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Tema: "Futilidad", o "El Hundimiento del Titán"

  1. #21
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    Predeterminado Re: "Futilidad", o "El Hundimiento del Titán"

    CAPÍTULO XIII

    El señor Selfridge había comenzado a interesarse en los procedimientos. Cuando los dos hombres salieron, preguntó:

    — ¿Ha llegado a algún acuerdo, señor Meyer? ¿Se pagará el seguro?

    —¡No!— rugió el asegurador al oído del confundido anciano, mientras lo palmeaba vigorosamente en la espalda— No será pagado. Usted o yo, uno de los dos deberá estar arruinado, señor Selfridge, y se ha arreglado en su contra. No pagaré el seguro del Titán, ni lo harán los otros aseguradores. Por el contrario, como la cláusula de colisión en la póliza ha sido nulificada, su compañía me debe reembolsar el seguro que debo pagar a los propietarios del Royal Age, eso es, al menos, a nuestro buen amigo aquí presente, el señor Rowland, que estuvo de vigía esa noche y jurará que sus luces estaban apagadas.

    — No del todo—dijo Rowland—. Sus luces estaban encendidas... ¡Mire al anciano!
    ¡Agárrelo!
    El señor Selfridge se estaba tambaleando cerca de una silla. La aferró, se soltó, y antes de que alguien pudiera alcanzarlo, cayó al suelo, donde yació con los labios grisáceos y los ojos en blanco, boqueando convulsivamente.

    — Infarto— dijo Rowland, arrodillándose a su lado—. Llame a un médico.
    —¡Un médico— repitió Meyer a través de la puerta a sus amanuenses— ¡Y traigan rápido un transporte! ¡No quiero que muera en la oficina!

    El capitán Barry puso la desvalida figura en una poltrona, y entonces lo vigilaron, mientras las convulsiones remitían, la respiración se iba acortando y los labios pasaban de grisáceos a azules. Antes de que un doctor o un transporte hubiera llegado, el anciano había fallecido.

    — Alguna clase de conmoción súbita— dijo el doctor cuando hubo llegado—. También una emoción violenta. ¿Recibió alguna mala noticia?

    — Mala y buena— respondió el asegurador—. Buena por cuanto esta chiquilla era su nieta; mala porque se convirtió en un hombre arruinado; era el mayor accionista del Titán. Cien mil libras que poseía en acciones, todo lo que esta pobre y encantadora criatura, jamás tendrá.

    Meyer miró entristecido a Myra mientras la acariciaba en la cabeza.

    El capitán Barry llamó por señas a Rowland, quien, ligeramente sonrojado, estaba junto a la poltrona y, mirando al rostro de Meyer, en el cual se podía ver el enojo, el júbilo y una impresión simulada.

    — Espere— dijo al ver que el médico dejaba la oficina— ¿Esto es, señor Meyer, agregó al asegurador, que el señor Selfridge, como dueño de la mayor parte de las acciones del Titán, habría resultado arruinado, si viviera, por la pérdida del dinero del seguro?

    — Sí, habría sido un hombre pobre. Había invertido cien mil libras hasta el último centavo. Y si hubiera dejado algo más, sería impuesto parra hacer una buena participación de lo que la compañía debería pagar por lo del Royal Age, al que también aseguré.

    — ¿Había una cláusula de colisión en la póliza del Titán?

    — La había.

    — ¿Y usted tomó el riesgo, aún sabiendo que iba a hacer la Ruta Norte a toda velocidad,
    a través de la niebla y la nieve?

    — Sí, lo hice, así como otros lo hicieron.

    — Entonces, señor Meyer, ello me obliga a recordarle que el seguro del Titán deberá ser tan bien pagado como las responsabilidades incluidas y especificadas por la cláusula de colisiones en la póliza. En pocas palabras yo, el único que lo puede prevenir, me rehúso a testificar.

    —¿Q... qué? Meyer apretó el respaldo de una silla e, inclinándose sobre ella, miró fijamente a Rowland.

    — ¿No testificará?¿A qué se refiere?

    — Lo que dije. Y no me siento obligado a decirle el por qué, señor Meyer.

    — Mi buen amigo,dijo Meyer, avanzando con las manos extendidas hacia Rowland, quien se apartó y, tomando a Myra de la mano, caminó hacia la puerta. Meyer se le adelantó de un salto, la acerrojó, quitó la llave y los encaró.— ¡Oh, mi buen Dios!, gritó, recayendo, en su excitación, en el más remarcado acento de su pueblo— ¿Qué le hice? ¿Por qué me perjudica? ¿No he pagado la cuenta del médico?¿Quiere un
    caballero?¿Cree que no lo soy?¿Qué acaso no he pagado por el transporte? Lo traigo a mi oficina y le llamo señor Rowland. ¿No he sido un caballero?

    — Abra la puerta— dijo calmadamente Rowland.

    — Sí, ábrala— repitió el capitán Barry, con su confundida cara aclarándose ante la perspectiva de acción por parte suya. Ábrala o la derribaré.

    — Perrro usted, amigo mío, usted oyó la confesión del capitán, del dopaje. Un buen testigo lo hará. Dos son mejor. Perro usted jurará, mi amigo. No me arruinará.

    — Estoy del lado de Rowland— dijo ceñudamente el capitán Barry—. De cualquier forma, no recuerdo lo que fue dicho; tengo una maldita mala memoria. Aléjese de la puerta.

    Las penosas lamentaciones —gemidos, lloriqueos y el más genuino crujir de dientes, entremezcladas con el llanto más tenue de la asustada Myra, puntuados por breves órdenes en relación con la puerta, llenaron esa oficina, para maravilla de los amanuenses como mucho, y finalmente acabó cuando la puerta saltó de sus bisagras.

    El capitán Barry, Rowland y Myra, seguidos por una genuina maldición a manera de despedida por parte del asegurador, dejaron la oficina y llegaron a la calle. El transporte que los había traído aún estaba esperando.

    — Siga descansando— dijo el capitán Barry al cochero—. Tomaremos otro, Rowland.

    Al doblar la primera esquina encontraron un cabriolé al que entraron y a cuyo cochero dio el capitán Barry la dirección.

    —Buque Peerless. Muelle de India Oriental— luego, dirigiéndose a Rowland cuando comenzaron a andar.Creo que comprendo el juego, Rowland. Usted no quiere separarse de esta niña.

    — Eso es— respondió débilmente Rowland, mientras se recostaba en el cojín, agotado por la excitación de los últimos minutos—, y para bien o para mal de la posición en la que me encuentro. Porque debemos ir más atrás que el asunto de los vigías. La causa del naufragio fue la máxima velocidad en un banco de niebla. Toda la ayuda que hubiera podido dársele a los vigías no habría ayudado a ver ese témpano. Los aseguradores sabían lo de la velocidad, y aún así se arriesgaron. Deje que paguen.

    — Tiene razón, y lo apoyo en eso. Pero debe salir del país. No conozco la ley al respecto, pero pueden obligarlo a atestiguar. No podrá subir de nuevo al mástil, eso está claro. Pero puede tener en mí un compañero de camarote durante todo el tiempo que yo navegue un buque, si usted acepta; y puede hacer de mi camarote su hogar durante todo el tiempo que guste, recuérdelo. Ahora, sé que desea cruzar el atlántico con la niña, y si va a esperar a que yo zarpe, es posible que pasen unos meses antes de ir a Nueva York, con el riesgo de perder a Myra a causa de las triquiñuelas de la Ley Británica. Pero tan sólo déjemelo a mí. Hay poderosos intereses apostando en este sentido.

    Rowland estaba demasiado agotado como para preguntarle al capitán Barry qué tenía en mente. Al llegar al buque, fue ayudado por su amigo a sentarse en una poltrona, en el camarote donde pasó el resto del día, incapaz de salir. Mientras tanto, el capitán Barry había desembarcado de nuevo.

    Volvió por la noche para decir:

    — Tengo su paga, Rowland, y he firmado un recibo por tal concepto a ese asegurador. Él lo pagó de su propio bolsillo. Usted podría haberle sacado cincuenta mil o más a esa compañía, pero yo sabía que no tocaría el dinero de ellos, y además, sólo él pensó en los salarios que le corresponden. Usted tiene derecho a la paga de un mes. Aquí está, en dinero norteamericano, alrededor de diecisiete billetes— el capitán le entregó a Rowland un fajo de billetes. Luego siguió, sacando un sobre. Ahora, hay algo más aquí. Considerando que perdió toda su ropa y después su brazo, gracias al descuido de los oficiales de la compañía, el señor Thompson le ofrece esto.

    Rowland abrió el sobre. Contenía dos tiquetes en primera clase en la ruta de Liverpool a Nueva York. Visiblemente sonrojado dijo, con amargura:

    — Parece que no podré escapar, después de todo.
    — Llévelos, viejo amigo, llévelos; de hecho, los traje para usted, y están a nombre suyo y de la niña. Además, hice que el señor Thompson conviniera en saldar su cuenta médica y la gaste con ese lustroso hombre. No es un soborno. Lo respaldaría en la carrera, pero usted no sacaría ningún provecho de mí. Debe llevar a la chiquilla, puesto que es el único que puede hacerlo. El anciano era norteamericano, sin nadie en este país, ni siquiera un abogado, que yo sepa. El barco zarpará en la mañana, y el tren de la noche se va dentro de dos horas. Piense en esa madre, Rowland. Porque, amigo mío, yo viajaría alrededor del mundo para entregarle a Myra, si estuviera en sus zapatos. Yo tengo un hijo.

    Los ojos del capitán Barry parpadearon fuerte y rápidamente, mientras que los de
    Rowland brillaron.

    — Sí, tomaré el pasaje— dijo, con una sonrisa—. Acepto el soborno.

    — Bien. Estará mejor cuando llegue, y cuando esa madre se lo agradezca y tenga entonces tiempo para pensar en sí mismo, recuérdelo: Quiero un oficial, y estará aquí un mes antes de zarpar. Escríbame, cuídesedel Lloyds si quiere el camarote, y le enviaré el dinero con que conseguirlo de nuevo.

    — Gracias, capitán— dijo Rowland, apretando la mano del hombre, y entonces miró su manga vacía, pero mis días en el mar acabaron. Incluso un oficial necesita dos manos.

    — Bien, pues adáptese. Será oficial, aún si no tiene manos, pero mientras tenga cerebro.
    Me ha hecho bien conocer a un hombre como usted; y dígame, amigo mío, no lo tomará a mal, ¿No es así? No es de mi incumbencia, pero también ha dejado de beber. No se ha lastimado en dos meses. ¿Va a comenzar de nuevo?

    — Nunca más, dijo Rowland levantándose—. Ahora tengo un futuro, lo mismo que un pasado.

    Traducción revisada y corregida por rebelderenegado, desde el original en inglés

  2. #22
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    Predeterminado Re: "Futilidad", o "El Hundimiento del Titán"

    CAPÍTULO XIV

    ra casi el mediodía del día siguiente cuando Rowland, sentado en una silla de buque junto a Myra, y observando una estrecha franja de cielo desde el salón de cubierta de un buque que hacía la ruta hacia el Oeste, recordó no haber hecho provisiones para notificar por cable a la señora Selfridge de que su hija estaba a salvo; y a menos que Meyer hubiera entregado la noticia a los periódicos, aún no se sabría.

    Bien, musitó, la alegría no mata, y en su plenitud presenciaré si no la tomo por sorpresa. Pero puede que la noticia llegue a los periódicos antes de que yo la alcance. Esto es demasiado bueno como para que el señor Meyer lo mantenga en secreto.

    Pero la historia no se publicó inmediatamente. Meyer llamó a conferencia a todos los aseguradores involucrados con él en el seguro del Titán, conferencia en la que se decidió permanecer en silencio respecto de la carta que pensaban jugar, y emplear algo de tiempo y dinero en hallar otros testigos entre la tripulación del Titán, y en entrevistar al capitán Barry con el fin de refrescarle la memoria. Unos pocos encuentros tempestuosos con este enorme obstructor los convencieron de la futilidad de esfuerzo adicional en esa dirección, y después de encontrar, al final de la semana, que cada miembro de la guardia de puerto del Titán, así como unos cuantos de la otra guardia, habían sido persuadidos para firmar por los viajes al Cabo, o de lo contrario desaparecerían, decidieron entregar a la prensa la historia narrada por Rowland con la esperanza de que aquella publicidad sacara algo de evidencia plausible a la luz.

    Y esta historia, perfeccionada hasta la repetición por Meyer a los reporteros,y embellecida aún más por éstos cuando la escribieron, particularmente en la parte del oso polar, fue publicada en los principales diarios Ingleses y europeos, y cableada a Nueva York, con el nombre del barco en el cual había zarpado John Rowland, pues sus movimientos habían sido rastreados en búsqueda de evidencias—, a donde había llegado demasiado tarde para la publicación, la mañana en la que, con Myra en su hombro, descendió por la pasarela en el muelle de North River. Como consecuencia, fue abordado por entusiastas reporteros en el muelle, quienes hablaron de su historia y le pidieron más detalles. Rowland se rehusó a hablar, se deshizo de ellos y, ganando las calles adyacentes, rápidamente se halló en la arremolinada Broadway, en donde entró a la oficina de la Compañía de Vapores, en cuyo empleo había naufragado, y obtuvo la dirección de la señora Selfridge, la única mujer sobreviviente, de la lista de los pasajeros del Titán. Entonces, tomó un coche arriba de Broadway, para bajarse frente a una gran tienda por departamentos.

    — Myra, pronto veremos a mamá, susurró en la rosada oreja de la niña, y debes ir bien vestida. No estoy preocupado por mí, pero tú eres una chiquilla de la Quinta avenida, una pequeña aristócrata. Esta ropa vieja ya no te va.

    Pero Myra había olvidado la palabra Mamá, y estaba más interesada en el excitante ruido y la vida en la calle que en la ropa que tenía. En la tienda, Rowland preguntó por la sección infantil, a la que fue conducido, y en donde lo esperaba una joven.

    — Esta niña sobrevivió a un naufragio, dijo. Tengo dieciséis dólares y cincuenta centavos para gastarlos en ella. Báñela, péinela y use el dinero para un vestido, zapatos, medias, ropa interior y un sombrero.

    La joven se inclinó hacia Myra y la besó por pura simpatía, pero aclaró que no se podría hacer mucho.

    — Haga lo mejor que pueda, dijo Rowland. Es todo lo que tengo. Esperaré aquí.

    Una hora después, de nuevo sin dinero, emergió de la tienda, con Myra intrépidamente ataviada con nuevos adornos, y fue detenido en la esquina por un policía que lo había visto salir y que estaba, sin lugar a dudas, asombrado por la yuxtaposición de atavíos.

    —¿A quién le quitaste esa niña?— preguntó.

    — Creo que es la hija de la señora del Coronel Selfridge, respondió Rowland altaneramente. Demasiado altaneramente.

    — Lo crees, pero no lo sabes. Volvamos a la tienda, y veremos a quién se la quitaste.

    — Muy bien, oficial. Puedo probar que ella está conmigo.

    Regresaron a la tienda, el oficial con su mano en el cuello de Rowland, siendo interceptados en la puerta por un grupo de tres o cuatro personas que salían. Una de estas personas, una joven vestida de negro, profirió un penetrante grito y avanzó hacia ellos.

    — ¡Myra!gritó, Dame a mi hija, ¡¡Dámela!!

    Arrebató a la niña del hombro de Rowland, la besó, acarició y derramó lágrimas sobre ella; luego, ignorando a la multitud que se había formado en torno a ellos, inevitablemente se desmayó en brazos de un indignado anciano.

    —¡Canalla!— exclamó éste mientras blandía su bastón sobre la cabeza de Rowland, ¡Te hemos atrapado!,

    — Oficial, llévelo a la estación. Yo lo seguiré y levantaré cargos en su contra, en nombre de mi hija.

    — Entonces, ¿Él robó a la niña?

    — Por supuesto, respondió el anciano al tiempo que, ayudado por los otros, puso a la inconsciente madre en un carruaje al que entraron, la pequeña Myra llamando a gritos Rowland desde los brazos de una mujer del grupo, y partieron.

    —¡Andando!, gritó el policía, golpeando a su prisionero en la cabeza con su porra, y halándolo de los pies.

    Entonces, entre los aplausos de una aprobatoria multitud, el hombre que había luchado contra un oso polar y lo había vencido, fue arrastrado como animal enfermo a través de las calles por un policía de Nueva York. Tal es, en ocasiones, el aturdidor efecto de un ambiente civilizado.

  3. #23
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    03 mar, 10
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    Predeterminado Re: "Futilidad", o "El Hundimiento del Titán"

    CAPÍTULO XV

    En la ciudad de Nueva York, hay hogares impregnados de una atmósfera moral tan pura, elevada y sensible a las vibraciones del dolor humano y a los errores, que sus ocupantes son sacados de toda consideración, salvo el bienestar espiritual de su pobre condición. En estos hogares no entran las noticias para las masas, ni los periódicos sensacionalistas.

    En la misma ciudad hay magistrados honorables, miembros de clubes y sociedades,que emplean las altas horas de la noche y a menudo llegan a amanecer a tiempo de leer los diarios antes de que las cortes inicien sesión.

    También en Nueva York hay editores de bilioso estómago, a prueba de discursos e indiferentes ante el orgullo profesional y los sentimientos de los reporteros. Cuando un reportero falla sin querer, después de sucesivas entrevistas a una celebridad, a veces es enviado por el editor desalmado en busca de alguna noticia de masas a las estaciones de policía, donde escasean las noticias dignas de ser impresas.

    En la mañana que siguió al arresto de John Rowland, tres reporteros, enviados por sus respectivos editores, presenciaron una audiencia presidida por uno de los honorables magistrados arriba mencionados. En la antesala de esta corte, harapiento, desfigurado por los golpes y desmelenado por pasar la noche en una celda, estaba Rowland, con otros desafortunados más o menos culpables de agresión contra la sociedad. Cuando lo llamaron, fue arrastrado a empellones a través de una puerta, y a lo largo de una fila de policías, quienes demostraron su utilidad dándole cada uno un empujón, en dirección al banquillo frente al cual el rígido y cansado magistrado lo fulminó con la mirada. Sentados en un rincón del salón estaban el anciano del día anterior, la joven madre con la pequeña Myra en su regazo y un grupo de damas, todas de conducta excitada; y todas, salvo la joven madre, dirigían sus venenosas miradas a Rowland. La señora Selfridge, pálida y con los ojos hundidos, pero feliz, ni siquiera se dignó mirarlo.

    El oficial que había arrestado a Rowland estaba bajo juramento y declaró haber detenido al prisionero en Broadway mientras se llevaba a la niña, cuyo atractivo vestido, había llamado su atención. Los desdeñosos comentarios fueron oídos en el rincón con observaciones apagadas:

    — Atractivo, ¿de veras?, qué idea. ¡Las más ordinarias marcas de ropa!.

    El siguiente testigo, el señor Gaunt, fue llamado a declarar.

    — Su señoría—comenzó excitado—, este hombre alguna vez fue un caballero y un invitado en mi casa. Pidió la mano de mi hija, y como su petición fue denegada, intentó vengarse, sí señor. Y en el extenso Atlántico, donde había seguido a mi hija disfrazado de marinero, intentó asesinar a esa niña, a mi nieta, pero fue descubierto.

    — Un momento, le interrumpió el magistrado, limite su testimonio a la agresión actual.

    —Sí, Señoría. Habiendo fallado en esto, robó, o atrajo a la chiquilla de su lecho, y en menos de cinco minutos, el buque estaba hundido, y él debe haber escapado con la niña.

    —¿Fue usted testigo?

    —No estuve allí, Señoría; pero lo tenemos en el testimonio del primer oficial.

    —Entonces él testificará. Puede retirarse. Oficial, ¿Fue esta agresión perpetrada en Nueva York?

    —Sí, señoría. Yo mismo lo atrapé.

    —¿A quién le hurtó la niña?

    —A esa dama, allá.

    —madame, ¿Puede venir al estrado?

    Con la niña en sus brazos, la señora Selfridge prestó juramento y con una abatida y vibrante voz repitió lo que había dicho su padre. Siendo una mujer, se le autorizó a narrar la historia en sus propios términos. Al hablar del intento de homicidio en la baranda, su excitación aumentó. Entonces habló de la promesa de encerrarlo hecha por el capitán a cambio de su testimonio contra él; de la consiguiente merma en la vigilancia y la pérdida de la niña antes del naufragio; de su rescate por parte del primer oficial y su aserción de haber visto a la niña en brazos de este hombre, el único en la tierra que podría hacerle daño; de las posteriores noticias de que un bote que llevaba marineros y niños había sido recogido por un buque del Mediterráneo; de los detectives enviados y su reporte de que un hombre había rehusado entregar a la niña al cónsul en Gibraltar y había desaparecido con ella; de su alegría al saber que Myra estaba a salvo y la desesperación por verla de nuevo hasta que la encontró en Broadway, en brazos de este hombre, el día anterior. En este punto, su ultrajada maternidad la dominó. Con las mejillas ruborizadas y los ojos arrojando furia y desprecio, apuntó hacia Rowland y gritó:

    —¡Y ha torturado y mutilado a mi hija!,¡Hay profundos cortes en su espalda, y el doctor dice que debieron ser hechos la noche anterior con un instrumento afilado! ¡Y debe haber tratado de torcer y retorcer la mente de mi hija, la ha puesto bajo aterradoras experiencias!. Él le ha enseñado a jurar, horriblemente, y anoche, a la hora de acostarla, le conté la historia de Elisa, los osos y los niños, ¡Y ella estalló en incontrolables gritos y llantos!

    Aquí terminó su testimonio, en un acceso de histeria y llanto en el que, con frecuencia, pedía a la niña que no pronunciara esa horrible palabra; porque Myra había reconocido a Rowland, llamándole por su apodo.

    —¿De qué naufragio me habla?,¿Dónde ocurrió?, preguntó el confundido magistrado a nadie en particular.

    —¡El del Titán!!!— respondió a coro, media docena de reporteros, que estaban en el salón.

    —El Titán, repitió el magistrado. Entonces esta agresión fue perpetrada en alta mar, bajo la bandera Británica. No puedo imaginar por qué lo trajeron a mi corte.

    —Prisionero, ¿Tiene usted algo que decir?

    —Nada, Señoría, la respuesta vino como una especie de llanto seco.

    El magistrado examinó el ceniciento rostro del harapiento hombre y dijo al amanuense de
    la corte:

    —Cambie ese cargo por.. eh... ¡vagancia!.

    El amanuense, instigado por los reporteros, fue a su recodo. Puso ante él un periódico matutino, señaló un enorme titular y se retiró. Entonces la corte entró en receso mientras se leían las noticias. Después de un momento, el magistrado levantó la vista.

    —¡Prisionero!, dijo repentinamente, ¡sáquese la manga izquierda de su pecho!

    Rowland obedeció mecánicamente, y la manga quedó colgando a su lado. Entonces el magistrado dobló el periódico y preguntó:

    —¿No es usted, el hombre a quien rescataron de un témpano de hielo?

    El prisionero asintió con la cabeza.

    —¡Absuelto!... la palabra salió como un inusual rugido.

    — Madame, agregó el magistrado con algo de brillo en la mirada, este hombre tan sólo ha salvado la vida de su hija. Si al llegar a casa, usted lee sobre cómo la defendió de un oso polar, difícilmente querrá contarle historias de osos alguna vez. ¡Instrumento afilado!, ¡Jáh!, lo cual era igualmente inusual en la corte.

    La señora Selfridge, con una expresión nublada y más bien agraviada, dejó la corte con su indignado padre y sus amigas, mientras Myra llamaba profanamente a Rowland, quien había caído en manos de los reporteros. Lo habrían distraído después a la usanza de su profesión, pero él no se distraería ni hablaría. Escapó y fue engullido por el mundo exterior; y cuando los diarios nocturnos aparecieron ese día, los eventos del viaje eran todo lo que podría ser añadido a la historia.
    Última edición por rebelderenegado; 18/08/2011 a las 17:14

  4. #24
    Forero Experto
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    Predeterminado Re: "Futilidad", o "El Hundimiento del Titán"

    CAPÍTULO XVI

    A la mañana del día siguiente, un hombre a quien le faltaba un brazo encontró un viejo oxidado anzuelo y unos trozos de cuerda que anudó juntos; entonces consiguió algo de carnada y atrapó un pez. Hambriento y sin fuego para cocinar, lo negoció con un cocinero del puerto por una comida, y antes del anochecer atrapó dos peces más, uno de los cuales cambió por comida, mientras que vendió el otro. Durmió bajo los muelles, sin pagar renta, pescó, negoció y vendió, durante un mes, al cabo del cual, compró un traje de segunda mano y contrató los servicios de un barbero. Su nueva apariencia indujo a un jefe estibador a contratarlo para el conteo de cargas, lo cual era más lucrativo que pescar, y más tarde, le reportó lo suficiente para comprar un sombrero, un par de zapatos y un abrigo. Entonces, alquiló un cuarto y durmió en una cama. Mucho antes, había encontrado un empleo en una compañía de correo, dirigiendo sobres, y gracias a sus finas y rápidas habilidades logró afianzarse en su trabajo; y en pocos meses pudo pedirle a sus patronos, que le respaldaran para un examen del Servicio Civil. El favor fue concedido, y el examen fácilmente pasado y él siguió dirigiendo sobres mientras duraba la espera. Mientras tanto, compró nueva y mejor ropa, y no pareció tener problemas para impresionar con el hecho de era un caballero, a aquellos a quienes había conocido. Dos años después del examen fue nombrado para ocupar un lucrativo puesto en el Gobierno, y al sentarse en el escritorio de su oficina, pudo oírsele decir:

    —Ahora, John Rowland, el futuro es tuyo. Simplemente has sufrido en el pasado, por una errada estimación acerca de mujeres y whisky.

    Pero se equivocaba, porque seis meses más tarde, recibió una carta en la que, a grandes rasgos, decía:

    No creas que soy indiferente o ingrata. He observado a distancia tu maravillosa lucha por recuperar tu antigua posición. Has ganado, y eso me alegra, y te felicito. Pero Myra no me deja descansar. Pregunta por ti continuamente, y a veces llora. No puedo soportarlo más. ¿Vendrás a ver, a Myra?

    Y el hombre fue... a ver, a Myra.

    Fin



    Traducción revisada y corregida por rebelderenegado, desde el original en inglés.
    Última edición por rebelderenegado; 17/08/2011 a las 14:36

  5. #25
    Forero Experto Avatar de Avicarlos
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    Predeterminado Re: "Futilidad", o "El Hundimiento del Titán"

    Gracias rebelderenegado. Eres complaciente. Y además suministrando un final feliz, en términos exagerados no novelescos, sino parecidos a la realidad. jajajaja

    Saludos de Avicarlos.

  6. #26
    Registrado Avatar de Caracolamarina
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    Predeterminado Re: "Futilidad", o "El Hundimiento del Titán"

    Un final de esos de novela, que leíamos con una linterna bajo las sábanas...
    Excelente ...
    Y ¿ cuando otro relato ? tuyo...
    Saludines y felicitaciones.

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