Hace tiempo hice varias críticas a la ideología cientificista, la cual consiste, en resumen, en la suposición de que el mejor mejor de los mundos es al que conduce la ciencia. Un absolutismo historicista para el que toda la historia es la de la verdad de la ciencia. Sus rasgos febriles confunden la precipitación discursiva de su esperanza con la dimensión que urge en sus términos, exactamente lo que la deslegitima éticamente. Su margen es, por su efecto ideológico y consiguiente dependencia fenomenológica, no sólo una actitud idólatra hacia la verdad, sino una distancia que toma con su degenerado roce. Su afectada y falsa presunción científica es, más que ejercicio, mero descaro, si no inhumano cinismo.
La ideología cientificista no sólo cree que su objeto sea la verdad sino que va mucho más lejos al decir cuál ha de ser la ideología de los demás, aquella que erradicará sus males. No sólo era crítica por ser ideología, sino por ser ideología que se abstraía de su mismo ejercicio, es decir, indeterminaba su conciencia; adelantaba el objeto y hacía de su discurso la totalidad de su posible concepción. En términos fenomenológicos, los que competen a la lógica de los fenómenos en los objetos de su conciencia, es una privación de su sentido o su olvido.
La enfermedad del cientificismo se contagia con facilidad, como se ve en la brutalidad típicamente cientificista. Pero la filosofía es su curación.
La filosofía más extendida es el sentido común, aquel que sustrae los excesos y determina la conformidad de su experiencia. El sentido común es, con facilidad, erróneo; pero tiene en sí mismo las condiciones de su aprendizaje. La conciencia, como condición evolutiva de la urgencia, es un paso de crispación ética en el que las cosas modifican su orientación en su elección. La conciencia pasa de ser sólo objeto volitivo a ser objeto de conocimiento. No es de extrañar, pues, que su olvido sea su falta.
Se ha reubicado el nihilismo como crítica filosófica de la falta de urgencia o de la ampliación de los márgenes en los que se desapropia la conciencia. Como consecuencia del fenómeno de la precipitación, se hace de un vacío un cambio propuesto en su efecto de simultaneidad, como un boomerang que vuelve aunque nunca fuese lanzado; es decir, el boomerang, como la hipótesis, se anticipa y crea expectativa.
Se opuso radicalmente la sociología del conocimiento a la de la ciencia en lo que la hace más interesante científicamente, el cuestionamiento de su verdad. La sociología del conocimiento es la estructuración social del conocimiento, su objeto común; y la de la ciencia la estructuración del conocimiento independientemente de lo que es más común en él, o sea, la verdad como su objeto divinizado y no otro objeto, una provocación definitivamente ausente de ética.
La verdad no deja de ser aquella ramera callejera tan idolatrada por los necios hipócritas que no entienden lo propio del discurso pero sí el engaño y recreo al que tan fácilmente van conducidos. El retraso causal, consecuencia de tomar la verdad por objeto, es la negación especulativa de la filosofía, negación de su tiempo y conciencia. La negación de la filosofía, su imposibilidad y olvido, deriva en tomar hipotéticamente, en las condiciones indeterminantes de su discurso, el nihilismo como totalidad del objeto ético; se hace algo ridículo, absurdo y moralmente perverso.
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