Cuando ponemos en duda el sujeto y su psicología ponemos en duda su historia. Decimos que la continuidad del tiempo no tiene más que ver con él que un margen mínimo que hacemos incierto. Ni el sujeto ni la historia trascienden por sí mismos. El sujeto es alguien y su historia su densidad, su límite. La continuidad no es cosa sólo de ellos, que, más bien, suenan a su soberbia, demasiado de ellos y demasiado poco de lo que no es suyo: demasiada historia y demasiado sujeto.
El sujeto, la identidad que lo sustenta, es una metafísica incierta. Uno no es uno; uno no es absolutamente continuo consigo mismo; uno es uno eco devenido al que se le pone el nombre de uno con el que no se es continuo; se es distante, y sus filosofías son inversas. La representación es una inversión del tiempo; se quiere hacer positiva desde un sujeto que está negativizado como si fuese positivo desde él; niega su historia al tener un tiempo posterior con la forma de anterior en su falsa síntesis de ser lo mismo. Determina el mundo con su ojo y lo invierte en un capricho. Coherentemente, el mundo objetivo y el de la representación sólo son posibles desde la unidad de su concepto, donde unifican el objeto del paso del tiempo; lo fuerzan de cualquier manera; es una acción límite. Uno no trasciende sino en la distancia, y no en la proximidad, de ahí que hagamos filosofía de la forma que permite recuperar el tiempo perdido mediante la distancia creada: qué pasa en la historia y qué hemos sacado de ella, un continuo del tiempo en el que el sujeto se coherentiza. No hay un mundo objetivo sin sujeto y no hay un sujeto sin un mundo que le sirva de molde. Hay dos tiempos, pero uno es primero, y el segundo será primero de nuevo de acuerdo con la forma que marca el eco del primero; ser continuo es ser más de lo mismo en su síntesis.
Uno se olvida de sí, sin duda. No tiene concepto para su conciencia, y por muy difícil que sea de entender, el vacío del simismo es el principio desde el que uno se indetermina, cuando uno se deshace de sí mismo y hace posible ser superado por lo otro que no es el ser uno del simismo; el otro supera desde el vacío que lo precipita. El concepto es histórico al ser un contenido sobre algo, algo determinado con tiempo. Su ser nouménico, ser sin tiempo, es necesariamente acrítico, pretensión de ser por sí mismo.
Uno mismo es la forma de uno, y no hay experiencia de uno que no sea formal. La diversidad de la experiencia de uno es la que sirve de contenido a la forma. Uno ve una calle, un edificio o un monte. La forma es la que hace que su experiencia sea igual. Si las calles, los edificios y los montes fuesen infinitamente diversos no se reducirían al concepto que hace de su forma; ante un infinito no se es sino límite. Uno sería algo complejo e incierto. Para usar la imagen cartesiana, sería oscuro e indistinto. No sería pues no hay mente para él; sería objeto del desconocimiento.
La calle tiene un sitio muy definido en la ciudad. Una calle se distingue del grueso perceptivo en el anclaje de su concepto. La calle no sería nada sin todo aquello que la distingue del resto de las cosas. La calle no es lo mismo que las tiendas, los coches, los peatones, los monumentos, las otras calles, etc. Imaginen una calle cualquiera; es nada sin todo aquello que la distingue del resto de las cosas. Vemos mucho más que lo que vemos; la experiencia de lo que uno ve es diversa. Uno mismo, como el que escribe esto, no es una identidad primeramente metafísica. Se puede hacer una incierta identidad de una infinita regresión causal en la que uno es primero; su deducción no es más que precitación. Así es como uno es uno, a base de precipitarse; repitiéndose a sí, a sí como proposición; y llegados a un límite histórico, no damos más de sí; el en sí se muestra vacío, su contenido no da para más; se hace, cabalmente, límite.
La calle no es por sí misma. La calle es por donde paseo, por donde conduzco el coche, lo que determina las aceras, etc. La calle es un objeto inteligible como lo es un número cualquiera. La calle es un objeto con una historia integrada que hace que se entienda en una vida conjunta en la que un ser psicológico cualquiera es, sociológicamente, indiferente. Para la historia de la calle es lo mismo quién es usted o quién soy yo. La sociología de la ciudad hizo que naciera la sociología en la misma muerte psicológica del sujeto. Era indiferente quién era el sujeto, pues la psicología es indiferente a la historia. El sujeto es un problema menor en la historia, un problema casi insignificante. La historia es primera a la psicología y no al revés. Cuando se dice que la psicología es histórica se la hace segunda con su historia; se la hace segunda y no primera; uno discurre con su psique por la historia. La historia es objetivamente primera a la psicología.
Objetivamente significa algo que significar, algo que ser mente, un objeto que da contenido a una conciencia. No se conoce sino lo que primeramente es mente; se conoce, primeramente, a partir de la unidad de precipitación; lo conocido es conocido por lo que se conoce y no por quién lo conoce. La psicología, filosóficamente, es un desperdicio; no es sino un ente incierto. Esto lo pueden comprobar poniendo a prueba cualquier objeto psicológico. Su certidumbre, la incondicionalidad que la hace posible como ciencia, es sólo histórica; no son simétricos pues no forman parte de un mismo tiempo.
En un tiempo continuo lo más incierto de su tiempo es, exactamente, el grado psicológico. La continuidad del tiempo trasciende en su incertidumbre psicológica. Si el tiempo fuese intensamente continuo, una mónada de sí misma, no pasaría nada. La fenomenología del aburrimiento es esto mismo, la falta de diversidad en el continuo de representaciones. La pared blanca a la que me referí hace unos días es un continuo perceptivo sin un concepto que tenga un contenido diverso. Teóricamente, la diversidad de los conceptos puede ser infinita, pero prácticamente, en la praxis, no lo es. El tiempo del concepto está reducido a la forma de su experiencia, y no cabe todo tiempo en él; ni un tiempo infinito en un margen teorético, como mostré en Negatividad de la falsación, haría superable el tiempo conforme a sí mismo.
En el esquema cognoscitivo no hay quién conozca; lo que trasciende es lo conocido en un margen diverso que haga posible la trascendencia. Una psique cualquiera, la de quien sea, se va por donde vino; es indiferente en un continuo; se indetermina y no es sino distante. Uno no es sino en tanto es otro, otro formalizado en la unidad de un concepto histórico. No es el otro por sí mismo, otro gramático y abstracto; es el otro por mí y yo por el otro. No hay tú sin yo, ni yo sin ti; somos los dos en la continuidad de ser los mismos: tú para mí y yo para ti.
Toda trascendencia histórica no es sino trascendencia sociológica. En un continuo sólo trasciende el tiempo del concepto solidario, y no hay ningún concepto histórico continuo con algo que no sea una parte de él. El otro es el único absoluto para la trascendencia. El otro, sociológicamente, es Dios; y no hay concepto posible que no sea una parte de la sociología.
El detalle de Dios en sociología es una cuestión monadológica; es una cuestión tan primeramente filosófica que no cabe pensar sociología alguna sin la filosofía que le es primera. De manera que la única interpretación sociológica con interés es la filosófica, y no la sociológica. Durkheim, uno de los sociólogos que considero primero y con quien tengo una innegable deuda, tiene interés filosófico para los ojos de una crítica, es actual para una crítica primera que cuestiona el peso de sus conceptos. Los conceptos ligeros, los gramáticos y continuos con una mente actítica como lo era el positivismo en su mente ideológica, se quedan en su prehistoria; no discurren en la actualidad. Mi pragmatismo, así pues, es filosofía de primer grado, una filosofía que se hace próxima en la distancia de su acción; se hace histórica.
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