“Bello, sabio, audaz, intrépido, afortunado y glorioso. Destinado a morir joven y a que el mundo habla de él para siempre”, así describía Quinto Arrio, uno de sus numerosos biógrafos, a Alejandro Magno, el hombre que en sus 32 años de vida más cambió la faz de su la Tierra, difundió la lengua y la cultura griega por todo el Oriente y aún hoy, 2.356 años después de su muerte sigue siendo adorado como dios por miles de personas en el mundo y admirado por colectivos gays, no sin razón. Nunca un gay llegó tan alto.
Alejandro nació el 15 de abril del 324 antes de Cristo en Pella, Macedonia, era hijo de Filipo y Olimpia. Se asoció con el asesinato de su padre y con su madre mantuvo una relación amor/odio muy intensa. Siempre le reprochaba que “le cobraba un alto alquiler por nueve meses de alojamiento”.
Con 18 años ganó su primera batalla importante, a los 20 ya era rey y con 23 años derrotó al gran rey de Persia Darío III y creó un imperio que iba desde Tracia (la actual Albania) hasta la India, con cuyo rey Poros mantuvo una intensa relación en todos los sentidos.
Alejandro siempre fue un hombre especial. El Oráculo de Siwa le reconoció como hijo de Amón Zeus, dios de tierra, y como tal fue venerado. Y lo cierto es que lo parecía, aunque no de gran estatura, ni en lo más intenso del combate sudaba y nunca olía mal, apenas comía y bebía poco, y parecía completamente inmune a las heridas de armas, de hecho murió de malaria.
Nunca le gustaron las mujeres, se casó con dos, pero por motivos políticos, conseguir un heredero para su inmenso imperio. La primera vez con Roxana, una princesa sogdiana, y la segunda con Estateira, la hija de su enemigo Darío III, a la vez que casaba a su gran amor Hefestión con la hermana de ésta.
Conoció a Hefestión, hijo de un príncipe macedonio, en la academia que Aristóteles creó cerca de Pella por orden de Filipo. Ambos tenían quince años, y parece ser que, según relata Plutarco, el flechazo fue instantáneo. Fue el único y gran amor, su Patroclo (el que fuera amante de Aquiles), su camarada, amigo, confidente, le siguió en el destierro y hasta en los últimos desiertos de Mesopotania.
Hefestión era alto, guapo, rubio, fuerte, un gran estratega, irresistible para las mujeres, pero solo consintió casarse cuando Alejandro se lo ordenó. Quería que los hijos de su amados fueran sobrinos suyos para hacer aún más fuertes los lazos que les unían.
La relación entre ambos fue tan intensa que Alejandro le consideraba como si fuera él mismo. De hecho cunando la reina madre de Persia se rindió en Issos confundió a Hefestión con Alejandro y se arrodilló ante él en acto de sumisión. Alejandro no solo no se molestó, sino que le dijo “no te preocupes, él también es Alejandro”.
La muerte de Hesfestión en Ectabana fue una tragedia para Alejandro, mandó a cubrir de negro las siete murallas de oro de la ciudad, la residencia de verano de los reyes persas, le dedicó juegos funerarios nunca vistos y erigió en su honor una ciudad, que permaneció habitada hasta el siglo VI d.C. Apenas un año después el propio Alejandro murió en Babilonia sin haberse recuperado nunca de la pérdida de su amado. Tenía 32 años.
Alejandro fue la luz que explota con fuerza y se disuelve con rapidez. El dios Iskander que las tribus afganas del interior aún veneran hoy en día, el guerrero invencible, conquistó mundos y sometió imperios, pero su mayor orgullo fue el ser amador fielmente por Hesfestión como “Aquiles por Patroclo”.
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