"La Lluvia" Por Frostmore
La lluvia
Por Frostmore
Llovía a cantaros aquella tarde.
Cataratas de agua parecían descender como paredes que se desplomaran desde los cielos.
Yo conducía mi coche por una de las calles principales de la ciudad, oyendo mi música preferida y deseando que ocurriera algo, cualquier cosa, que me sacara del tedio y la soledad que me invadían. Las luces amarillentas de la farolas comenzaron a encenderse y me fui dando cuenta de que el tráfico disminuía, al igual que los viandantes que se atrevían salir a la calle.
No tenía rumbo, ni lugar alguno al que ir. Solo conducía, porque hacerlo me calmaba y me permitía dominar por algún tiempo la oscuridad que amenazaba sumergirme.
Sin darme cuenta, poco a poco, empecé a alejarme de las calles y avenidas más concurridas. Surqué calles estrechas y lugares que no sabía siquiera que existían.
Las casas empezaron a hacerse más pequeñas, los edificios de pisos, feos y tétricos, dieron paso a coquetas y bien decoradas viviendas que no creía no haber visto antes. Sin embargo, había algo en todas ellas, en las calles, que me resultaba familiar, de un modo vago y lejano, como lo que se recuerda de un sueño que creiamos olvidado. Poco a poco, me fui dando cuenta también de que los coches empezaban a ser demasiado anticuados. No correspondían a la época actual, y, aunque no le di mucha importancia, algo dentro de mí me decía que era cuando menos un poco extraño que tantos clásicos se hubieran dado cita en aquellas callejuelas ignotas. Con todo, la lluvia había disminuido mucho su virulencia y los limpiaparabrisas empezaron a hacer su trabajo con más tranquilidad. Ya veía mucho mejor, si bien ciertamente lo que veía no me confortaba en absoluto.
El cielo era negro. No recordaba que se hubiera hecho de noche. Las luces, que en la ciudad eran siempre amarillas, habían dejado paso a unas farolas esplendorosas que derramaban una luz blanca y nítida. Recordé, bajando la velocidad, que en mi infancia las luces de la ciudad eran siempre de un reconfortante color blanco.Empecé a circular despacio, muy despacio, mirando con asombro como casas y más casas de estilo antiguo surgían ante mí, como los coches, escasos, parecían provenir todos de un museo del automovil de varias décadas atrás. Y no había nadie en las calles. Un silencio absoluto parecía envolverlo todo, roto solo por la lluvia persistente que mojaba mi parabrisas. Y al poco, incluso el ruido de la lluvia empezó a disminuir. Los cielos, de un negro sólido y casi asfixiante, parecían llenar toda mi perspectiva.
Pronto me di cuenta de que había dejado de diluviar y que una fina llovizna me rodeaba. Las aceras brillaban, blancas y mojadas, las ventanas de las casas estaban cerradas y no había ninuga luz en ellas. Sin haberlo percibido, estaba subiendo una ligera pendiente, al final de la cual había, a la derecha, una casa de dos plantas que recordaba de algo.
Y entónces la vi.
Caminaba casi junto a mí, a mi derecha, por la acera, con la vista clavada en la misma casa del final de la pendiente.
No sabía se había estado allí desde que empecé a subir la cuesta o si se había materializado de la nada. El hecho es que allí estaba, vestida tal y como la recordaba, con aquellas ropas de colores chillones que a ella tanto le gustaban.
No había cambiado. Su cara era la misma, estaba igual que la última vez que la había visto, hacía ya tantos y tantos años de tristeza y soledad.
Reduje la velocidad al mínimo y me acerqué a ella, bajando la ventanilla del copiloto.Sabía que no podía ser, sabía que era imposible, debía ser su hija o algo así, no podía ser ella, no podía estar allí, como si el tiempo no hubiera dejado sus huellas en nuestras vidas, como si todavía,en la víspera, hubiéramos estado hablando de lo divino y lo humano, sentados bajo la sombra de unos árboles centenarios, en el parque más antiguo de la ciudad.
No podía ser, y sin embargo, allí estaba, mirándome ahora, con asombro. Y pronto comprendí, con una extraña mezcla de temor y alivio, que su asombro no era causado por mi presencia, sino por lo extraño que le parecía el coche que conducía.Detenido el coche y le abrí la puerta. Ella, con aquella sonrisa que tan bien recordaba y que había llenado de lágrimas mis noches solitarias, entró sin hacer preguntas. Una certeza inconcebible se abría paso en mi alma, pero ya era demasiado tarde para hacer nada. Sobre todo, porque no quería hacer nada. Solo quería continuar allí, para siempre, en aquel retazo robado a mis recuerdos y a mis sueños, en aquel mundo olvidado en el que ella y yo podíamos ser felices.
-¡Vaya noche!- me dijo, mirándome con alegría- No sabía que tuvieras este coche, pensaba que conducías el de tu padre, ese tan viejo y tan ...
-¿Cochambroso?- completé yo, riéndome. Supe que ella también notaba algo raro. Mis ropas no eran las adecuadas, mi forma de mirarla debía parecerle extraña. Cogí su mano, como había hecho una noche, mucho tiempo atrás.
-Vamos, llévame a casa- me dijo- Está haciendo frio.
Asentí y aceleré el auto al mirar fugazmente en el retrovisor vi mi reflefo en él y yo ya no tenía canas. La casa de la colina me vigilaba, ceñuda y oscura.
La oscuridad del cielo era aún más profunda e inquietante. Y el silencio lo llenaba todo. Sin embargo, yo era féliz.
Sonriendo, sabiendo que todo había al fin, terminado, continué conduciendo, hacia la negrura.
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