"Todos estos ministros realmente creían. Estaban absolutamente convencidos. En sus mentes el Diablo había tratado en vano de plantar las semillas de la duda.
Escuché cientos de estos sermones evangélicos, escuché cientos de las más terroríficas y vívidas descripciones de las torturas infligidas en el infierno, de la condición horrorosa de los descarriados. Suponía que lo que escuchaba era cierto y, sin embargo, no lo creía. Me decía: "Es así", y luego pensaba: "No puede ser".
Estos sermones dejaron leves impresiones en mi mente. No estaba convencido.
No tenía deseo de ser "convertido", no quería un "nuevo corazón" y no anhelaba "nacer de nuevo".
Pero escuché un sermón que tocó mi corazón, que dejó su marca, como una cicatriz, en mi cerebro.
Un domingo fui con mi hermano a escuchar un predicador bautista del Libre Albedrío. Era un hombre de gran talla, vestido como un granjero, pero era todo un orador. Podía pintar un cuadro con palabras.
Tomó para su homilía la parábola de "el rico y Lázaro". Describió a Dives, el rico, su modo de vida, los excesos a los que se entregaba, su extravagancia, sus noches ruidosas, sus finas vestiduras de púrpura, sus banquetes, sus vinos y sus hermosas mujeres.
Luego describió a Lázaro, su pobreza, sus harapos y miseria, su cuerpo indigente comido por la enfermedad, las migajas y cortezas que devoraba, los perros que lo atormentaban. Pintó su vida solitaria, su muerte sin amigos.
Luego, cambiando su tono de lástima a uno de triunfo, saltando de las lágrimas a las cimas de la euforia, de la derrota a la victoria, describió la gloriosa compañía de los ángeles, que con blancas y desplegadas alas llevaron el alma del despreciado mendigo al Paraíso, al seno de Abraham.
Luego, cambiando su voz a una de burla y disgusto, habló de la muerte del rico. Estaba en su palacio, en su costoso lecho, el aire pesado de perfume, la habitación llena de sirvientes y médicos. Su oro era inservible entonces. No podía comprar un aliento más. Murió, y desde el infierno levantaba los ojos, en tormento.
Luego, asumiendo una actitud dramática, ahuecando la mano derecha junto a su oído, susurró "¡Escuchen! Oigo la voz del rico. ¿Qué dice? ¡Escuchen! '¡Padre Abraham!, ¡Padre Abraham!, te ruego que envíes a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua reseca, porque estoy atormentado en este fuego'".
"Oh, mis oyentes, él ha estado haciendo la misma petición por más de ochocientos años. Y durante millones de eras más ese lamento cruzará el golfo que se abre entre los salvos y los descarriados y todavía se ha de escuchar el quejido: '¡Padre Abraham!, ¡Padre Abraham!, te ruego que envíes a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua reseca, porque estoy atormentado en este fuego'".
Por primera vez entendí el dogma del dolor eterno, aprecié "las noticias del gran regocijo". Por primera vez mi imaginación apresó la altura y profundidad del horror cristiano. Entonces dije: "Es una mentira, y odio tu religión. Si es verdad, odio a tu Dios".
Desde aquel día no tuve miedo, ni dudas. Para mí, aquel día, las llamas del infierno fueron sofocadas. Desde aquel día he odiado apasionadamente todo credo ortodoxo. Ese Sermón hizo algún bien".
Robert Ingersoll
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