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Tema: Usos y costumbres.

  1. #71
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    03 mar, 10
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    Predeterminado Re: Usos y costumbres.

    Samhain, guadaña en alto, echó una mirada alrededor, feliz con sus juegos.Rió entre dientes la más deliciosa de las carcajadas, escupió un feroz salivazo en sus manazas córneas, apretó la guadaña con más fuerza, la blandió y se quedó petrificado...Porque en alguna parte alguien cantaba.En alguna parte cerca de la cresta de una colina entre unos pocos árboles, chisporroteaba una pequeña hoguera.
    Allí unos hombres que parecían sombras elevaban los brazos al cielo y entonaban cánticos.Samhain escuchó, la guadaña en los brazos como una gran sonrisa.¡Oh Samhain, Dios de los Muertos!¡Escúchanos!En esta Arboleda de grandes Robles,nosotros los Sagrados Sacerdotes Druidas,¡te imploramos por las Almas de los Muertos!
    Allá a lo lejos, esos hombres extraños junto a la hoguera crepitante alzaban cuchillos de metal, alzaban gatos y cabras en las manos, cantando: Oramos por las almas de aquellos que transformaste en Bestias. Oh Dios de los Muertos, sacrificamos estas bestias para que liberes las almas de los seres queridos que han muerto este año.Los cuchillos centellearon.Samhain sonrió con una sonrisa aún más amplia. Los animales chillaron.Alrededor de los chicos, por doquier, sobre la tierra, la hierba, las rocas, las almas prisioneras, perdidas en arañas, encerradas en cucarachas, relegadas en pulgas y escolopendras, boqueaban y plañían silenciosos gemidos y se retorcían y agitaban.Tom dio un respingo. Le pareció oír un millón de pequeños, oh muy microscópicos balidos de dolor y alivio alrededor, allí donde bailoteaban los ciempiés y danzaban las arañas.–¡Libéralos! ¡Déjalos en paz! –oraban los druidas en la colina.
    La hoguera se inflamó.Un viento marino rugió sobre los prados, acarició las rocas, tocó a las arañas, puso patas arriba a las cucarachas. Las arañas diminutas, los insectos, los perros y vacas en miniatura echaron a volar como un millón de copos de nieve. Las almas aprisionadas en cuerpos de insectos se dispersaron.
    Liberadas, con un vasto y cavernoso susurro, subieron al cielo como una exhalación.–¡Al Ciclo! –clamaron los sacerdotes druidas–¡Libres al fin! ¡Subid!Las almas volaron. Se desvanecieron en el aire con un profundo suspiro de alivio y mucha gratitud. Samhain, el Dios de los Muertos, se encogió de hombros y las dejó partir. Y de pronto, como antes, se quedó petrificado.Al igual que los chicos escondidos y el señor Mortajosario, acurrucados entre las rocas. Desde el valle y a través de la colina avanzaba! un ejército de soldados romanos, a paso redoblado. El jefe corría al frente de la columna, y gritaba: –¡Soldados de Roma! ¡Destruid a los paganos!! ¡Destruid la religión sacrílega! ¡Así lo ordena Suetonio! –¡Por Suetonio! Samhain, en el cielo, alzó la guadaña demasiado tarde.Blandiendo hachas y espadas, los soldados se ensañaron con los sagrados robles druidas. Samhain aulló de dolor como si las hachas le hubiesen arrancado las piernas.Los árboles sagrados gimieron, silbaron, y con una sacudida final se desplomaron atronando el suelo.En el aire alto Samhain se estremeció.
    Los sacerdotes druidas dejaron de correr y temblaron de pies a cabeza.Los árboles cayeron.Talados a la altura de los tobillos, las rodillas, lo sacerdotes cayeron, como robles en un huracán. –¡No! –rugió Samhain en el aire alto.–¡Pero sí! –gritaron los romanos–. ¡Ahora!Los soldados asestaron un último y poderoso golpe.Y Samhain, Dios de los Muertos, arrancado de raíz, talado por los tobillos, empezó a caer.Los chicos, que miraban hacia arriba, saltaron para ponerse a salvo. Porque era como si una selva gigantesca se desplomase de pronto. La inmensa caída los sumió en una obscuridad de medianoche. El trueno de la muerte precedió al árbol. Era el roble más alto que alguna vez se desplomara para morir; y a plomo cayó por el aire enfurecido, gritando, aleteando.Samhain golpeó el suelo.Cayó con un rugido que estremeció los huesos de las colinas y extinguió las hogueras sagradas.Y junto con Samhain, mutilado y derribado y muerto, cayó el último de los robles druidas, como trigo segado con una guadaña final. La enorme guadaña de Samhain, una vasta sonrisa perdida en los campos, se disolvió en un charco de plata y se hundió en la hierba.Silencio. Rescoldos humeantes. Un remolino de hojas.Repentinamente se puso el sol.Los sacerdotes druidas se desangraban sobre la hierba a la vista de los muchachos, y el capitán romano iba de una a otra hoguera y pateaba las sagradas cenizas.–¡Aquí levantaremos los templos a nuestros dioses!Los soldados encendieron nuevos fuegos y quemaron incienso ante los nuevos ídolos dorados.Pero casi en seguida una estrella brilló en el este. Por las lejanas arenas del desierto, al son de las campanillas de los camellos, avanzaban Tres Reyes Magos.Los soldados romanos alzaron los escudos de bronce para protegerse del resplandor de la Estrella. Pero los escudos se les fundían. Los ídolos romanos se fundían transformándose en imágenes de María y su Hijo.Las armaduras de los soldados se fundían, goteaban, cambiaban. Vestían ahora el ropaje de sacerdotes que entonaban letanías en latín ante altares todavía más nuevos, mientras Mortajosario, acurrucado, entornando los ojos, contemplaba la escena, y murmuraba a los pequeños enmascarados:–Así es, muchachos, ¿lo veis? Dioses tras dioses. Los romanos abatieron a los druidas, los robles, al Dios de los Muertos, ¡pum! ¡abajo! Y los reemplazaron por otros dioses ¿eh? ¡Ahora llegan los cristianos y vencen a los romanos! Nuevos altares, muchachos, nuevo incienso, nuevos nombres...El viento apagó los cirios del altar.En la obscuridad, Tom gritó. La tierra se estremeció y giró, vertiginosa. La lluvia los caló hasta los huesos.–¿Qué es lo que pasa, señor Mortajosario? ¿Dónde estamos? Mortajosario encendió un pulgar de yesca y lo sostuvo en alto. –Válgame el cielo, muchachos. Es la Edad del Obscurantismo. La noche más larga y obscura de toda la historia. Tiempo ha que Cristo llegó y abandonó este mundo y...–¿Dónde está Pipkin? –¡Aquí! –gritó una voz desde el cielo en tinieblas–. ¡Creo que estoy montado en una escoba! ¡Me lleva... lejos! –Epa, yo también –dijo Ralph, y a continuación J. J. y luego Cepillo Nibley, y Wally Babb, y todos los demás.Se oyó un inmenso murmullo, como si un gato gigantesco se atusara los bigotes en la obscuridad.–Escobas –cuchicheó Mortajosario–. El cónclave de las Escobas. El Festival de Escobas de Octubre. La Migración Anual.–¿Adonde? –preguntó Tom, a los gritos, pues ahora todos andaban por el aire escobando y chillando.–¡A la Casa de las Escobas, por supuesto!–¡Socorro! ¡Estoy volando! –dijo Henry-Trampitas.Un movimiento rápido. Una escoba lo levantó por el aire.Un gran gato erizado rozó la mejilla de Tom. Sintió que un palo de madera le saltaba entre las piernas.–¡No te sueltes! –le dijo Mortajosario–. ¡Cuando te ataca una escoba, lo único que puedes hacer es no soltarte! –¡No me soltaré! –gritó Tom, y voló alejándose.

    14

    El cielo fue barrido a nuevo por las escobas.Los chicos que ocupaban al menos ocho de estas escobas limpiaron a gritos el cielo.Y en medio del desconcierto, mientras los alaridos de terror se transformaban en gritos de alborozo, los chicos casi olvidaron a Pipkin, que como ellos navegaba entre islas de nubes.–¡Por aquí! –anunció Pipkin.–¡Tan rápido como podamos! –dijo Tom Skelton–. ¡Pero Pip, qué difícil es cabalgar en el mango de una escoba!–Curioso que digas eso –dijo Henry-Trampitas–. Estoy de acuerdo.Todos estuvieron de acuerdo, resbalando, colgando, y volviendo a trepar.Había ahora tal ajetreo de escobas que no quedaba lugar para nubes, ni para brumas y menos aún para nieblas y chiquillos. Había un terrible atascamiento de escobas, como si en todos los bosques de la tierra se hubiesen soltado a la vez todas las ramas que devastando los prados otoñales habían cortado limpiamente y habían apretado en manojos todas aquellas gramíneas capaces de convertirse en buenas barrenderas, limpiadoras y golpeadoras, echando luego a volar.Allá iban todos los palos que apuntalaban los tendederos de ropa de todos los patios del mundo. Y con ellos, gavillas de hierbas, brazadas de malezas, matorrales de zarzas para arriar los rebaños de nubes y limpiar las estrellas y transportar a los chicos.Muchachos que cada uno a lomo de un esquelético rocín, recibían un diluvio de palos y bofetadas. Se los castigaba severamente por ocupar el cielo. Les tocaron unos cien moretones a cada uno, una docena de tajos, y exactamente cuarenta y nueve chichones en los cráneos tiernos.–¡Epa, me sale sangre de la nariz! –boqueó Tom, feliz, mirando el rojo que le embadurnaba los dedos.–¡Pamplinas! –gritó Pipkin, entrando seco en una nube y volviendo mojado–. Eso no es nada. ¡Yo tengo un ojo en compota, una oreja lastimada y he perdido un diente!–¡Pipkin! ––llamó Tom–. ¡No sigas diciendo que vayamos contigo! ¡No sabemos dónde estás! ¿Dónde?–¡En el aire! –dijo Pipkin.–¡Uf! –murmuró Henry-Trampitas–, hay dos zillones, cien billones, noventa y nueve millones de acres de aire alrededor del mundo. ¿A qué medio acre se refiere Pip?–Me refiero... –jadeó Pipkin.Pero toda una gavilla de palos de escoba se soltó de golpe bailando frente a él con los brazos en jarras como una lanzadera de cañas de maíz, o la cerca de una granja que de pronto se pusiera a dar brincos y saltos mortales.Una nube de cara demoníaca abrió la boca. Se tragó a Pipkin, con escoba y todo, y luego contrajo sus vapores y tronó con una indigestión de Pipkin.–¡Ábrete paso a puntapiés, Pipkin! ¡Dale una patada en el estómago! –sugirió alguien.Pero nada pateó y la nube partió satisfecha de la Bahía Para Siempre rumbo al Alba de la Eternidad, rumiando una deliciosa cena de niño bueno.–¿Encontrarlo en el aire? –resopló Tom–. Córcholis, horribles direcciones a la nada.–¡Mira direcciones todavía más horribles! –dijo Mortajosario, navegando junto a él en una escoba que parecía un gato mojado y furibundo en el extremo de un cepillo de piso–. ¿Queréis ver brujas, muchachos? ¿Hechiceras, arpías, adivinas, magos, nigromantes, demonios, diablos? Allí estarán, muchachos, en tropeles, en tumultos. Abrid bien los ojos.
    Y allá abajo, por toda Europa, a través de Francia y Alemania y España, en los caminos anochecidos había en verdad racimos y multitudes y procesiones de extraños pecadores que huían al norte, una turbamulta que se alejaba de los Mares del Sur.–¡Eso es! ¡Saltad, corred! Por aquí hacia la noche. ¡Por aquí hacia la obscuridad! –Mortajosario volaba a escasa altura, gritando sobre las multitudes como un general que diera órdenes a una magnífica tropa de criaturas maléficas.– ¡Rápido, escondeos! ¡Cuerpo a tierra! ¡Esperad unos siglos!–¿Esconderse de qué? –inquirió Tom.–¡Aquí vienen los cristianos! –gritaban las voces allá abajo, en los caminos.Y esa era la respuesta.Tom parpadeó, subió, y observó.Y desde todos los caminos las turbas corrían para dispersarse en las granjas, en las encrucijadas, en los labrantíos, en los poblados. Hombres viejos. Mujeres viejas. Desdentados y enfurecidos, aullando al cielo mientras las escobas barrían y barrían.–Caramba –dijo Henry-Trampitas azorado–. ¡Son brujas!–¡Que me limpien a seco el alma y la cuelguen a secar si no tienes razón, muchacho! –asintió Mortajosario.–Hay brujas que saltan hogueras –dijo J. J.–Y brujas que revuelven calderos –dijo Tom.–Y brujas que dibujan símbolos en el polvo de las granjas –dijo Ralph–. ¿Son reales? Quiero decir, yo siempre pensé...–¿Reales? –Mortajosario, ofendido, estuvo a punto de caerse de su escoba gato-erizado.– ¡Sí, inocentes pajarillos, sí, criaturas, todos los pueblos tienen una bruja residente. Todos los pueblos esconden a algún sacerdote pagano de la antigua Grecia, a algún adorador romano de dioses minúsculos que corren por los caminos, se esconden en las alcantarillas, se entierran en cavernas para escapar de los cristianos. En todos los villorrios, chico, en todas las granjas de mala muerte que puedas encontrar se ocultan antiguas religiones. Habéis visto cómo fueron mutilados y talados los druidas ¿eh? Ellos se ocultaban de los romanos. Y ahora son los romanos, que alimentaban con cristianos a los leones, quienes corren a esconderse. Así es como todos esos descoyuntados cultos menores de todos los gustos y tipos, luchan por sobrevivir. ¡Ved cómo corren, muchachos!Y era verdad.Por toda Europa ardían hogueras. En cada encrucijada, junto a cada parva de heno unas formas obscuras saltaban a través de las llamas transformadas en gatos. Los calderos burbujeaban. Las viejas arpías maldecían. Los perros retozaban con carbones al rojo.–Brujas, brujas por todos lados –dijo Tom sorprendido–. ¡Nunca pensé que hubiese tantas!–Legiones y multitudes, Tom. Europa estaba inundada hasta los topes. Brujas bajo los pies, debajo de las camas, en los sótanos y en las buhardillas.–Caramba caramba –dijo Henry-Trampitas orgulloso en su disfraz de Bruja–. ¡Brujas de verdad! ¿Podían hablar con los muertos?–No –dijo Mortajosario.–¿Engañar a los diablos?–No.–¿Meter a los demonios en las bisagras de las puertas y hacerlos chirriar a medianoche?–No.–¿Cabalgar en palos de escoba?–Nopo.–¿Hacer estornudar a la gente?–Lástima, pero no.–¿Matar a personas clavando alfileres en muñecos?–No.–Bueno, diantre ¿qué podían hacer?–Nada.–¡Nada! –gritaron todos, ultrajados.–¡Ah, pero ellas creían que podían, muchachos! Mortajosario guió a los jinetes montados en escobas hasta las granjas donde las brujas echaban ranas en los calderos y pisoteaban sapos y aspiraban polvo de momias y retozaban cacareando.–Pero, deteneos a pensar. ¿Qué significa en verdad la palabra Bruja?–Bueno... –dijo Tom, cohibido.–Ingenio –dijo Mortajosario–. Inteligencia. Eso quiere decir. Conocimiento. De modo que cualquier hombre, cualquier mujer, con medio cerebro y ganas de saber algo tenía aptitudes, ¿eh? Y así a cualquiera demasiado despierto, que no se ocultaba bastante, lo llamaban...–¡Brujo! –dijeron los niños a coro.–Y algunos de los más listos, los realmente ingeniosos, decían que eran magos, o imaginaban soñar con fantasmas y almas en pena y momias errantes.Y si por casualidad un enemigo caía fulminado, se le atribuían todas las glorias. Les gustaba creerse poderosos, pero no lo eran, muchachos, lo siento, pero es la triste verdad. Pero escuchad. Allá, del otro lado de la colina. De allí vienen las escobas.Y hacia allá van.Los chicos escucharon y oyeron: Este Taller de Escobas fabrica la escoba que asoma en el cielo lóbrego y a la salida de la luna, el palafrén de brujas que vuela muy alto sobre cosechas de huracanes de hierbas y se mueve con gritos y suspiros en océanos de nubes, a veces ruidosa, a veces callada...

  2. #72
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    03 mar, 10
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    Predeterminado Re: Usos y costumbres.

    Abajo, una fábrica de escobas para brujas trabajaba sacudiéndose, a toda máquina: se cortaban los mangos, y ni bien les ataban los manojos de paja, las escobas trepaban por las chimeneas entre lluvias de chispas. En los tejados, las arpías las montaban de un salto y cabalgaban por el cielo estrellado.O así parecía, mientras los muchachos miraban y las voces cantaban:¿Las Brujas oían desde la cama el viento nocturno y salían a retozar y a danzar con diablos y muertos?¡No!Eso decían, aseguraban y escribían hasta que continentes enteros llamaron "brujas" endemoniadas a gente inocente,y conspiraron,y a viejas, infantas y vírgenes echaron a la hoguera. El populacho recorría enfurecido las aldeas y las granjas con antorchas, maldiciendo. Los fuegos ardían desde el Canal de la Mancha hasta las costas del Mediterráneo.Diez mil de esas brujas demoníacas fueron colgadas en Francia y Alemania para que zapatearan una última danza. No quedó aldea sin un aquelarre privado pues cada lado acusaba al otro de cerdo del infierno, marrana de Luzbel, verraco demoníaco.Cerdos salvajes, con brujas pegadas a los lomos, trotaban por los techos de tejas, arrancando chispas, los hocicos humeantes: Toda Europa era una nube de humo de brujas. A menudo los jueces ardían junto con ellas.¿Por qué? ¡Una simple broma! Hasta que al fin: ¡Todos los hombres están manchados por la culpa! ¡Todos pecan, todos mienten! ¿Qué hacer entonces? ¡Y bien: que todos mueran! El humo se arremolinaba en el cielo. En las encrucijadas había brujas colgadas, cuervos apretados en la plumosa obscuridad.Arriba los chicos colgaban de las escobas, los ojos fuera de las órbitas, estupefactos.–¿Alguno quiere ser bruja? –preguntó por último Mortajosario.–Mm –dijo Henry-Trampitas estremeciéndose en sus harapos de bruja–. ¡Y yo no!–No es broma ¿en, muchacho?–No es broma.Las escobas los llevaron lejos de las carnes carbonizadas y el humo.Aterrizaron en una calle desierta, en un lugar abierto, en París.Las escobas se les desplomaron, muertas.
    Y bien, muchachos ¿qué haremos ahora para espantar a los espantosos, aterrorizar a los terroríficos, horripilar a los horripilantes? –gritó Mortajosario desde dentro de una nube–. ¿Qué es más grande que los demonios y las brujas?–¿Los dioses más grandes?
    –¿Las brujas más grandes?–¿Iglesias más grandes? –aventuró Tom Skelton.–¡Bendito Tom, has acertado! Una idea crece ¿sí? ¡Una religión crece! ¿Cómo? Con edificios bastante monumentales como para echar sombras sobre todo un país: levantad construcciones que puedan verse en cien kilómetros a la redonda. Construid un edificio tan alto y famoso que hasta tenga un campanero jorobado. Así que ahora, muchachos, ayudadme a edificarlo, ladrillo sobre ladrillo, arbotante sobre arbotante. Edifiquemos...–¡Notre Dame! –gritaron ocho muchachos.–Y una razón más para edificar Notre Dame... –dijo Mortajosario–. Escuchad.. ¡Bammm!Una campana tañó en el cielo.¡Bammm!
    – ...¡Socorro...! –murmuró una voz cuando los ecos se apagaron¡Bammm!Los chicos miraron y vieron una especie de andamio levantado sobre la luna con un campanario a medio construir. En la cúpula misma pendía una gran campana de bronce, y esa campana repicaba.Y dentro de esa campana, con cada tañido, redoble y volteo, gritaba una vocecita:–¡Socorro!Los chicos miraron a Mortajosario.En los ojos de todos fulguraba una pregunta:–¿Pipkin?¡Encontradme en el aire! pensó Tom. ¡Y allí está!Allí, sobre los techos de París, colgado de los pies, la cabeza por badajo, estaba Pipkin en una campana. O en todo caso la sombra, el espectro, el espíritu perdido de Pipkin.Es decir, que había una campana, y cuando esa campana daba la hora, tañía con un badajo de carne y hueso. La cabeza de Pipkin golpeaba contra los bordes, y la campana resonaba. ¡Bammm! Y otra vez: ¡Bammm!–Se le van a saltar los sesos –jadeó Henry-Trampitas.–¡Socorro! –gritó Pipkin, una sombra en la campana, un espectro encadenado cabeza abajo para tocar los cuartos y las horas.–¡Volad! –ordenaron los chicos a las escobas, que yacían muertas sobre las piedras de París.–Ya no tienen vida –se condolió Mortajosario–.Savia, sustancia y fuego, todo perdido. Bueno, ahora –se restregó la barbilla, que chisporroteó–, ¿cómo subimos a ayudar a Pipkin sin escobas? –Vuele usted, señor Mortajosario.–Ah, no, ese no es el trato. Vosotros tenéis que salvarlo, siempre y para siempre, una y otra vez, esta noche, hasta la última salvación. Esperad. ¡Ah! Inspiración. íbamos a edificar Notre Dame ¿no es cierto? Bueno, entonces edifiquémosla ahora mismo y aquí, y trepemos hasta Pipkin, el cabeza-dura-aldaba-carillón. ¡Arriba, hijos! ¡Trepad por esas escaleras!–¿Qué escaleras–¡Éstas! ¡Aquí! ¡Aquí! ¡Y aquí!Los ladrillos se fueron colocando. Los muchachos saltaron. Y a medida que levantaban un pie, lo mantenían en el aire y volvían a apoyarlo, una escalera iba apareciendo, piedra tras piedra.¡Bammm! dijo la campana.–¡Socorro! –dijo Pipkin.Y los pies que galopaban en el aire descendían golpeteando, taconeando, pisando con fuerza... Un peldaño. Otro peldaño.Y más arriba otro y otro espacio vacío. –¡Socorro! –dijo Pipkin.¡Bammm! resonó una vez más la campana hueca.Y así corrieron por el vacío, mientras detrás Mortajosario los azuzaba, los empujaba. Corrían en una ráfaga de viento luminoso y debajo de ellos los ladrillos y las piedras y la argamasa se ordenaban como naipes, se solidificaban bajo las punteras y tacones.Era como subir por un pastel que se fuera construyendo a sí mismo, capa de piedra sobre capa de piedra, mientras la loca campana y el triste Pipkin gritaban y suplicaban arriba.–¡Nuestra sombra, allá está! –dijo Tom.Y en verdad la sombra de esa catedral, de esa espléndida Notre Dame a la luz de la luna, cubría toda Francia y la mitad de Europa.–¡Arriba, chicos, arriba; sin pausa ni descanso, corred!¡Bum!¡Socorro!Todos corrieron. Empezaban a caerse a cada paso, pero otra vez y otra y otra aparecían los peldaños, y los salvaban y los llevaban más alto, y las sombras de las cúpulas cruzaban ríos y campiñas y apagaban las últimas hogueras de brujas en los cruces de caminos. Arpías, hechiceras, magos, íncubos, a mil kilómetros de distancia, se apagaban como velas, se dispersaban en humo, gemían y se escondían enterrándose a medida que la iglesia se elevaba, crecía en el cielo.–Y tal como los romanos talaron los árboles druidas y mutilaron al Dios de la Muerte hasta derribarlo, ahora nosotros con esta iglesia, chicos, proyectamos una sombra que voltea los zancos de todas las brujas, y pone en fuga a los hechiceros zaparrastrosos y a los magos de tres por cuatro. No más hogueras de brujas. Sólo este gran cirio encendido, Notre Dame. ¡Presto!Los chicos reían alborozados.Porque el último escalón acababa de ponerse en su lugar.Jadeantes, habían llegado a la cúspide.La catedral de Notre Dame estaba terminada y construida.¡Bum!La última y dulce campanada de la hora.La gran campana de bronce se estremeció.Y colgó vacía.Los muchachos se asomaron a la boca cavernosa.Ya no tenía un badajo que parecía Pipkin.–¿Pipkin? –susurraron.–...kin –repitió con un leve eco la campana.–Está aquí en alguna parte. Allí arriba en el aire, nos prometió que lo encontraríamos. Y Pipkin nunca olvida una promesa –dijo Mortajosario–. Mirad en torno, muchachos. Hermosa obra artesanal ¿eh? Siglos de trabajo resueltos ¿verdad? Pero, ah, ah, falta algo además de Pipkin. ¿Qué? Mirad para arriba. Escudriñad alrededor. ¿Eh?Los chicos miraron con curiosidad. Estaban desconcertados.–Mm...–¿No os parece que el lugar está demasiado desnudo? ¿Demasiado intacto y pobre de ornamentos?–¡Gárgolas!Todos se volvieron a mirar a...Wally Babb, que se había disfrazado de Gárgola para la Fiesta de las Brujas. La revolución le iluminaba la cara.–Gárgolas. No hay una sola gárgola en todo el lugar.–Gárgolas. –Mortajosario vocalizó la palabra, la embelleció con las ricas sonoridades de su lengua de lagartija.– Gárgolas. ¿Las ponemos, muchachos?–¿Cómo?–Bueno, yo diría que con un silbido. Llamad con silbidos a los demonios, muchachos, a los espíritus del mal, convocad con un profundo y vibrante resoplido a las alimañas y a las feroces y sanguinarias criaturas de las sombras.Wally Babb aspiró profundamente.–¡Aquí va el mío!Silbó.Todos silbaron.¿Y las Gárgolas? Acudieron al galope.

    16

    Los desocupados de la Europa de medianoche se estremecieron, y despertaron, saliendo de un sueño de piedra.Es decir, todas las viejas bestias, todas las viejas supersticiones, todas las viejas pesadillas, todos los viejos demonios relegados, las brujas abandonadas en algún aprieto, se sobrecogieron al oír el llamado, se irguieron al escuchar el silbido, temblaron ante la intimación, y levantando remolinos de polvo se deslizaron por los caminos, revolotearon por los cielos, sacudieron los árboles, vadearon arroyos, cruzaron a nado los ríos, perforaron las nubes, y llegaron, llegaron, llegaron.Es decir, también todas las estatuas e ídolos y dioses y genios muertos de Europa que yacían por doquier como un terrorífico manto de nieve, abandonados, en ruinas, parpadearon y echaron a andar, y aparecieron como salamandras por los caminos, o como murciélagos en el cielo o como perros salvajes en las malezas. Volaban, galopaban, saltimbanquiaban.Ante la excitación general y el asombro y la algarabía de la hilera de muchachos asomados, Mortajosario se asomaba con ellos mientras desde el norte, el sur, el este, el oeste llegaban las multitudes de extrañas bestias y se arremolinaban asustadas en las puertas a esperar los silbidos.–¿Les arrojaremos plomo hirviente?Los chicos vieron la sonrisa de Mortajosario.–Diantre, no –dijo Tom–. ¡El Jorobado ya hizo eso hace muchos años!–Entonces, lava ardiente no. ¿Les silbamos ordenándoles que suban? Todos silbaron.Y obedientes al llamado, las turbamultas, los tropeles, el aluvión, la muchedumbre, el furibundo torrente de monstruos, bestias, vicios desenfrenados, virtudes trasnochadas, santos descartados, orgullos mal entendidos, pompas huecas se filtraban, se escurrían, se deslizaban, acometían, corrían temerarios y escalaban los muros de Notre Dame. En una marejada de pesadilla, en un tumultuoso oleaje de alaridos y trastabillones inundaron la catedral para incrustarse en todos los piñones y voladizos.Y por aquí corrían marranos y por allá trepaban machos cabríos y otro de los muros conocía diablos que se remodelaban en camino, dejaban caer un par de cuernos para que les creciera otro nuevo, se afeitaban las barbas para que les brotaran retorcidos mostachos de lombrices.A veces era sólo un enjambre de máscaras y caretas lo que correteaba muro arriba y ocupaba los altos contrafuertes, transportado por un ejército de cangrejos y de bamboleantes langostas ganchudas. Allá iban las caras de gorilas, llenas de pecado y dientes. Allá iban cabezas humanas con salchichas en las bocas. Más allá bailaba la máscara de un Bufón que una araña experta en ballet llevaba en alto.Pasaban tantas cosas que Tom dijo: –¡Caramba, cuántas cosas están pasando! –¡Y más habrán de pasar, añil –dijo Mortajosario.Pues ahora Notre Dame estaba infestada de bestias y de telarañas, de miradas maléficas y luces siniestras y máscaras, y por aquí venían dragones persiguiendo a niños, y ballenas tragándose a Jonases, y carretas desbordantes de calaveras-y-huesos. Acróbatas y saltimbanquis, tironeados por demiurgos, cojeaban y caían en extrañas posturas para petrificarse en el tejado.Todo acompañado por cerdos arpistas y marranas que tocaban flautines, y perros gaiteros, y la música misma hechizaba y atraía a los muros a nuevas multitudes de seres grotescos que serían atrapados y retenidos para siempre en los nichos de piedra Aquí un orangután tañía una lira; allá trastabillaba una mujer con cola de pescado. Ahora una esfinge brotaba volando de la noche, dejaba caer las alas y se transformaba en mujer y león, mitad y mitad, y se echaba a dormitar por los siglos de los siglos a la sombra y al tañido de agudas campanas–Epa ¿y ésos qué son? –gritó Tom. Mortajosario, asomándose, resopló: –Pues son los Pecados, chicos. Y los seres Innominados. Allí repta la Carcoma de la Conciencia.La miraron para verla reptar. Reptaba maravillosamente bien.–Ahora –murmuró Mortajosario en voz muy queda–. Echaos. Dormitad. Dormid Y las manadas de criaturas extrañas dieron tres vueltas en redondo como perros endemoniados y se tumbaron en el suelo. Todas las bestias echaron raíces. Todas las muecas se petrificaron.Todos los gritos se fueron acallando.La luna proyectaba sombras y luces sobre las gárgolas de Notre Dame.–¿Entiendes esto, Tom?–Seguro. Todos los viejos dioses, todos los viejos sueños, todas las viejas pesadillas, todas las viejas ideas sin nada que hacer, desocupadas, nosotros les dimos trabajo. ¡Las llamamos aquí!–Y aquí se quedarán por los siglos de los siglos ¿verdad –¡Verdad! Se asomaron por el parapeto.Había una turba de bestias en la muralla oriental.Una muchedumbre de pecados en la occidental.Una marejada de pesadillas en el sur.Un remolino de vicios innombrables y virtudes mal guardadas hacia el norte.–A mí –dijo Tom, orgulloso del trabajo de esa noche– no me molestaría vivir aquí.El viento canturreó en las bocas de las bestias. Los colmillos sisearon y silbaron:–Muchas gracias.

  3. #73
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    Predeterminado Re: Usos y costumbres.

    –Josafat –dijo Tom Skelton, sobre el parapeto–. Silbamos a todos los grifos y demonios de piedra para que vinieran aquí. Y ahora Pipkin ha vuelto a perderse. Estaba pensando ¿por qué no le silbamos a él? Mortajosario se rió tanto que la capa obscura retumbó en el viento nocturno y los huesos resecos le castañetearon dentro de la piel.–¡Muchachos! ¡Mirad alrededor! ¡Todavía está aquí!–¿Dónde?–Aquí –se condolió una vocecita muy lejana.Los chicos retorcieron las columnas vertebrales para mirar por encima del parapeto, se desnucaron mirando hacia arriba.–¡Al escondite, hijos, busquemos!Y aun buscando, no podían dejar de gozar una vez más de los turbulentos tejados de la catedral bordeados de horrores, y deliciosamente afeados con bestias prisioneras.¿Dónde estaba Pipkin entre todas aquellas obscuras criaturas marinas de branquias abiertas como bocas en un jadeo y un suspiro eternos? ¿Dónde entre todas aquellas pesadillas maravillosamente cinceladas y talladas en los cálculos biliares de merodeadores nocturnos y monstruos nacidos de viejos terremotos, vomitados por volcanes enloquecidos que se enfriaban en terrores y delirios?–Aquí –gimió otra vez una vocecita lejana y familiar.Y allá abajo, en un salidizo, a mitad de camino entre ellos y la tierra, les pareció ver, aguzando la mirada, una hermosa carita redonda angelical-demoníaca con una expresión familiar, una nariz familiar, una boca afectuosa y familiar.–¡Pipkin!A los gritos, bajaron de prisa las escaleras por los obscuros corredores hasta que llegaron al salidizo. Allá a lo lejos, en el aire ventoso, encima de un pasadizo muy estrecho, se veía la carita, hermosa en medio de tanta fealdad.Tom se adelantó, sin mirar abajo, extendiendo los brazos como alas. Ralph lo siguió. El resto avanzó con cautela en fila india.–¡Cuidado, Tom, no te caigas!–No me caigo. Aquí está Pip.
    Y allí estaba.
    Desde el salidizo, justo debajo de la máscara de piedra asomada al vacío, el busto, la cabeza de gárgola, miraron arriba y vieron el magnífico perfil, la soberbia nariz respingada, la mejilla imberbe, el ensortijado casco de pelo marmóreo.Pipkin.–Pip, por todos los diablos ¿qué haces aquí? –gritó Tom.
    Pip no dijo nada.
    La boca de Pip era de piedra. –Uff, es sólo roca –dijo Ralph–. Es sólo una gárgola tallada aquí hace mucho tiempo, que se parece a Pipkin.–No, yo lo oí llamar. –Pero, cómo...Y entonces el viento les trajo la respuesta. Sopló alrededor de los altos muros de Notre Dame. Tocó la flauta en los oídos y el caramillo en las bocas abiertas de las gárgolas.–Ahhh... –suspiró la voz de Pipkin. Los cabellos se les erizaron en las nucas. –Oooooo –murmuró la boca de piedra. –¡Escuchad! ¡Es él! –dijo Ralph, excitado. –¡Silencio! –gritó Tom–. ¿Pip? La próxima vez que sople el viento dinos cómo podemos ayudarte. ¿Qué te trajo aquí? ¿Cómo te llevamos abajo? Silencio. Los chicos se aferraron a la cara rocosa de la gran catedral.De pronto sopló otra ráfaga, les cortó el aliento, y silbó entre los dientes tallados en piedra del chiquillo.–Una... –dijo la voz de Pip– ... pregunta –susurró nuevamente la voz de Pip luego de una pausa.Silencio. Más viento. –Por...Los chicos esperaron. –...vez.–¡Una pregunta por vez! –tradujo Tom. Los muchachos estallaron en risas. Ése sí que era Pipkin.–De acuerdo. –Tom juntó saliva.– ¿Qué haces aquí arriba? El viento sopló tristetente y la voz habló como sí estuviera en las profundidades de un viejo pozo:–He visto... tantos... lugares... en apenas... unas pocas... horas.Los muchachos esperaron, rechinando los dientes.El viento regresó para gemir en la abierta boca de piedra.–¡Habla, Pipkin!Pero el viento había muerto.Empezó a llover.
    Y esto fue lo mejor. Porque las gotas de lluvia corrieron, frías, por las pétreas orejas de Pipkin y le salieron por la nariz y le brotaron como un manantial de la boca de mármol, y Pipkin empezó a pronunciar sílabas en lenguas líquidas, con palabras límpidas y frías como agua de lluvia:–Eh... ¡esto es mejor!Escupía niebla, esparcía rocío:–¡Tendríais que haber estado donde yo estuve! ¡Diantre! ¡Me enterraron como una momia! ¡Me encerraron en un perro!–¡Nos imaginamos que eras tú, Pipkin!–Y ahora aquí –dijo la lluvia en la oreja, la lluvia en la nariz, la lluvia en la boca de mármol que goteaba agua clara–. Demontres, raro, rarísimo estar metido en la piedra con todos estos demonios y diablos por compañeros. Y dentro de diez minutos, ¡quién sabe dónde estaré! ¿Más arriba? ¡O enterrado en lo más profundo!–¿Dónde, Pipkin?Los chicos se apretujaban. La lluvia venía en ráfagas y los azotaba, inclinándolos y amenazando hacerlos caer.–¿Estás muerto, Pipkin?–No, todavía no –dijo la lluvia fría en la boca–. Parte de mí está en un hospital, allá, muy lejos, en casa. Parte de mí en esa vieja tumba egipcia. Parte de mí en los pastizales de Inglaterra. Parte de mí aquí. Parte de mí en un lugar mucho peor...–¿Dónde?–No sé, no sé, oh diantre, de pronto me río a carcajadas, y de pronto tengo miedo. Ahora, justo ahora, en este preciso instante, sospecho, sé que estoy asustado. ¡Ayudadme, amigos! ¡Ayudadme, por favor
    La lluvia le brotó de los ojos como lágrimas.Los muchachos levantaron las manos como para tocar la barbilla de Pipkin, Pero antes que alcanzaran a tocarla...Un rayo cayó del cielo.Restalló en azul y blanco.La catedral entera se conmovió. Los chicos tuvieron que aferrarse con ambas manos a cuernos de demonios y alas de ángeles para que no los derribaran.Trueno y humo. Y un gran alud de roca y piedra.La cara de Pipkin desapareció. Arrancada por el rayo, cayó en el espacio y se hizo añicos contra el suelo.–¡Pipkin!Pero allí abajo, sobre las piedras del pórtico de la catedral, sólo había chispas que el viento dispersaba, y un polvillo de gárgolas. La nariz, la barbilla, los labios pétreos, la dura mejilla, los ojos brillantes, la oreja cincelada, todo, todo barrido por el viento en fragmentos de metralla y polvo. Vieron algo que parecía un espíritu de humo, una nubecilla de pólvora que flotaba hacia el sur y hacia el oeste.–México... –Mortajosario, uno de los pocos hombres del mundo que sabía cómo pronunciar, pronunció la palabra.–¿México? –preguntó Tom.–El último gran viaje de esta noche –dijo Mortajosario, todavía vocalizando, saboreando las sílabas–. ¡Silbad, muchachos, bramad como tigres, rugid como panteras, aullad como carnívoros!–¿Bramar, rugir, aullar?–Volved a armar la Cometa, chicos, la Cometa de Otoño. Volved a empastar los colmillos y los ojos feroces y las garras ensangrentadas. Gritad al viento que la cosa y que nos lleve por los aires en un largo y último viaje. ¡Ronzad, muchachos, gañid, tronad, gritad!Los chicos vacilaron. Mortajosario corría por el salidizo como si pasara un palo por los barrotes de una cerca. Iba golpeando a cada uno de los muchachos con el codo y la rodilla. Los chicos caían, y al caer dejaban escapar un gañido, un chillido, o un grito particular.Cayendo a plomo por el espacio helado, sintieron florecer allá abajo la cola de un pavo real asesino, un gran ojo inyectado en sangre. Diez mil ojos enardecidos asomaron de pronto.En seguida, revoloteando alrededor de una ventosa esquina de gárgolas, apareció la Cometa de Otoño, recién armada, interrumpiendo la caída.Manotearon, se aferraron al aro, a los bordes, a los brazos de la cruz, a los tensos papeles tamborileantes, a restos, jirones e hilachas de antiguas bocas leoninas de aliento carnívoro y sangre rancia de fauces felinas.Mortajosario saltó también. Esta vez él era la cola.La Cometa de Otoño planeó, esperó, con ocho chicos sobre una ondulante marejada de dientes y ojos.Mortajosario afinó el oído.A centenares de kilómetros de distancia, los mendigos recorrían, hambrientos, los caminos irlandeses, pidiendo comida de puerta en puerta. Los lamentos resonaban en la noche.Fred Fryer, disfrazado de mendigo, oyó los gritos.–¡Por allí! ¡Volemos allí!–No. No hay tiempo. ¡Escuchad!A miles de kilómetros de distancia se oía, apagado, el rítmico martilleo nocturno de los escarabajos que anunciaban la muerte.–Los fabricantes de ataúdes de México –sonrió Mortajosario–. En las calles, con los largos cajones y los clavos y los pequeños martillos, golpeteando y golpeteando.–¿Pipkin? –murmuraron los chicos.–Escuchemos –dijo Mortajosario–. Y a México vamos.La Cometa de Otoño los transportó en una ola de viento de trescientos metros.Las gárgolas, tocando la flauta en las fosas nasales de piedra, abriendo muy grandes los labios de mármol, aprovecharon ese mismo viento para gemirles feliz viaje.

    18

    Estaban suspendidos sobre México.Estaban suspendidos sobre una isla en ese lago de México.Allá abajo oyeron ladridos de perros en la noche.En el lago iluminado por la luna vieron unos pocos botes que se movían como insectos acuáticos. Oyeron tocar una guitarra y un hombre cantó con una voz melancólica y aguda.Muy lejos de allí, del otro lado de las obscuras fronteras, en los Estados Unidos, jaurías de chicos, pandillas de perros corrían riendo, ladrando, llamando de puerta en puerta, las manos cargadas de dulces tesoros, locos de alegría en la Noche de las Brujas.–Pero aquí... –susurró Tom.–¿Aquí qué? –preguntó Mortajosario, planeando a la altura de su codo.–Oh, bueno, aquí...–Y a lo largo de toda Sudamérica...–Sí, en el sur. Aquí y en el sur. Todos los cementerios.Todos los camposantos están...... llenos de cirios encendidos, pensó Tom. Mil cirios en este cementerio, cien en aquel camposanto, cien kilómetros más allá, diez mil lucecitas titilantes, cinco mil kilómetros más abajo hasta la punta misma de la Argentina.–Es así como celebran...–El Día de los Muertos*. ¿Qué tal andas en español, Tom? Tom tradujo la frase correctamente.–¡Caramba, sí! ¡Corneta, desármate!La Cometa bajó y se desmenuzó por última vez.Los chicos rodaron por la orilla pedregosa del plácido lago.Sobre las aguas flotaban nieblas.Del otro lado del lago, lejos, había un cementerio a obscuras. Todavía no habían encendido los cirios.De la niebla salió una barca que avanzaba silenciosa, sin remos, como si la marea la impulsara a través del agua.Una figura alta, envuelta en un sudario gris, iba de pie, inmóvil, en un extremo de la embarcación.La barca rozó suavemente las hierbas de la orilla.Los chicos contuvieron el aliento. Pues, por lo que alcanzaban a ver, en el hueco de la capucha de la figura amortajada sólo había obscuridad.–¿Señor... señor Mortajosario? Sabían que tenía que ser él. Pero él no respondió. Sólo la casi imperceptible luciérnaga de una sonrisa brilló un instante bajo la capucha. Una mano descarnada se movió llamando.Los chicos se abalanzaron a la barca.–¡Ss! –musitó una voz desde la capucha vacía.La figura hizo otro ademán, y el viento los tocó, y se deslizaron raudos por las aguas obscuras bajo un cielo nocturno tachonado con un billón de fuegos estelares nunca vistos.* En español en el original.

    Lejos, en la isla obscura, se oyó el rasguido de una guitarra.Una vela se encendió en el cementerio.En algún lugar alguien sopló una flauta.Otra vela se encendió entre las losas de mármol.Alguien cantó sólo una palabra de una canción.La llama de una cerilla animó una tercera vela.Y cuanto más veloz se deslizaba la barca, más notas brotaban de la guitarra y más velas se encendían entre los túmulos sobre las colinas pedregosas. Una docena, un centenar, mil bujías se encendieron, y al fin parecía que la gran constelación de Andrómeda hubiese caído del cielo y se hubiera echado aquí a descansar en el corazón de la casi medianoche mexicana.La barca golpeó contra la orilla. Los chicos cayeron a tierra. Miraron en torno, pero Mortajosario había desaparecido. Sólo quedaba el sudario vacío en el fondo de la barca.Una guitarra los llamó. Una voz les cantó.
    Un camino que parecía un río de piedras blancas y rocas blancas los llevó a la ciudad que parecía un cementerio, a un cementerio que parecía... ¡una ciudad! Porque no había gente en el pueblo.Los chicos llegaron al muro bajo del cementerio y luego a las enormes puertas de hierro labrado. Se tomaron de los barrotes y espiaron dentro.–¡Caramba! –jadeó Tom–. ¡Nunca vi nada igual!Ahora comprendían por qué el pueblo estaba vacío. Porque el cementerio estaba lleno.Junto a cada tumba una mujer se arrodillaba a colocar arcos de gardenias, azaleas o caléndulas sobre la lápida.Junto a cada tumba una hija se arrodillaba a encender una nueva vela o alguna que se acababa de apagar.Junto a cada tumba un niño callado de brillantes ojos castaños, que llevaba en una mano una miniatura de cortejo fúnebre de papel maché pegado a un tejamanil, y en la otra mano una calavera de papel maché que contenía arroz o nueces y sonaba como una matraca.–Mirad –cuchicheó Tom.Había centenares de tumbas. Había centenares de mujeres. Había centenares de hijas. Había centenares de hijos. Y centenares y millares de candelas. El cementerio entero era un enjambre de destellos como si todo un pueblo de luciérnagas hubiese oído hablar de una Gran Convocatoria y hubiese volado aquí a quedarse y llamear sobre las lápidas e iluminar los rostros morenos, los ojos obscuros, las negras cabelleras.–A la flauta –dijo Tom casi entre dientes–. En nuestro país nunca vamos al cementerio, excepto quizá el Día de los Muertos por la Patria, una vez por año, y siempre a mediodía, a pleno sol, nada divertido. Esto en cambio, esto sí que es... ¡divertido!–¡Seguro! –suspiraron, chillaron todos. –¡El Día de las Brujas mexicano es mejor que el nuestro!Pues sobre cada tumba había fuentes de bizcochos que parecían sacerdotes funerarios, o esqueletos o fantasmas, esperando ser mordidos por... ¿los vivos? ¿O por fantasmas que acaso acudirían al amanecer, solitarios y hambrientos? Nadie lo sabía. Nadie lo dijo.

  4. #74
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    Predeterminado Re: Usos y costumbres.

    Y cada niño dentro del cementerio, junto a la hermana y la madre, depositaba sobre la tumba la miniatura de cortejo fúnebre. Y todos veían la diminuta criatura de bizcocho en el diminuto ataúd de madera ante un altar diminuto con cirios diminutos. Y alrededor del diminuto ataúd estaban los diminutos monaguillos con cabeza de cacahuete y ojos pintados en las cascaras. Y frente al altar un cura con una cabeza de grano de maíz, y vientre de nuez. Y sobre el altar una fotografía de la persona del ataúd, antes una persona real; ahora recordada.–Mejor y más que mejor –susurró Ralph.–¡Cuevos! –cantó una voz lejana en lo alto de la loma.En el cementerio, las voces corearon la canción.Recostados contra los muros del cementerio, algunos con guitarras en las manos o botellas, estaban los hombres de Ja aldea.–Cuevos de los Muertos –cantó la voz lejana.–Cuevos de los Muertos –cantaron los hombres en las sombras del camposanto.–Calaveras –tradujo Tom–. Las calaveras de los muertos.–Calaveras, dulces calaveras de azúcar, dulces calaveras de caramelo, calaveras de los muertos –cantó la voz, ahora más cercana.Y por la colina, caminando suavemente entre las sombras, bajaba un jorobado Vendedor de Calaveras.–No, no jorobado –dijo Tom, casi en voz alta.–Trae todo un cargamento de calaveras –gritó Ralph.–Calaveras dulces, dulces calaveras blancas de cristal de azúcar –pregonaba el Vendedor, la cara oculta bajo un ancho sombrero. Pero la voz que canturreaba dulcemente era la de Mortajosario.Y de una larga caña de bambú que llevaba sobre los hombros, colgadas de hilos negros, docenas y veintenas de calaveras de azúcar tan grandes como las cabezas de los muchachos. Y todas las calaveras tenían una inscripción.–¡Nombres! ¡Nombres! –canturreaba el viejo Vendedor–. ¡Dime tu nombre y te daré tu calavera!–Tom –dijo Tom.El viejo arrancó una calavera. Sobre ella, con grandes letras, estaba escrito:TOM.Tom la recibió y sostuvo entre los dedos su propio nombre, su propia calavera dulce y comestible.–Ralph.Una calavera con el nombre ralph voló por el aire. Ralph la atajó muerto de risa.En un rápido juego, la mano descarnada arrancaba y lanzaba dulcemente al aire fresco calavera tras calavera:¡HENRY-TRAMPITAS! ¡FRED! ¡GEORGE! ¡CEPILLO!¡J. J.! ¡WALLY!Los chicos, bombardeados, chillaban y bailaban alrededor bajo la pedrea de sus propias calaveras y sus propios ufanos nombres incrustados en azúcar sobre las blancas frentes de estas calaveras. Atraparon al vuelo las espléndidas bombas y casi las dejaron caer.Se quedaron inmóviles, boquiabiertos, mirando los azucarados dulces mortuorios en las manos pegajosas.Y en el interior del cementerio, unas voces masculinas de soprano cantaron:Roberto... María... Conchita... Tomás. Calavera, Calavera, dulces huesos de caramelo.Tu nombre en la nívea y dulce calavera busca corriendo calle abajo. Cómprala en las blancas pilas de la plaza. ¡Compra y come! ¡Muerde el nombre! Los chicos alzaron las dulces calaveras.Muerde la T y la O y la M. ¡Tom! Masca la Tra, traga la M, digiere la Pi, y escupe la Tas. ¡Trampitas! Se les hacía agua la boca. Pero ¿era veneno lo que tenían en las manos? ¿Lo imaginas? Tanta felicidad, tanta alegría cuando los niños comen obscuridad, devoran noche.¡Qué delicia! ¡Pega un mordisco! ¡Mastica esa bonita cabeza de caramelo!Los chicos se llevaron a los labios los dulces nombres de caramelo y ya iban a hincarles el diente cuando...–¡Ole!Una pandilla de chiquillos mexicanos apareció corriendo y llamándolos, arrebatando calaveras.–¡Tomás!Y Tom vio a Tomás huir con la calavera que decía Tom.–¡Caramba! –dijo Tom–. ¡Se parecía a... mí!–¿De veras? –dijo el Vendedor de Calaveras.–¡Enrique! –gritó un indiecito, apoderándose de la calavera de Henry-Trampitas.Enrique echó a correr colina abajo.–¡Se parecía a mil –dijo Henry-Trampitas.–Claro que sí –dijo Mortajosario–. De prisa, muchachos, a ver qué están tramando. ¡No perdáis de vista vuestros dulces cráneos!Los chicos dieron un salto.Pues en ese mismo momento una explosión estremeció allá abajo las calles del pueblo. Luego otra explosión, y otra, ruegos artificiales.Los chicos echaron una última mirada a las flores, las tumbas, los bizcochos, la comida, las calaveras sobre las tumbas, los funerales en miniatura con cuerpos, ataúdes y cirios en miniatura, mujeres hincadas, niños solitarios, niñas, hombres, y luego dieron media vuelta y se lanzaron colina abajo hacia los petardos.Tom y Ralph y todos los otros chicos disfrazados llegaron corriendo a la plaza, jadeantes. Miles de diminutos petardos estallaron alrededor de los niños, que se detuvieron en seco y bailotearon un rato. Las luces estaban encendidas. De pronto las tiendas se abrieron.Y Tomás y José Juan y Enrique, a los gritos, encendían y arrojaban petardos.–¡Eh, Tom, de mi parte, de Tomás! Tom vio que sus propios ojos chisporroteaban en la cara de aquel huraño muchacho.–¡Eh, Henry, esto de parte de Enrique! ¡Pum! – esto... ¡Pum! ¡De José Juan!–¡Oh, esta es la mejor de todas las Noches de Brujas! –dijo Tom.Y lo era.Pues en ninguna de aquellas salvajes correrías habían ocurrido tantas cosas que pudieran verse, olerse y tocarse.En todos los callejones, puertas y ventanas había montañas de calaveras de azúcar con hermosos nombres.De todos los callejones llegaba el tap-tap de los escarabajos fabricantes de ataúdes, que clavaban, martillaban. Las tapas de los ataúdes redoblaban como tambores de madera en la noche.En todas las esquinas había pilas de periódicos con la foto del alcalde pintado como un esqueleto, o del Presidente todo huesos, o de la más hermosa de las doncellas disfrazada de xilofón, y la Muerte tocaba una melodía en las costillas musicales.–Calavera, Calavera, Calavera... –la canción bajaba flotando desde la colina–. Ved a los políticos enterrados en las noticias, descansa en paz debajo de los nombres. ¡Así es la fama!¡Ved los esqueletos acróbatas, encaramados en los hombros de otros esqueletos! ¡Predican sermones, practican atletismo! Pequeños futbolistas, pequeños luchadores, pequeños esqueletos que saltan y se caen. ¿Soñaste alguna vez que la muerte pudiese ser tan pequeña? Y la canción decía la verdad. En dondequiera que los muchachos mirasen había acróbatas, trapecistas, jugadores de basquet, sacerdotes, malabaristas, volatineros en miniatura, pero todos eran esqueletos mano a mano, hombro a hombro huesudos y todos eran bastante pequeños como para llevarlos en los dedos.Y allá en una ventana había toda una orquesta de jazz microscópica con un esqueleto trompetista y un esqueleto baterista y un esqueleto que tocaba una tuba no más grande que una cuchara sopera y un esqueleto director con un brillante birrete en la cabeza y una batuta en la mano, y de los cornos diminutos brotaba una música diminuta.Nunca en la vida los chicos habían visto tantos... ¡huesos!–¡Huesos! –todo el mundo se reía–. ¡Oh, preciosos huesos!La canción empezó a apagarse:Sostiene en tus palmas la fiesta obscura,muérdela, trágala y sobrevive,emerge del lejano túnel negro del Día de Muerte y regocíjate, ah, regocíjate de estar. . ¡vivo!Calavera... Calavera...Los periódicos, orlados de negro, volaron con el viento en funerales blancos.Los chicos mexicanos corrieron colina arriba a reunirse con sus familias.–Oh, qué extraño, qué cosa tan rara –murmuró Tom.–¿Qué? –le dijo Ralph, junto a el.–Allá, en Illinois, hemos olvidado de qué se trata. Quiero decir los muertos, allá en nuestro pueblo, esta noche, diantre, nadie piensa en ellos. Nadie los recuerda. A nadie le importan. Nadie va a sentarse a conversar con ellos. Eso sí que es soledad.Eso es verdaderamente triste. Mientras que aquí, bueno... Es alegre y triste al mismo tiempo. Aquí en la plaza todo son petardos y esqueletos de juguete, y allá arriba en el cementerio todos los mexicanos muertos reciben las visitas de los parientes, y flores y velas y cantos y dulces. Quiero decir que es casi como el Día de Gracias ¿no? Y todos se sientan a comer, pero sólo la mitad puede comer, pero eso no tiene importancia, están allí. Es como tomarse de las manos con los amigos en una sesión de espiritismo, sólo que algunos de los amigos ya no están. Oh, diantre, Ralph.–Sí –dijo Ralph asintiendo detrás de su máscara–. Diantre.–Mirad, oh, mirad allí –dijo J. J.Los chicos miraron.En lo alto de un montículo de calaveras de azúcar blanca había una con el nombre de pipkin.La dulce calavera de Pipkin, pero... en ninguna parte, entre las explosiones y los huesos bailarines y las calaveras volantes había ni siquiera una mota de polvo o un gañido o una sombra de Pip.Se habían acostumbrado tanto a que Pipkin les deparase fantásticas sorpresas, apareciendo en los muros de Notre Dame, o apretujado en un sarcófago de oro, y habían esperado que Pipkin, como un muñeco de resorte, saltara de pronto de una montaña de calaveras de azúcar, les sacudiera una mortaja en las caras y se pusiera a cantar.Pero no. De pronto, nada de Pip. Ni rastros de Pip.Y tal vez nada de Pip nunca más. Los muchachos se estremecieron. Un viento frío sopló una niebla desde el lago.

    Por la obscura calle nocturna, a la vuelta de una esquina, apareció una mujer que llevaba sobre los Hombros dos vasijas gemelas repletas de carbones encendidos. De esos montones de ascuas encarnadas brotaban unas luciérnagas de chispas que volaban con el viento. Por donde pasaba con los pies desnudos dejaba una estela de chispas que pronto se extinguían. Sin una palabra, arrastrando los pies, dobló en otra esquina, se internó en un callejón, y desapareció.Tras ella iba un hombre llevando sobre la cabeza, ligero, ligero como una pluma, un pequeño ataúd.Era una caja de madera blanca común y cerraba con clavos. A los costados y sobre la tapa de la caja había baratas rosetas de plata, flores de seda y de papel hechas a mano.Dentro del cajón estaba...Los muchachos tenían los ojos fijos en ese cortejo fúnebre de dos. Dos, pensó Tom. El hombre y el cajón, sí, y lo que iba dentro del cajón.El hombre, solemne el rostro, balanceando el ataúd en lo alto de la cabeza, entró muy erguido en la iglesia cercana.–Era... –tartamudeó Tom– ¿era otra vez Pipkin el que estaba dentro de ese cajón?–¿Qué te parece a ti, hijo? –preguntó Mortajosario.–No sé –lloriqueó Tom–. Sólo sé que ya he tenido bastante. La noche ha sido demasiado larga. He visto demasiado. Lo sé todo, diantre, ¡todo!–Sí –dijeron los otros, apeñuscándose, tiritando.–Y tenemos que volver a casa ¿no? ¿Y qué pasa con Pipkin, dónde anda? ¿Está vivo o está muerto? ¿Podemos salvarlo? ¿Se ha perdido? ¿Hemos llegado demasiado tarde? ¿Qué hacemos?–¡Qué! –gritaron todos y las mismas preguntas les volaban de las bocas, estallaban, y les manaban de los ojos. Todos se aferraron a Mortajosario como si quisieran obligarlo a contestar, arrancarle la respuesta de los huesos.–¿Qué hacemos?–¿Para salvar a Pipkin? Una última cosa. ¡Mirad ese árbol!Del Árbol de las Brujas colgaba una docena de piñatas*: diablos, fantasmas, calaveras, brujas que se mecían con el viento.–¡Romped vuestra piñata, chicos!Les pusieron palos en las manos.–¡Golpead!Gritando, golpearon. Las piñatas se hicieron pedazos.Y de la piñata Esqueleto cayó una lluvia de mil hojas-esqueletos. Revolotearon en enjambre sobre Tom. El viento se llevó consigo los esqueletos, las hojas y a Tom.Y de la piñata Momia cayeron centenares de frágiles momias egipcias que levantaron vuelo hacia el cielo, y Ralph con ellas.Y así cada chico golpeó, rompió, y dejó en libertad infinidad de imágenes de ellos mismos que danzaban como las mosquitas del vinagre, y así los diablos, las brujas, los fantasmas gritaron y se aferraron y todos los chicos y las hojas rodaron por el cielo, y tras ellos Mortajosario riendo a carcajadas.* En español en el original.

    Rebotaron en los últimos callejones del pueblo. Retumbaron y patinaron como piedras en las aguas del lago......para aterrizar rodando en una confusión de rodillas y codos sobre una colina todavía más lejana. Por fin consiguieron sentarse.Se encontraban en un cementerio abandonado sin gente ni luces. Sólo piedras como inmensas tortas de bodas, recubiertas de antigua luz lunar.Y mientras observaban, Mortajosario, aterrizando con ligereza sobre sus pies, con un movimiento rápido y silencioso, se agachó. Tomó un barrote de hierro que asomaba de la tierra. Tiró. Unos goznes rechinaron y una puerta trampa se abrió en el suelo.Los chicos se aproximaron al borde de la gran caverna.–Cat... –tartamudeó Tom–. ¿Catacumbas?–Catacumbas –Mortajosario señaló.Las escaleras descendían en la seca tierra polvorienta.Los muchachos tragaron saliva.–¿Pip está ahí abajo?–Id a buscarlo, muchachos.–¿Está solo ahí abajo?–No. Hay cosas con él. Cosas.–¿Quién va primero?–¡Yo no!Silencio.–Yo –dijo Tom al fin.Puso el pie en el primer escalón. Se hundió en la tierra. Dio otro paso. Y de repente desapareció.Los otros lo siguieron.Bajaron los peldaños en fila india y con cada escalón que bajaban la obscuridad era más obscura y con cada escalón que bajaban el silencio era más silencioso y con cada escalón que bajaban la noche se ahondaba como un pozo muy negro y con cada escalón que bajaban los acechaban las sombras y parecían abalanzárseles desde los muros y con cada escalón que bajaban unas criaturas extrañas parecían sonreírles desde la gran caverna que los esperaba allá abajo. Racimos de murciélagos parecían colgar apenas por encima de las cabezas de los niños, con chillidos tan altos que no se oían. Sólo los perros alcanzaban a oírlos, se ponían histéricos, abandonaban allí los pellejos de perro, y huían despavoridos. Con cada escalón que bajaban el pueblo se alejaba y la tierra y toda la buena gente de la tierra. Hasta el cementerio de la colina parecía distante. Se sentían abandonados. Se sentían tan solos que tenían ganas de llorar.Porque cada escalón que bajaban los separaba un billón de kilómetros de la vida y las camas tibias y la buena luz de las velas y las voces maternas y el humo de la pipa de papá que carraspeaba de noche de modo que uno se sentía bien sabiendo que estaba allí en algún lugar de la obscuridad, vivo y dándose vuelta en sueños y capaz de golpear con los puños cualquier cosa que fuera necesario golpear.Escalón tras escalón y por último al pie de la escalera, escudriñaron la larga caverna, el largo recinto.Y allí estaba toda la gente, y muy callada.Habían estado callados durante largo tiempo.Algunos de ellos habían estado callados durante treinta años.Algunos habían permanecido en silencio desde hacía cuarenta años.Algunos se habían quedado mudos durante setenta años.–Ahí están –dijo Tom.–¿Las momias? –susurró alguien.–Las momias.Una larga fila de momias, de pie contra los muros. Cincuenta momias contra el muro derecho.

  5. #75
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    Predeterminado Re: Usos y costumbres.

    Cincuenta momias contra el muro izquierdo. Y cuatro momias esperando en la obscuridad contra el muro del fondo. Ciento cuatro momias secas como polvo, más solitarias que ellos, más solas de lo que ellos pudieran sentirse jamás en la vida, aquí abandonadas, olvidadas, lejos de los ladridos de los perros y de las luciérnagas y de las dulces canciones de los hombres y las guitarras en la noche.–Caramba –dijo Tom–. Toda esta pobre gente. Oí hablar de ellos.–¿Cómo?–Los familiares no pudieron pagar el arrendamiento de las tumbas, y entonces el sepulturero los desenterró y los puso aquí abajo. La tierra es tan seca que los momifica. Y mirad, observad cómo están vestidos.Los chicos miraron y advirtieron que algunas momias viejas vestían ropas de labriegos, o de muchachas campesinas, o trajes obscuros de comerciantes, y hasta había un torero en polvoriento traje de luces. Pero dentro de los trajes todo era huesos frágiles y piel y telas de araña y polvo que caía en sacudidas entre las costillas si uno estornudaba estremeciéndolos.–¿Qué es eso?–¿Qué, qué?–¡Sssst!Todos escucharon.Escudriñaron la larga bóveda.Todas las momias los miraron con ojos vacíos. Todas las momias esperaron con las manos vacías.Alguien estaba llorando en el fondo del recinto largo y obscuro.–Ahhh... –llegaba el sonido.–Oh... –llegaba el llanto.–iiii... –lloraba la vocecita.–Es... pero si es Pip. Lo oí llorar una sola vez, pero es él, Pipkin. Y está prisionero allí, en la catacumba.Los chicos miraron.Y vieron, treinta metros más allá, acurrucada en un rincón, atrapada en la parte más distante de la catacumba, una pequeña figura que... se movía. Se le sacudían los hombros. Agachaba la cabeza y se la cubría con manos trémulas. Y detrás de las manos la boca gemía, asustada.–¿Pipkin... ?El llanto cesó.–¿Eres tu? –susurró Tom.Una larga pausa, un suspiro tembloroso, y luego:–...sí.–Cuernos, Pip ¿qué haces aquí?–¡No sé!–¿Puedes salir?–N... no puedo. ¡Tengo miedo!–Pero, Pip, si te quedas allí...Tom se interrumpió.Pip, pensó, si te quedas, te quedas para siempre. Te quedas con todo el silencio y con los solitarios. Te sumas a la larga hilera y los turistas vienen a mirarte y compran entradas para mirarte un poco más. Tú...–¡Pip! –dijo Ralph detrás de su máscara–. Tienes que salir.–No puedo –sollozó Pipkin–. Ellos no me dejarán.–¿Ellos?Pero sabían que hablaba de la larga hilera de momias. Para poder salir tendría que abrirse paso entre la doble fila de pesadillas, misterios, terrores, horrores y espectros.–Ellos no pueden detenerte, Pip.Pip dijo:–Oh, sí, pueden.–... pueden... –repitieron los ecos en lo más profundo de la catacumba.–Tengo miedo de salir.–Y nosotros tenemos... –dijo Ralph.Miedo de entrar, pensaron todos.–Tal vez si eligiésemos un valiente... –dijo Tom, y se interrumpió.Porque Pipkin estaba llorando otra vez, y las momias esperaban y la noche era tan obscura en el largo recinto de la tumba que te hundirías directamente a través del suelo si dabas un paso adelante, y nunca más volverías a moverte. El suelo te tomaría por los tobillos con mármol de huesos sujetándote hasta que el frío glacial te congelase para siempre en una estatua de polvo seco.–A lo mejor si entramos todos juntos, todos de golpe... –dijo Ralph.Lo intentaron.Como una gran araña de muchas patas, trataron de cruzar juntos la puerta. Dos pasos adelante, un paso atrás. Un paso adelante, dos pasos atrás.–¡Ahhhhh! –lloró Pipkin.Los chicos tropezaron unos con otros, y retrocedieron confusamente hasta la puerta, aullando terrores y pavores. Los niños oyeron un alud de dolorosos latidos que les golpeó dentro del pecho.–Oh, diantre, ¿qué vamos a hacer, él tiene miedo de salir, nosotros miedo de entrar, qué, qué? –gimió Tom.Detrás de ellos, recostado contra la pared, estaba Mortajosario, olvidado. La llamita de una sonrisa titiló y se le extinguió entre los dientes.–Aquí, muchachos. Salvadlo con esto.Mortajosario metió la mano en el albornoz negro, y sacó la ya familiar calavera de azúcar blanca, en cuya frente estaba escrito:¡PIPKIN!–Salvad a Pipkin, chicos. Hagamos un pacto.–¿Con quién?–Conmigo y otros innominados. Aquí la tenéis. Romped esta calavera en ocho deliciosos trocitos, muchachos, y distribuidlos entre vosotros. La P para ti, Tom y la I para ti, Ralph, y la mitad de la otra P para ti, Trampitas, y la otra mitad para ti, J. J., y un pedacito de la K para ti, muchacho, y otro para ti, y aquí están la I y la N final. Tocad los dulces trocitos, hijos. Escuchad. Este es el pacto tenebroso. ¿De verdad queréis que Pipkin viva? La pregunta provocó un estallido de furiosas protestas, y Mortajosario retrocedió. Los chicos ladraban como perros sólo porque Mortajosario había preguntado si deseaban que Pipkin viviera.–Está bien, está bien –los apaciguó–. Veo que sois sinceros. Bueno, entonces ¿cederéis, cada uno de vosotros, el último año de vuestras vidas, muchachos?–¿Qué? –dijo Tom.–En serio, muchachos, un año, un precioso año del casi extinguido cabo de vela de vuestras vidas. Un año por cabeza, y podréis rescatar al muerto Pipkin.–¡Un año! –el susurro, el murmullo, la suma abrumadora corrió entre ellos. Era difícil de comprender. Un año tan remoto en el tiempo no era para nada un año. Los chicos de once o doce ni siquiera pueden imaginarse a hombres de setenta–. ¿Un año? ¿un año?, seguro, ¡por qué no! Si...–Pensad, muchachos, ¡pensad! Este no es un pacto en el aire, firmado con la Nada. Hablo en serio. Es real y concreto. Es una grave decisión la que tomáis, y un pacto muy serio el que firmáis."Cada uno de vosotros ha de prometer que dará un año. Naturalmente, ahora no echaréis de menos un año, porque sois muy jóvenes, y tanteando vuestras mentes puedo ver que ni siquiera adivináis la situación final. Sólo más tarde, cincuenta años a contar de esta noche, o a sesenta años de este amanecer, cuando se os esté acabando el tiempo y deseéis fervientemente uno o dos días más de sol y felicidad, entonces será cuando el señor D por Destino o el señor H por Huesos os presentarán la cuenta. O acaso venga yo mismo, el viejo Mortajosario en persona, un amigo de los niños, y os diga "pagad". Así que un año prometido es un año perdido. Yo os diré "dad" y vosotros daréis."¿Qué significará esto para cada uno de vosotros? "Significará que aquellos que podrían vivir hasta los setenta y uno tendrán que morir a los setenta. Aquel que podría vivir hasta los ochenta y seis tendrá que despedirse de su sombra a los ochenta y cinco. Esos son muchos años. Un año más o menos no parece gran cosa. Cuando llegue el momento, muchachos, puede que lo lamentéis. Pero podréis decir, este año lo pasé bien, lo di por Pip, se lo presté a la vida para el querido Pipkin, da más hermosa de las manzanas que estuvo a punto de caer del árbol antes de tiempo. Alguno de vosotros a los cuarenta y nueve tendrá que tachar la vida a los cuarenta y ocho. Y algún otro a los cincuenta y cinco, se echará a dormir el Sueño Eterno a los cincuenta y cuatro. ¿Entendéis ahora todo el significado de este pacto, muchachos? ¿Sabéis sumar? ¿Es una aritmética clara? ¡Un año! ¿Quién ofrece trescientos sesenta y cinco días enteros de su propia alma, para rescatar al viejo Pipkin? Pensad, muchachos. Silencio. Luego, hablad.Hubo un largo silencio meditativo de estudiantes de aritmética haciendo sumas mentales.Y en verdad, sumaron rápidamente. ¡No vacilaron, aunque sabían que con el correr de los años quizá lamentaran esta aterradora precipitación! Y sin embargo ¿qué otra cosa podían hacer? Sólo alejarse a nado de la orilla para salvar al muchacho que se ahogaba antes que se hundiese una última vez en un polvo tenebroso.–Yo –dijo Tom–. Yo doy un año.–Y yo –dijo Ralph.–Yo también entro –dijo Henry–Trampitas.–¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! –dijeron todos los demás.–¿Sabéis lo que dais, chicos? Entonces, ¿queréis de veras a Pipkin?–¡Sí, sí!–Sea, chicos. Masticad y comed, hijos, comed y masticad.Se metieron en la boca los dulces trocitos de caramelo de calavera.Masticaron. Comieron.–Tragad obscuridad, entregad vuestro año.Tragaron con tanto empeño que los ojos les centellearon, los oídos les retumbaron, y los corazones les latieron con fuerza.Tuvieron la sensación de que los pechos y los cuerpos se les abrían como una jaula echando a volar pájaros invisibles. Vieron sin ver los años que habían dado como aladas ofrendas que revoloteaban por el mundo para posarse en alguna parte en buen pago de deudas extrañas.Oyeron un grito:–¡Aquí!Y luego: –¡Yo!Y luego: –¡Voy!
    Pum, pum, pum, las tres palabras y el eco de tres pisadas que golpeaban la piedra.
    Y a lo largo del corredor, entre la doble hilera de momias que se inclinaban para detenerlo, pero no lo detenían, en medio de silenciosos gritos y alaridos, endemoniado, veloz como el rayo, a la carrera, sacando chispas de las piedras, braceando, hinchando los carrillos, cerrando los ojos, dilatando las fosas nasales, y batiendo, batiendo, batiendo el suelo con pies que subían y bajaban, subían y bajaban, venía...Pipkin.¡¡¡Oh, cómo corría!!!–Mira cómo viene. Vamos, Pip.–¡Pip, estás por la mitad!–¡Míralo correr! –decían todos con el caramelo de azúcar en la boca, con el honorable nombre de Pipkin aprisionado entre los dulces dientes, con el sabor de Pipkin entre las mandíbulas, con el hermoso nombre sobre las lenguas, Pip, Pip, ¡Pipkin!–No te detengas ahora, Pipkin. ¡No te des vuelta!–¡No te caigas!–Aquí viene, ¡ya ha recorrido tres cuartos del camino!Pip corría. Era bueno y fantástico y veloz y perfecto. Sin ser tocado y sin volver la cabeza, corrió entre las cien momias... y ganó la carrera.–¡Pip, lo hiciste!–¡Estás a salvo!Pero Pipkin seguía corriendo, no sólo entre los muertos sino entre los amigos afectuosos, sudorosos y vivos, que aullaban de alegría.Apartó a los muchachos y desapareció escaleras arriba.–¡Pip, todo va bien, vuelve!Corrieron tras él escaleras arriba.–¿Adonde va, señor Mortajosario?–Bueno, me imagino que asustado como está –dijo Mortajosario– se va a su casa.–¿Pipkin está... a salvo?–Vamos a ver, chicos. ¡Arriba!Mortajosario giró como un remolino. Los brazos extendidos cortaban el aire en copos y tajadas.Tan rápidamente giraba que provocó un vacío, una tormenta propia. Ese ciclón, ese gigantesco pozo de aire, tomó entonces a los chicos por la nariz, la oreja, el codo, los dedos de los pies.Como otras tantas hojas arrancadas de un árbol, subieron al cielo a puro grito. Mortajosario se precipitó hacia lo alto. Y ellos, si eso es posible, se lanzaron detrás como plomadas. Chocaron contra las nubes con un estallido de metralla. Seguían a Mortajosario como una bandada de pájaros que volara al norte, volviendo al hogar antes de la estación propicia.La tierra pareció dar una media vuelta de norte a sur. Allá abajo pasaban mil pequeñas aldeas y pueblos vertiginosos, velas encendidas en los cementerios de todo México, velas titilando en calabazas al norte de la frontera en Texas y luego Oklahoma y Kansas y Iowa y por último Illinois y por último:–¡En casa! –gritó Tom–. Allí está el tribunal, allí está mi casa, ¡allí está el Árbol de las Brujas!Volaron una vez alrededor del tribunal y dos veces alrededor del Árbol de las mil calabazas encendidas, y por último alrededor de la alta casa del viejo Mortajosario, con muchos aleros, muchos cuartos, muchas ventanas boquiabiertas, altos pararrayos, barandillas, desvanes, volutas, donde gemía el viento. El polvo se alzaba en las ventanas dándoles la bienvenida. En otras ventanas los visillos aleteaban como antiguas lenguas que se exhibían para que unos doctorcillos en extrañas medicinas traídos por el viento diagnosticaran el mal. Unos fantasmas se marchitaban como flores blancas, plegándose y desplegándose en banderas enmohecidas que ahora caían en jirones.Y la casa entera era como un compendio de las Noches de Brujas de todos los Tiempos. Así lo gritó Mortajosario, agitando los antiguos brazos y telarañas y sedas negras mientras se posaba en el tejado y les indicaba a los chicos que bajaran, señalando a través de una inmensa claraboya desde donde se veían todos los pisos de la mansión.Los muchachos se reunieron alrededor de la lucerna y miraron el pozo de una escalera que llevaba a varios pisos de distintos tiempos e historias de hombres y esqueletos y músicas escalofriantes tocadas en flautas de huesos.–Allí está, chicos. ¿Queréis mirar? ¿Lo veis? Allí está todo nuestro vuelo de diez mil años, allí está todo nuestro viaje en un solo lugar, desde los cavernícolas a los egipcios, pasando por los pórticos romanos y las praderas inglesas de otoño hasta los osarios mexicanos.Mortajosario levantó la tapa de la enorme claraboya.–El pasamanos de la escalera, chicos. ¡Bajad por él! Cada uno a su propio tiempo, su propia edad, su propio nivel. Allí donde corresponda a vuestro disfraz, allí donde os parezca que es vuestro sitio, y también el sitio del disfraz y la máscara, ¡allí saltad ¡ Adelante!Los muchachos saltaron. Se dejaron caer por el pozo de la escalera hasta el rellano superior. Entonces, uno tras otro, montaron el pasamanos y resbalaron gritando a través de todos los pisos, todos los niveles, todas las épocas de la historia guardadas en la increíble mansión de Mortajosario.Vuelta tras vuelta, vuelta tras vuelta bajaban, veloces como rayos, resbalaban, se deslizaban por el encerado pasamanos.¡Rrruuum-pum! J. J. disfrazado de Hombre-Mono, aterrizó en el sótano. Miró alrededor. Vio pinturas rupestres, humos tenues y fogatas, y sombras de torpes hombres-gorilas. Unos dientes de sable le clavaban una mirada feroz a la lumbre de los rescoldos.Caracoleando bajaba Ralph, el Niño Egipcio Momificado, vendado por toda la eternidad, para aterrizar en el primer rellano, donde jeroglíficos egipcios se pavoneaban en ejércitos de símbolos, con escuadrones de pájaros antiguos en los cielos y manadas de dioses-bestias y escurridizos escarabajos de oro que hacían rodar pelotillas de estiércol todo a lo largo de la historia.¡Pum! Cepillo Nibley, con la guadaña que de algún modo aún le brillaba en las manos, cayó y rodó transformándose casi en picadillo en el segundo piso, donde la sombra de Samhain, el Dios de los Muertos druida, ¡blandía una guadaña sobre la pared de una cámara lejana!¡Pum! George Smith, ¿fantasma griego, espectro errante romano? aterrizó en el tercer piso cerca de los pórticos embreados que retenían en los umbrales a las viejas almas en pena.¡Pum! ¡Henry-Trampitas, la Bruja, se zambulló en el cuarto rellano, entre brujas que saltaban hogueras en las campiñas de Inglaterra, Francia y Alemania!¿Fred Fryer? El quinto piso recibió el montón de harapos, y el Mendigo aterrizó entre los lamentos de los mendigos que pedían limosna por los caminos de la campiña irlandesa, muertos de hambre.Wally Babb, la Gárgola, voló y se estrelló en el sexto piso, donde de las paredes brotaban codos y miembros y jibas, muecas del mejor humor gargoliano, y miradas socarronas.

  6. #76
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    Predeterminado Re: Usos y costumbres.

    Hasta que por último Tom Esqueleto patinó saliendo de la barandilla en el piso más alto y cayó rodando y volteando blancas calaveras de azúcar como en una tenebrosa partida de bolos entre las sombras de mujeres acuclilladas junto a los túmulos, con diminutas bandas de esqueletos que tocaban melodías de mosquito mientras Mortajosario, allá arriba, siempre en el tejado, gritaba:–Bueno, muchachos ¿lo habéis visto? Es todo uno, ¿sí?–Sí –murmuró alguien.–Siempre lo mismo pero diferente ¿eh?, cada época, cada tiempo. El día siempre acababa. Siempre caía la noche. ¿Y no es verdad que siempre teméis, tú, Hombre-Mono, tú, Momia, que nunca vuelva a salir el sol?–Sssííí– susurraron varios más.Y miraron arriba todos los niveles de la casona, vieron todas las épocas, todos los pisos, y a todos los hombres de la historia que escudriñaban alrededor mientras el sol salía y se ponía. Los Hombres-Monos temblaban. Los egipcios gritaban quejumbrosos. Griegos y romanos paseaban a sus muertos. Moría el verano.
    El invierno lo metía en la tumba. Un billón de voces lloraba. El viento de los tiempos estremecía la casa alta. Las ventanas trepidaban, y como los ojos de los hombres, estallaban en lágrimas cristalinas.De pronto, con gritos de júbilo, ¡diez mil veces un millón de hombres saludaron alborozados a los ardientes soles estivales que despertaban incendiando ventanas!–¿Veis, hijos? ¡Pensad! La gente desaparecía para siempre. Morían, oh Señor, morían, pero volvían en sueños. A aquellos sueños se los llamaba Fantasmas, y aterrorizaron a los hombres de todas las épocas...–¡Ah! –gritó un billón de voces desde las buhardillas y los sótanos.Las sombras trepaban por las paredes como viejas películas reproyectadas en antiguos cines. Nubéculas de humo flotaban en las puertas con ojos tristes y bocas balbucientes.–Noche y día. Invierno y verano, chicos. Tiempo de sembrar y tiempo de re*****. Vida y muerte. Todo eso, sintetizado en una sola noche, es la Fiesta de las Brujas. Mediodía y medianoche. Nacer, chicos. Revolcarse, hacerse los muertos como los perros, hijos. Y levantarse otra vez, ladrando, corriendo a través de miles de años de muerte, todos los días y todas las noches una Noche de Brujas, chicos, todas las noches obscura y terrorífica hasta que por fin lo conseguisteis y os ocultasteis en ciudades y pueblos y descansasteis un poco y recuperasteis el aliento."Y empezasteis a vivir más y a tener más tiempo y a distanciar las muertes, y a desprenderos del miedo, y a tener por fin sólo unos días especiales cada año para pensar en la noche y el amanecer y en la primavera y el otoño y en nacer y morir."Todo se suma y se complementa. Cuatro mil años atrás, cien años atrás, este año, un lugar u otro, pero las celebraciones son siempre la misma...–La Fiesta de Samhain...
    –El Día de los Muertos Queridos...–Todas las Almas. Todos los Santos.–El Día de los Muertos.–El Día de Todos los Santos.–La Fiesta de las Brujas.Los chicos alzaban las frágiles voces, a través de los distintos niveles de tiempo, desde todos los países y todas las épocas, nombrando las festividades que eran siempre la misma.–Bien, hijos, bien.A lo lejos, el reloj de la torre dio las doce menos cuarto.–Casi medianoche, muchachos. La Fiesta de las Brujas está por terminar.–¡Pero! –gritó Tom–. ¿Qué hay de Pipkin? Lo hemos seguido a lo largo de la historia, lo hemos enterrado y desenterrado, lo hemos acompañado en cortejos fúnebres y llorado. ¿Está o no está vivo?–¡Sí! –gritaron todos–. ¿Lo hemos salvado?–¿Lo habréis salvado, de verdad? Mortajosario miraba fijamente en lontananza. Los chicos miraron con él, por encima de la cañada, hacia un edificio donde se estaban apagando las luces.–Ese es el hospital de Pipkin, muchachos. Pero probad en la casa. La última visita de la noche, el último gran "prenda o premio". Id en busca de las respuestas decisivas. ¡Señor Marley, acompáñelos a la puerta!Las puertas de entrada se abrieron ¡pum! de par en par.El llamador Marley de la puerta dejó caer la mandíbula vendada y les silbó buena suerte mientras los chicos resbalaban por el pasamanos y corrían hacia la puerta.Los detuvo un último grito de Mortajosario:–¡Chicos! Bueno ¿qué fué? Esta noche, conmigo: ¿prenda o -premio?Los chicos tomaron aliento, y estallaron a coro: –¡Caramba, señor Mortajosario... prenda y premio!¡Tap! resonó el llamador Marley. ¡Bam! golpeó la puerta.Y los muchachos se fueron corriendo y corriendo, cruzando la cañada y a lo largo de las calles, inhalando calientes bocanadas de aire, y las máscaras se les caían y ellos pasaban por encima, y al fin se detuvieron en la acera de la casa de Pipkin y miraron el hospital a lo lejos, y otra vez la puerta de la casa de Pipkin.–Ve tú, Tom, tú –dijo Ralph.Y Tom se acercó lentamente a la casa y puso el pie en el primer escalón y luego en el segundo y se aproximó a la puerta, temiendo llamar, temiendo encontrar la respuesta definitiva acerca del viejo Pipkin. ¿Pipkin muerto? ¿Pipkin en el último funeral? ¿Pipkin, Pipkin desaparecido para siempre? ¡No!Golpeó a la puerta.Los chicos esperaban en la acera.La puerta se abrió. Tom entró. Los chicos aguardaron en la acera largo rato sintiendo el frío y dejando que el viento les congelase los más tristes pensamientos.¿Bueno? gritaban en silencio hacia la casa, hacia la puerta cerrada, hacia las ventanas a obscuras, ¿bueno?, ¿bueno? ¿Qué? Y luego, por fin, la puerta se abrió otra vez y Tom salió y se detuvo en el porche, sin saber dónde estaba.Entonces Tom alzó los ojos y vio a sus amigos que lo esperaban a un millón de kilómetros de distancia.Tom saltó desde el porche gritando: –¡Oh diantre, diantre, diantre!Y corrió por la acera, gritando:–¡Está bien, está perfectamente bien! ¡Pipkin está en el hospital! ¡Le sacaron el apéndice hoy a las nueve de la noche! ¡Justo a tiempo! ¡El doctor dice que está formidable!–¿Pipkin... ?–¿Hospital... ?–¿Formidable... ?Todos soltaron el aire como si los hubiesen golpeado en el estómago. Luego volvieron a aspirarlo y a exhalarlo en una gran ola, un alarido, un entrecortado grito de triunfo.–¡Pipkin, oh, Pipkin, Pip!Y se quedaron en el jardín y en la acera frente al porche y la casa de Pipkin mirándose unos a otros con aturdida curiosidad, y las sonrisas se les ensanchaban y los ojos se les llenaban de lágrimas y gritaban y las lágrimas de felicidad les corrían por las mejillas.–Hurra, hurra, hurra, hurra, hurra –dijo Tom, exhausto, y llorando de felicidad.–Puedes decirlo otra vez –dijo una voz, y todos lo repitieron a coro.Y allí, todos juntos, lloraron un buen llanto de felicidad.Y como toda la noche se estaba convirtíendo en un mar de lágrimas, Tom miró en derredor y los animó con un grito.–Mirad la casa de Pipkin. ¿No tiene un aspecto horrible? ¡Os diré lo que haremos!Y todos corrieron y volvieron trayendo cada uno una calabaza iluminada y las alinearon sobre el balaustre del porche, donde esperando el regreso de Pipkin exhibían unas dulces sonrisas maliciosas.Y se quedaron en el jardín contemplando el encantador espectáculo de todas aquellas sonrisas, los disfraces que colgaban en jirones de brazos y hombros y piernas y la pintura pastosa que goteaba y les corría por las caras, y un maravilloso cansancio feliz que les invadía los párpados, los brazos y los pies; pero no querían marcharse todavía.Y el reloj de la torre dio la medianoche... ¡bummm!
    Y otra vez bummm, hasta contar doce campanadas.Y la Fiesta de las Brujas había terminado.Y en todo el pueblo retumbaban las puertas al cerrarse y se apagaban las luces.Los chicos empezaron a dispersarse y a decir Noche y Noche y otra vez Noche y uno que otro Buenas Noches, pero casi siempre Noche, sí, Noche. Y el jardín quedó desierto, pero el porche de Pipkin rebosaba de luces de candelas y de olor a calabaza tostada y caliente.Y el Fantasma y la Momia y el Esqueleto y la Bruja y todos los demás estaban de vuelta en sus casas, en sus propios porches, y cada uno se volvió para mirar el pueblo y recordar esta noche especial que ya nunca podrían olvidar, y a través del pueblo miraron hacia los porches de los amigos, pero especialmente hacia la casa del otro lado de la cañada en cuyo tejado el señor Mortajosario estaba aún rodeado por una cerca erizada de escarpias.Los chicos saludaron, cada uno desde un porche.El humo, saliendo en volutas de la alta chimenea gótica de Mortajosario, flotó, se agitó, y devolvió el saludo.Y más puertas se cenaron de golpe en todas las casas del pueblo.Y con cada golpe se apagaba una calabaza más y luego otra y otra y otra en el inmenso Árbol de las Brujas. Por docenas, por centenares, por millares, golpeaban las puertas, y las calabazas cerraban los ojos, y las velas apagadas humeaban con deliciosos humos.La Bruja titubeó, entró, y cerró la puerta. Una calabaza con cara de Bruja se apagó. La Momia entró y cerró la puerta. La luz se extinguió en una calabaza con cara de Momia.Y por último, el único chico de todo el pueblo que aún estaba solo en un porche, Tom Skelton, disfrazado de calavera y huesos, sin ganas de entrar, queriendo extraerle una última gota a esa fiesta favorita, envió sus pensamientos por el aire nocturno hacia la extraña casa del otro lado de la cañada.Señor Mortajosario ¡quién es usted?Y el señor Mortajosario, allá arriba, en el tejado, le envió la respuesta:Creo que tú lo sabes, muchacho, creo que tú lo sabes.¿Volveremos a encontrarnos, señor Mortajosario?Dentro de muchos años sí, vendré por ti.Y un último pensamiento de Tom:Oh, señor Mortajosario, ¿dejaremos de tenerles miedo alguna vez a la noche y a la muerte? Y el pensamiento volvió: Cuando lleguéis a las estrellas, muchacho, si, y viváis para siempre allí, todos los miedos desaparecerán, y la Muerte misma morirá.Tom escuchó, oyó, y agitó la mano en silencio.A lo lejos, el señor Mortajosario alzó una mano.Clic. En la casa de Tom se cerró la puerta.En el gran Árbol, una calabaza-calavera estornudó y se apagó.
    El viento sacudió el gran Árbol de las Brujas, ahora con todas las luces apagadas excepto una calabaza en lo más alto de la copa.Una calabaza con los ojos y la cara del señor Mortajosario.En el tejado de la casa, el señor Mortajosario se inclinó, aspiró una bocanada de aire, y sopló.La vela en la cabeza-calabaza vaciló y se extinguió.Milagrosamente, de la boca, la nariz, las orejas, los ojos del señor Mortajosario, brotaron volutas de humo, como si el alma se le hubiese extinguido en los pulmones en el mismo momento en que la dulce calabaza dejaba escapar un perfumado espíritu de incienso.El señor Mortajosario se hundió en su casa. La puerta trampa del tejado se cerró detrás.Llegó el viento. Acunó todas las calabazas humeantes del inmenso y hermoso Árbol de las Brujas. Levantó un millar de hojas obscuras y las arrastró por el cielo y por la tierra hacia el sol que sin duda saldría otra vez.Así como el pueblo, el Árbol apagó los rescoldos de las sonrisas y se durmió.A las dos de la mañana, el viento volvió a buscar más hojas.

  7. #77
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    Predeterminado Re: Usos y costumbres.

    Caramba, rebelderenegado. De entrada me asustó. ¿Es que se pasó la noche escribiendo?. Luego veo que se trata de una obra de Bradbury. ¡Vaya!. ¿Y la transcribe entera?. Pues es mucha tela para seguirla de un tirón. Más bien me dará tarea para varios días. jajaja

    Saludos de Avicarlos.

  8. #78
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    Predeterminado Re: Usos y costumbres.

    rebelde....Me uno a la opinión de Avicarlos...¿ Cómo hago para leerlo?....si me contestas ...te agradezco jejejejeje ....lo dejaré de ""postre"" para cuando me mejore...¿ya ya ya ya? ( dicho chileno )para decir que estamos de acuerdo...acuérdate que tu amiga....y el cocxis son enemigos ...jejejejeje )
    Saludines...saludos y felicitaciones...los cuentos son bienvenidos ¿ alguno de tu musa y más cortito Please?

  9. #79
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    Predeterminado Re: Usos y costumbres.

    El volantin es un barrilete chileno tradicional , eran remontados en esta tierra por los sacerdotes misioneros que competian entre ellos en el siglo XVII. Hoy en dia estos volantines son remontados en dias patrios.





    [URL="http://www.batoco.org/.shared/image.html?/photos/uncategorized/2008/07/06/volantines_chilenos.jpg"][/URL]
    Los chilenos realizan una gran competencia donde participan varios clubes. El objetivo de esta competencia es cortar el hilo del volantin contrario mediante la friccion entre los hilos de cada volantin, el volantin que queda suelto pertenece a quien lo atrape. Para hacer esto mas dinámico se inventó el hilo curado: se le agrega a la cuerda plasticola y vidrio molido, esto lastima muchas veces a niños y adultos.

    Los diferentes modelos de volantines son:el chupete (no tiene cola) , el pandorga, el ajedrezado ( pintado como un ajedrez), el pavo , elñecla (hecho con papel de diario) y el chonchón. Sus materiales son diversos pero los mas tradicionales son: varillas de coligüe , papel de seda o volantin e hilo.
    Sitios de interés:

  10. #80
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    Predeterminado Re: Usos y costumbres.

    [url]http://youtu.be/3f9RjMMWedU[/url]


    ​Para el que se interese..... acá sale com hacer un volantín chileno....

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