Cambiando de canal al boleo -lo que algunos sifrinitos pretenciosos llaman zapping, como para disfrazar el estado sumisión ante la TV- me tropecé con la redondez del autoproclamado comandante en su unilateral show dominical. En una de esas remembranzas de sí mismo, que suele narrar en un tono homérico, evocaba un episodio de su trunca carrera militar en el que un oficial superior le exigía al futuro golpista que le diera una latica de leche condensada -de esas de lonchera de preescolar- que se disponía a chupar. Ante la exigencia del alto rango, el tipo dizque se envalentonó y se la metió en el bolsillo negándose a cambiar la golosina por un plato de espinacas que en ese momento degustaba su jefe. En medio de la anécdota se puso altanero -claro está que su ex regente estaba bien lejos-, se creyó muy valiente y consideró una virtud épica (en oposición a ética) la defensa de su latica, a pesar de que esa hubiera sido la reacción natural de cualquier carricito para salvaguardar su objeto de empalagamiento.
Acto seguido, y azuzado por Jesse Chacón, la emprendió contra una fábrica suiza de un envase llamado Tetra-Pack, pues tuvieron la osadía de invertir años de trabajo y dinero en desarrollar un extraordinario invento que mantiene la leche fresca por meses, por lo cual obtuvieron su respectiva patente. El declamador dominguero se quejó del concepto de propiedad intelectual y cuestionó que se le tuviera que pagar un royalty a los inventores. Alegó que si el gobierno era capaz de replicar la idea (¡a malaya quién pudiera!), se podía fabricar sin ningún recato, pues eso de la propiedad intelectual es un producto del capitalismo internacional al que no se debe sucumbir en un Estado socialista. De allí, que el plagio y el robo quedaban justificados una vez más por la precariedad del pensamiento (¿?) presidencial. La propiedad intelectual nace para proteger las creaciones del ingenio humano de pillos que quieran adueñarse de las ideas que gente más inteligente, trabajadora y perseverante ha desarrollado. Se tienen noticias que ya en la Venecia del renacimiento se protegía de la piratería a los autores e inventores. La protección de las ideas ha sido una de los grandes aportes del derecho a la evolución del hombre. Sin su resguardo no hubiese sido posible el abrumador desarrollo tecnológico y artístico del último siglo. Es por ello que es un atavismo ridículo el pretender que se puede construir un país violando principios de convivencia fundamentales. Está claro que el autor de tal desvarío moriría por decir que escribió Cien años de soledad o que inventó la pólvora, pero la pura verdad es que, como decía un amigo brasilero, el tipo "non da", ni para eso ni para mucho menos.
La pobreza de la propuesta es tal que se contradice inclusive con sus reacciones infantiles. En efecto, en su minúsculo waterloo Chávez se jactó de su arrojo al defender el potecito de leche condensada del deseo del superior. La minibatalla mental tuvo un sólo objetivo: ¡proteger el derecho de propiedad sobre su postre! Así como lo lee, al fin el comunista desaforado y pendenciero tuvo un pequeño triunfo al defender con su vida el pegoste comestible por el que fallecen los infantes. De allí que no se entienda cómo el mismo ser puede justificar el robo de algo casi sagrado como lo son las ideas ajenas.
La coartada la terminó de armar el TSJ cuando declaró, al día siguiente de la perorata, que Venezuela es inmune frente a tribunales extranjeros, incluyendo la posibilidad de revisar los convenios arbitrales y tratados ya suscritos por nuestra República. Bajo este esquema se podrá continuar impunemente con las confiscaciones inconstitucionales, los abusos a los derechos humanos o el robo de propiedad intelectual. Se aceita la maquinaria para el aislamiento definitivo de nuestro país del concierto de las naciones civilizadas. Eso sí, cuidado con tocarle el postre a Chávez. Se venden CD's quemados.
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