Historias;
de sábados perezosos, de esas que nunca pasan,
que no transcurren, que quedan adheridas al rincón del recuerdo.
Tardes de lluvias pasivas y veredas rancias,
de adolescencias centrífugas, de indefinidas y desconfiadas gotas.
Sábados de humedad inquieta y cielorrasos enamorados.
Torrentes de crepúsculos con palmadas blandas,
de mármoles, que quedan colgando sobre los balcones.
Tardes de boulevard en paraguas negro y silbidos de luto,
de pajizas hojas que extrañan el verano que pasó,
de peatones en fuga bajo árboles heridos de nostalgia.
Historias de bolsillo,
de cielo gris y gratuito desnudando sus manos en el café próximo.
De apáticas piernas que se enamoran de huellas híbridas
salpicadas de barro y tiempos,
de charcas de inagotables sonrisas y un vestido rojo,
un brote sangriento en mitad de todo.
Ajetreo de sonrisas y desencuentros sin sol,
una liviana llanura de gotas esqueléticas como hilos
que recibe risa y llanto, al unísono,
que todo le da por igual.
Sábados por la tarde, hálito de otoño en ventanillas huecas,
un mendigo que se quita el sombrero ante las estatuas,
que pide permiso y se acuesta en su delicado y blando boquete.
Historias de esquinas sin fines de lucro, de letreros enojados,
de semáforos chorreados en rojo y verde,
y un amarillo aburrido que entona con el que circunda.
Un estampido lejano aturdiendo al arco iris que salía presto,
que vuelve a hacer llorar al cielo, anegando su sonrisa,
la que mañana despertará entre patios deshilachados y tiesos.
Tardes de meriendas en línea directa al olvido,
de siestas con olor a cocina y cuadros viejos,
de canicas dormidas y barcos de papel sin sueños.
Historias de sábados en la tarde,
de casas amplias con lengua de zaguán y vidrio muerto.
Tardes de sábados;
y de lluvias, si es posible.
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