Recuerda que hay una mujer que te ama –me dijo mirándome a los ojos.

Fue lo primero que olvidé.

Y alguien que te amó, ahora llora. Alguien que te dijo vida mía, que te esperó con una taza de té un atardecer frío. Alguien al que escribir un verso de amor a cualquier hora. Alguien a quien amas todavía.

Suena “Toda una vida” en la voz de Isabel Adams.

No transcurre el Ganges ahí afuera. Y lo sagrado es un lugar vacío, como un amor recién desmoronado tras alcanzar el paraíso, como un rosal ajado y esparcido por el suelo tras soñar la primavera.

Se acaban los milagros cualquier sábado, se despiertan los ensueños ai insomnio una madrugada cualquiera. Cuando calla Amón en el Oasis de Siwa: el futuro es un loco que se desdice del pasado por las calles de Madrás.

Y lo único digno que nos queda es apechugar con los errores, morir en un Benarés sin río mientras alguien tararea Hotel California y la vida es el recuerdo de un ayer en ningún lado.

La India queda a trasmano, demasiado lejos del bar de la esquina, por eso Shiva no baila candombé por las mañanas y la carne de vacuno inunda las parrillas cada noche. Palabras y manzanas para el desayuno. Palabras que tienen frío si no toman café cuando madrugan.

Un fado renuncia a la melancolía y el crupier de la mañana pierde al Texas Hold’em póquer. Por fin salta la banca y ganamos diez de los grandes para seguir la fiesta en los burdeles donde los santos se disfrazan de Jack el destripador. Por fin el pintor lleva los colores del mundo a su paleta y aparece el horizonte como un atardecer en el Pequod: Moby beep resoplando ante los ojos del capitán Ahab.

Cuando tropezamos con nuestra Moby beep, con la ballena blanca que todos llevamos dentro, la oportunidad de la línea recta es siempre un camino torcido; nuestro mundo inevitablemente se derrumba. Lo que fuimos, lo que somos, lo que seremos. Todo se va al beep. Todo se fue al beep. Seremos aquello que seamos capaces de salvar de la estampida.

Los dioses libran sus batallas en los pliegues de los mitos y Alejandro Magno busca su bodhi en las riberas del Indo y es capaz de nombrar la tierra misma. A cada paso la vida exige asesinatos y se derrumba un imperio en las intrigas del despecho, en los avatares del corazón, en la deriva a sotavento de un sexo enloquecido.

Atronan las trompetas en Selasía. La batalla final está servida.

Los altares del Mahabharata pierden su pulso con el Kamasutra. Sonríe un falo ante los ojos de Rama. Y queda éste contemplando el ocaso como un árbol inmóvil, como los doce césares de una Roma Imperial y definitivamente perdida.

Un bolero cambia de requinto a mitad del estribillo y queda aliquebrado el Ángel de la guarda o quién **** se dedique a estos menesteres. El dolor asoma en las dunas de Palmira o en el oriente de la vieja Alejandría.
Toda historia de amor lleva a rastras su asedio de Jerusalén, su pecado escondido, su innombrable holocausto de promesas. No hay perdón en el tambor de un revolver ni en la herida supurante de una traición. Sobran la ternura y la compasión en una 38 Especial.

En la trastienda del amor puede hacer más daño un beso, un te quiero, que un disparo en el abdomen. Te pongas como te pongas duele la mentira. Y queda un cadáver sobre la alfombra del salón, un fiambre que ha quedado a cenar con Daniel Hammet. No en vano, cada amanecer parte de Quito hacia Eldorado una historia de amor y tres desengaños.

El bolero se convirtió en un tango desabrido, en un salmo a la locura, en una balada en la que todas las palabras nacieron podridas. Y si la verdad es lo único que nos salva, ¿por qué nos lanzamos al juego de mentirnos?

El destino repartió las cartas. Nosotros hicimos el resto.

La tarde se escribe a lápiz, no quiere borrar los dibujos del aire y deja en los márgenes lugar a la belleza. Una belleza que llega hoy con las nubes cargadas de agua. Y derrama su semen sobre la hierba seca del estío. El desierto no tiene hoy arena en los bolsillos.

Irremediablemente no damos la talla con el esmoquin blanco, sólo Bogart en Casablanca sabe jugársela de verdad. Los demás nos limitamos a poco más que una bufonada. Nos faltan pelotas. Qué le vamos a hacer. Jugar a los dados es cuestión de muñeca.

Viejos poemas para perder el alma, viejos poemas para salir del laberinto, porque quieren volar las horas muertas al mañana, volver a ser presente cotidiano, breve anecdotario de lo por venir. Pero no se cumplen los anhelos cuando el arte de vivir es la quimera de un querer.

Sobra un aria de Verdi o Mozart o Bach para remover los genitales del atardecer. La noche se aproxima cubriendo de luz artificial las aceras y portales.

Y quedan las rimas incompletas: Suena tan distinto mi nombre en tus labios,/como si nombraras a un Dios capaz de todo,/como si al juntar esas sílabas/se formara el cosmos entero…

Y quedan inconclusas las cartas: Te ofrezco un alma partida y algo de dolor. Y quiero compartir contigo todo el amor que cabe en la palabra desamor. Qué difícil es no construir la propia alegría, la que en verdad nos pertenece, sobre el dolor de los demás…

Hazme el amor una vez más, deja la huella de tu ser en mi costado, márcame como al toro bravo antes de su última tarde en el infierno. Dejar de respirar ya no me importa si el precio de existir es el de tu ausencia, perder el gesto de tu abrazo, el asidero de tu corazón donde apoyar mi corazón.

Y sé que una mañana te levantarás con el recuerdo de un dolor que ya no duele. Y dirás se me apagó el amor. Y será cierto.

Es la hora del mariachi. La hora de tequilear la madrugada. Pero viene el alma de una derrota, de un fracaso con sabor a fracaso. Ahora que dibuja el otoño las primeras lluvias y queda el cielo limpio por las tardes. Ahora que una buena canción acompaña al café con dos de azúcar. Ahora que suena el teléfono y no eres tú.