de la piedra blanca. Los problemas que tuvieron con el nuevo dueño, las dificultades del transporte y lo delicada de la pieza, los hizo desistir.
Les dije a los irlandeses que en una semana les contestaría, y que no mostraran la casa a nadie más hasta recibir mi contestación a los siete días. La verdad es que no me lo pensé mucho, diría que allí mismo ya había decidido ser el nuevo dueño. En dos semanas los irlandeses se habían marchado y yo estaba trasladando mis pertenencias a la casa de la montaña. Una vez acomodado, transcurrieron los días con la monotonía y a la vez sensación, de bienestar al despertar cada mañana en mitad del campo, en la falda de la montaña, con el aroma de las flores y el canto alegre de los pájaros. Si no hubiera dispuesto de vehículo no habría sido posible la compra de la casa. No creo que los infiernos hubieran esperado el tiempo necesario para adquirir uno y arreglar papeles por el incremento del interés. Parecía como si el destino me tuviera preparada la vivienda donde más tarde viviría el mayor de los horrores. Un día, ya en la nueva casa, antes de acostarme quise investigar en un armarito que disponía la habitación, del que, en su momento, no me había percatado. Estaba cerrado y no tenía llave alguna. Fui a la cocina y regresé con un cuchillo de trocear carne con la pretensión de forzar la puerta del pequeño armario. Forcejeé, con la mala fortuna que el cuchillo se partió por la mitad y terminó clavándose en la palma de mi mano izquierda. Comencé a sangrar y rápidamente fui al baño, puse la mano bajo el agua para limpiar la herida, y con papel higiénico hice una compresa que sujeté cerrando el puño. Después fui a la habitación donde tenía dispuesto, en uno de los estantes, un pequeño botiquín. Curé la herida y me puse una venda en la mano. Al regresar a la habitación, me sorprendió que el pequeño armario hubiera cedido y que una de sus puertas se encontrara abierta, pues no recordaba haberlo logrado. Busqué la hoja rota del cuchillo que debía haber estado encajada entre las dos puertas del armario, pero había desaparecido. Miré en el armario cuyo interior era de cristal, pero no vi reflejado mi rostro salvo en la brillante hoja antes buscada, que se hallaba clavada sobre un sobre de color morado. Con precaución desclavé el trozo de metal, e intrigado y confuso por todo lo ocurrido, me senté en la cama y encendí la lámpara roja dispuesto a leer lo escrito en el papel que había dentro del sobre. Decía la nota:

“A la una la Luna,
Sobre el híbrido y fuente
Con las gotas de sangre
Resucita la verde
Niña perro danzando
En la prehistórica cueva
Bajo el balancín de la muerte”


Continúa>