Algunas afirmaciones no son mias pero las cito porque creo que son buenas y como las he adpatado, los autores pueden prostestar si leen lo que escribo.
Millones perecieron en los campos de exterminio, los gulags y las matanzas. Las purgas étnicas, el genocidio tribal y los horrores del 11 de septiembre nos mueven a preguntarnos: ¿Por qué Dios no lo impidió? Las imágenes que muestran a miles de personas sepultadas por los terremotos nos inducen a exclamar: ¿Por qué Dios no se interesa en nosotros?
Y, aunque vaya en mi detrimento, me permito formular otra pregunta: “¿Es posible que Dios tolere algunos males a corto plazo en beneficio de bienes a largo plazo, algo que como ser finito no puedo comprender?”
El sufrimiento: ¿un bien a largo plazo?
Peter Kreeft, un profesor de filosofía, presenta una analogía de un dolor a corto plazo que conduce a un bien a largo plazo: “Imaginemos a un oso atrapado y un cazador que desea liberarlo. Trata de ganar su confianza pero no lo logra, por lo tanto, no tiene más remedio que dispararle dardos con drogas. Sin embargo, el oso considera que el cazador lo ataca y que lo quiere matar. No entiende que lo hace por compasión. “Entonces, para liberar al oso de la trampa, el cazador debe empujarlo aún más para entonces aflojar el resorte. Si el oso estuviera consciente, estaría aún más convencido que el cazador es un enemigo que desea causarle sufrimiento y dolor. Pero estaría equivocado. El oso llega a una conclusión incorrecta porque no es humano”.1
¿Podría ser ésta una analogía de Dios y nosotros?
La pregunta permanece: “¿Cómo puede un Dios todopoderoso, omnisciente y amante, tolerar un mal tan difundido, persistente e incomprensible?” Reflexionemos en lo que afirma Kreeft. Dios nos ha mostrado cómo funciona este principio. Nos ha demostrado que el peor suceso de la historia humana produjo el mejor suceso de la historia, a saber, la muerte de Cristo en la cruz. En su momento, nadie pensó que traería un buen resultado. Pero Dios conocía el resultado glorioso que ningún humano fue capaz de predecir. Y si pasó allí, ¿por qué no podría suceder también en nuestras vidas?
Kreeft ilustra este concepto de la siguiente manera. “Supongamos que tú eres el diablo. Eres enemigo de Dios y quieres matarlo, pero no puedes. Sin embargo, él comete el ridículo error de crear y amar a seres humanos, los que están a tu alcance. ¡Ahora tienes rehenes! Así que vienes al mundo, los corrompes y te llevas a algunos al infierno. Cuando Dios envía profetas para iluminarlos, tú los matas. “Entonces, Dios hace lo más insensato que se pueda concebir, pues envía a su propio Hijo y sigue las reglas del mundo. Tú dices: ‘¡No puedo creer que sea tan tonto! ¡El amor le obnibuló el cerebro! Todo lo que tengo que hacer es inspirar a algunos de mis agentes (Herodes, Pilato, Caifás, los soldados romanos) y crucificarlo’. Y eso es lo que haces. “Así que pende de la cruz, olvidado de los hombres, y aparentemente de Dios, desangrándose y clamando: ‘¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has desamparado?’ ¿Qué sientes ahora como maligno? ¡Te sientes triunfante y vindicado! Pero, por supuesto, no podrías estar más equivocado. Ésta es su victoria suprema y tu derrota suprema. Él puso su calcañar en tu boca y lo mordiste y esa sangre te destruyó”.
Ahora, este suceso acaso nos señale que cuando sufrimos y sangramos, Dios está derrotando a Satanás una vez más. La mayor parte de los cristianos a lo largo de la historia parece decir que cuando más sufrieron, más se acercaron a Dios. El apóstol Pablo afirmó: “Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús… De manera que la muerte actúa en nosotros, y en vosotros” (2 Corintios 4:11,12).
Alguien es la respuesta
Peter Kreeft lo resume así: “La respuesta es Jesús. No un grupo de palabras. Es la Palabra. No es un intrincado argumento filosófico; es una persona. La persona. La respuesta al sufrimiento no está dada por un argumento abstracto, porque el sufrimiento no es abstracto sino personal y requiere de una respuesta personal. La respuesta tiene que estar en alguien, no en algo, porque el tema involucró a alguien: ¿Dios, dónde estás? “Jesús está allí, sentado a nuestro lado en los lugares más bajos de nuestras vidas. ¿Estamos quebrantados? Él también fue quebrantado por nosotros. ¿Somos rechazados? Él también lo fue. ¿Clamamos porque ya no soportamos más? Él fue varón de dolores y conoció la pena. ¿Nos traicionan? A él también lo traicionaron. ¿Se quiebran nuestras relaciones más íntimas? Él también amó y fue rechazado. ¿Nos esquiva la gente? También de él se escondieron como de un leproso. “¿Desciende a todos nuestros infiernos? Sí, lo hace… No sólo se levantó de los muertos, sino que cambió el significado de la muerte y por lo tanto de todas las muertes… Cada lágrima que derramamos llega a ser su lágrima. Puede ser que todavía no las enjugue, pero lo hará”.
¿Cómo puede existir un Dios todopoderoso y supercariñoso si hay tanto sufrimiento y tanto mal en nuestro mundo?
¿Por qué Dios no actúa frente al sufrimiento? ¿Por qué suceden cosas malas, al parecer sin respuesta por parte de Dios? En su famoso libro “Después de Auschwitz” Ricardo Rubenstein se pregunta cómo es aún posible para un judío creer en Dios después del holocausto. ¿Cómo podemos creer en Dios frente a su aparente inacción ante el sufrimiento y el mal?
Moviéndonos dentro de la teología cristiana, Peter Kreeft, C.S. Lewis y Teilhard de Chardin, entre otros, han escrito libros penetrantes y lúcidos sobre esta cuestión. Los cristianos creen que lo que finalmente está en juego es la libertad humana y el respeto que Dios le tiene. Dios nos da la libertad y (a diferencia de la inmensa mayoría de los humanos) rehúsa violarla, aun cuando el hacerlo pareciera beneficioso. Eso nos deja a veces en un inmenso sufrimiento pero, como nos revela Jesús, Dios es más un Dios que redime que un Dios que acude en auxilio de algo. Dios no nos protege contra el dolor, sino que, en cambio, participa en el mismo dolor y finalmente lo redime. Eso puede sonar simplista o demasiado ingenuo frente a la muerte y el mal reales, pero no lo es. Vemos una ilustración poderosa de esto en la reacción de Jesús a la muerte de Lázaro. Fundamentalmente, los evangelios nos presentan la historia así:
Las hermanas de Lázaro, Marta y María, envían un mensaje a Jesús diciéndole que “el hombre a quien tú quieres” está gravemente enfermo. Sin embargo, curiosamente, Jesús no se apresura ni parte inmediatamente para ver a Lázaro. En cambio se queda dos días más donde está, hasta que Lázaro muere, y entonces se pone en camino para verle. Cuando llega cerca de la casa de Lázaro, Marta le sale al encuentro y le dice: “¡Si tú hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto!”. Básicamente su cuestión es: “¿Dónde estabas? ¿Por qué no viniste a curarlo?” Pero Jesús no responde a su pregunta, sino que en cambio le asegura que Lázaro vivirá de una manera más profunda.
Marta entonces va a llamar a su hermana, María. Cuando María llega, repite las mismas palabras, idénticas, que Marta había dirigido a Jesús: “¡Si tú hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto!” Sin embargo, viniendo de la boca de María, estas palabras significan algo diferente, algo más profundo. María estaba formulando la pregunta universal y atemporal sobre el sufrimiento y la aparente ausencia de Dios. Su pregunta (” ¿Dónde estabas cuando mi hermano murió?”) formula la cuestión de todos nosotros: ¿Dónde está Dios cuando los inocentes sufren? ¿Dónde estaba Dios durante el holocausto? ¿Dónde está Dios cuando muere un hermano de cualquiera de nosotros?
Pero, curiosamente, Jesús no entretiene la pregunta en plan teórico; en cambio, se siente consternado y pregunta: “¿Dónde lo habéis puesto?” Y cuando ellos se ofrecen para acompañarle, Jesús comienza a llorar. Esa es su respuesta al sufrimiento: Él asume parte en la impotencia, desamparo y dolor de la gente. Después, resucita a Lázaro de la muerte.
Y lo que observamos en este pasaje del evangelio ocurrirá de la misma manera entre Jesús y su Padre, en Getsemaní y en el calvario. El Padre no salva a Jesús de la muerte en cruz, incluso cuando se burlan y mofan de él. En cambio el Padre permite que muera en la cruz, pero después lo resucita.
La lección de estas dos muertes y resurrecciones se podría formular de esta manera: El Dios en quien creemos no interviene necesariamente ni nos rescata del sufrimiento y de la muerte (aunque se nos invita a rogar por ello). En cambio, después redime nuestro sufrimiento. La aparente indiferencia de Dios ante el sufrimiento no es tanto un misterio que deja aturdida nuestra mente, cuanto un misterio que tiene sentido solamente si te entregas y abandonas a un cierto nivel profundo de confianza. El perdón y la fe funcionan de la misma manera. Tienes que tirar al aire los dados con confianza. Nada más puede darte una respuesta satisfactoria.
Y no digo esto de forma superficial, como si fuera yo un charlatán. Conozco demasiadas personas que han sido heridas, brutal e injustamente, de tal forma y de tantas maneras que se les hace difícil aceptar que haya un Dios todopoderoso que se preocupa de los humanos. Pero algunas veces, la única respuesta a la cuestión del sufrimiento y del mal es la que Jesús dio a María y a Marta: impotencia compartida, aflicción compartida y lágrimas compartidas, sin intento alguno de tratar de explicar la aparente ausencia de Dios, sino suscitar en nosotros una confianza callada de que, ya que Dios es supercariñoso y todopoderoso, al final todo acabará bien y algún día el abrazo de Dios redimirá nuestro dolor.
EL PROBLEMA DE DIOS.
El dilema parece hacerse mayor frente a la enseñanza cristiana de la existencia de un Dios bueno. Se le atribuye a Epicuro la tan repetida frase (usada por Hume):
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