Paisaje de costa
En los paisajes de costa hay casi siempre el germen de un cuento. En el límite entre el agua y la tierra queda arrinconado un enigma, una trama inacabada de una novela policíaca repleta de cadáveres sin un culpable concreto. Si uno se atreve a leerla, le asalta la idea obsesiva de que tal vez cada cadáver es también, en mayor o menor medida, su propio asesino. La palabra fin de esa novela es un futuro incierto convertido en un presente imaginado del ayer.
Pero dejemos atrás el peso del plomo y sus miserias.
El mar lleva los pájaros nocturnos, la lectura de uno mismo, el diario de abordo de un enamoramiento relámpago, los ayeres en que Vivien Leigh suspiraba en los brazos de Clark Gable, los ayeres que acabaron en almas enojadas sobre el lecho de un amor mediocre; un amor mediocre que aspiraba al mito de Endimión. Y fracasó en el intento.
La viejas músicas traen imágenes en cinemascope, los héroes sin tumba de un Sábato que no supo o no pudo reír, un oleaje de voces, el último poema de Updike antes de morir. Melancolía y felicidad van de la mano algunas veces.
Son las cinco de la tarde en Berlín, las cinco de la tarde más heladas y oscuras de mi vida. Pues ni es invierno, ni estoy en Berlín, ni son las cinco de la tarde. Jay Gatsby pasea por las calles de Long Island con un carrito de la compra lleno de cartones y hojalata. El gran Gatsby se quedó sin Daisy ni fortuna y se hace llamar Mr. Micawber.
Sentado frente al mar como un viejo marino varado en los bajíos, pero siempre atento a la aguja de marear y al horizonte, observo la luz que renace tras la lluvia. Escribir es contemplar la vida dos veces, vivirla, también, dos veces. Porque esta luz será más bella al evocarla mañana. Porque en ese mañana que aún no ha llegado, todo este presente cargado de facturas por pagar, de hipotecas y desahucios, de zozobra y esperanza, de incertidumbres y certezas, se desvanecerá como la espuma de esa ola que estalla en este aquí y en este ahora. Y solamente quedará esta luz; esta luz que se gestó tras una noche de tormenta olvidada ya por todos.
Hay una caja de zapatos con fotografías en blanco y negro en la buhardilla. Algunas veces subo para hojear un pasado que apenas viví. Y esas fotos me transportan a un tiempo que les tocó vivir a otros. En ocasiones cierro los ojos, meto mis manos en la caja azul y dejo que mis dedos eligan al azar una de ellas. Como ahora que entresaco ésta. Tiene escrita por detrás una fecha. Abril de 1960, Torrevieja.
En ella aparecen mis padres. Mi padre vestido con colores claros sonríe a mi madre, con traje negro entallado, que le mira sonriente y feliz. El fondo de la foto es un jardín cuajado de flores. Es hermosa la foto. Destello detenido de un presente que fue tiempo de abrazo, rutina cotidiana, y ya no es. A pesar de que este testamento gráfico da cuenta de él. Mi padre murió veintiséis años más tarde de un ataque al corazón. En realidad, en casa, nos morimos todos con él veintiséis años y un día más tarde.
Es imposible estar tan cerca del sol y no quemarse. Del mismo modo, es imposible morir y no renacer de alguna forma. En mi caso, convertido en otro yo que responde por mi nombre.
Y como los versos que llovieron sobre el París de las esvásticas, anunciando un día D en el verano mortal y rosa de Normandía, cae la tarde sobre la bahía, sobre la linea de sombra de un pantanal donde se desvanecen los naufragios. Toda tragedia anunciada trae una liberación en su regazo.
Las horas y los días son como una goma elástica en el folio de la vida. Nos construimos a base de fragmentos, con el magma de recuerdos y de ahoras, con el barro de soledades e instantes compartidos. Instantes que son ya rumor y costumbre.
La noche divaga por las calles como un dios africano, sudando negritud y con los ojos en ascuas. Trae la noche toda la poesía cantada, todo el rito de la fecundidad de las cavernas. Aquí, está la noche. Más allá, el mar y su paisaje.
Me resisto al sueño con un insomnio voluntario. Enciendo una hoguera imaginaria, en un claro de un bosque imaginario. Suenan los tambores. Baila la tribu el requiem de sus muertos. Joseph Cotten interpréta Portrait of Jennie. El amanecer traerá la luz que viaja ahora por el cosmos. La esperaré al calor de un nombre que jamás he pronunciado y un libro de poemas.
Es hora de regresar a las palabras. Hora de tornar a la Jerusalén de las metáforas. Cerraré los ojos para ver mejor los lugares del pasado, para entrever con claridad los anhelos que despiertan al futuro.
No sé qué música tocará el alba, qué verso dictará cuando se apague la bruma. No sé qué trucos de magia hará cambiar las cosas y convertirá el susurro del aire en grito de júbilo y cumplimiento. Solamente sé que estás ahí, que escuchas. Con eso me vale.
Aquí está el amanecer. Y como un testaferro de la mafia con las manos limpias y la conciencia de un café recalentado, no me atrevo a mirarle a los ojos. Ingresamos en prisión por un delito que sí hemos cometido: no atrevernos a cumplir los sueños propios.
Iniciado por personaltconviene
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