Los párrafos dedicados al acontecimiento de la traducción son muy escasos (301-316 a.C). Después del banquete, los ilustres huéspedes son conducidos a una isla cercana (que más tarde se identificará con la isla de Faros) provistos de todo lo necesario para su sustento y trabajo. En setenta y dos días completan la traducción. A continuación, es leída a la comunidad judía de Alejandría reunida en asamblea, que la acoge con entusiasmo y se compromete bajo juramento a no añadir ni quitar nada del texto traducidom.
Bajo este disfraz literario de la Carta de Aristeas se esconde un fondo de verdad. El ambiente cultural de la corte de los Ptolomeos y su conexión con la Biblioteca de Alejandría están comprobados. Además, los estudios lingüísticos y papirológicos confirman que la lengua del Pentateuco griego procede de esa época, la primera mitad del siglo III a.C. El móvil principal de la traducción estaría en la iniciativa real, pero confluirían otras motivaciones, como la de la lucha por el prestigio cultural por parte de los judíos. Es posible que en un segundo momento la traducción sirviese también a las necesidades litúrgicas y pedagógicas de la comunidad judía de Alejandría. El resultado final fue una obra literaria con valor propio, un monumento del judaísmo helenístico, que suplantó a la Biblia hebrea en la comunidad judía de la diáspora egipcia. Más allá de las profundas diferencias con la Biblia hebrea antes señaladas, la Septuaginta supuso la primera interpretación de la Ley judía, una nueva lectura con autonomía propia en la lengua de Homero, la lengua común de entonces, que abrió el acceso a la Biblia a la mayoría del mundo habitado. Constituye una de las últimas actualizaciones de la Biblia hebrea y ciertamente representa la promulgación y apertura de esta Biblia a las naciones.
Hasta aquí el relato de la traducción del Pentateuco sobre la que estamos mejor informados. Siguió después la traducción de los Profetas anteriores y posteriores de la Biblia hebrea, y, por fin, la traducción de los Escritos, en un proceso que se prolongó hasta los siglos I-II d.C. Del lugar y fecha de estas traducciones apenas tenemos noticia, si exceptuamos el prólogo del traductor del Eclesiástico, que vertió al griego en Egipto, en el año 132 a.C., el libro que su abuelo había compuesto en hebreo en Jerusalén en torno al 190 a.C. Este autor es consciente de las diferencias que existen entre el original hebreo y la traducción griega de la Biblia y de las dificultades inherentes a toda traducción, «porque no tienen la misma fuerza las cosas dichas originalmente en hebreo cuando son traducidas a otra lengua. Y no sólo eso, sino que la misma Ley, las Profecías y los restantes libros son muy distintos en el original» (Prólogo del Eclesiástico, 20). Aparte de las diferencias de bulto que he señalado más arriba, relativas al número de libros y sus títulos, organización del material, suplementos en griego, etc., las diferencias de interpretación son notables incluso en los libros cuya traducción suele calificarse de literal. Por ejemplo, en el capítulo 49 del Génesis, conocido como el testamento profético o las bendiciones de Jacob, dicen los versos 22-23 hebreos a propósito de José: «José es un novillo, un novillo hacia la fuente. A la fuente se encamina. Los arqueros le hostigan, los saeteros le atacan». En cambio, la traducción griega dice así: «Hijo crecido, José, hijo crecido, objeto de envidia, mi hijo más joven, ¡vuélvete hacia mí! Al que hostigaban los conspiradores y atacaban los arqueros».
Más allá de la traducción del Pentateuco, en libros como Jeremías, Ezequiel, Job o Proverbios, las diferencias son aún mayores. Puede constatarse que la comunidad judía no era ajena a estas diferencias entre la Biblia hebrea de Jerusalén y la Biblia griega de Alejandría, y que los problemas surgieron, por decirlo hiperbólicamente, desde el día siguiente de la traducción. Por los fragmentos griegos de Qumrán y otros papiros precristianos sabemos que desde muy pronto hubo intentos de corregir el griego para mejorar la traducción, adaptándola al texto hebreo en curso. El Papiro Fouad 266 (siglo I a.C.), que contiene fragmentos del Génesis griego, y el Papiro Rylands 458 (primera mitad del siglo II a.C., es decir, sólo a un siglo de distancia de la traducción del Pentateuco), con fragmentos del Deuteronomio griego, ya presentan un texto revisado. Los intentos de solución a estas diferencias se abren camino en una doble dirección. Por un lado, está la corriente inspiracionista, representada por Filón de Alejandría, que equipara a los traductores con los profetas inspirados de la Biblia hebrea. Así, Dios habría hablado a Israel a través de un doble cauce: a) a través de la Torá, transmitida –según se pensaba– directamente por Dios a Moisés en el Sinaí, y b) por medio de la traducción griega de Alejandría, que también estaría inspirada. Los traductores, «como inspirados por la divinidad, profetizaban no unos una cosa y otros otra, sino todos los mismos nombres y palabras como si un apuntador invisible le susurrase a cada uno al oído» (Filón, Vida de Moisés II, 37). Filón llama a los traductores profetas y hierofantes, comparables a Moisés (ibid., II, 40).
La otra corriente, la filológica, siguió considerando la Septuaginta como una traducción, una réplica fiel del original, tanto más auténtica cuanto mejor reflejara el texto del que se tradujo. En consecuencia, desde muy pronto se pusieron en marcha iniciativas de corrección para aproximarla más y más al original hebreo, que con el paso del tiempo habría evolucionado y no sería el mismo que utilizaron los traductores. El testimonio más importante de este proceso de corrección hacia el hebreo se encuentra en los fragmentos griegos de los Doce Profetas (50 a.C. - 50 d.C.) encontrados en 1952 en Nahal Hever (cerca de Qumrán), publicados e interpretados por D. Barthélemy en la influyente monografía Les Devanciers d’Aquila (Leiden 1963). Estos fragmentos permitían comprobar que los traductores judíos posteriores, Áquila, Símaco y Teodoción, habían sido precedidos por un proceso de revisiones de la Biblia griega para adecuarla al texto hebreo consonántico protomasorético que los rabinos definirían como texto estándar a finales del siglo I d.C.
Las revisiones de la Septuaginta no sólo discurrieron en esta dirección, sino que paralelamente el texto fue sometido a una revisión para mejorar el estilo literario y eliminar los semitismos propios del griego de traducción que resultaban extraños a los oídos de los grecoparlantes. En esta línea se inserta la revisión antioquena o luciánica, que se ha transmitido en unos pocos manuscritos, que fue seguida por los Padres griegos procedentes del área geográfica de Antioquía y que para los libros históricos ha sido editada críticamente por el grupo de investigación de «Filología y crítica textual bíblicas» del CSIC en Madrid.
Hasta hace medio siglo los tipos textuales bíblicos conocidos se reducían a tres: el texto hebreo masorético transmitido por la comunidad judía; el texto griego de LXX que adoptó el cristianismo naciente y que sigue vigente como Biblia oficial de la Iglesia ortodoxa; y el Pentateuco hebreo de los samaritanos conservado en escritura paleohebrea.
El texto masorético en su estructura consonántica fue establecido y fijado por los rabinos a finales del siglo I d.C., y más tarde vocalizado y puntuado por los masoretas a comienzos de la Edad Media. Desde el siglo I d.C. el texto consonántico fue estandarizado y transmitido con una gran fidelidad. Sin embargo, los descubrimientos de Qumrán a partir de 1948 y su ulterior publicación a finales del siglo XX han producido una revolución en la historia del texto bíblico. En Qumrán se han encontrado fragmentos de la Biblia griega en las cuevas 4 y 7. Pero lo más sorprendente han sido los hallazgos de textos hebreos, como los de Samuel (4QSama,b,c) y algunos de Jeremías (4QJerb,d), que coinciden o se aproximan más al texto base que utilizaron los traductores griegos que al texto protomasorético2. Estos datos han contribuido a revalorizar el texto de la Septuaginta y a dar un enorme impulso a los estudios de la versión griega. En efecto, se ha comprobado que las diferencias entre el texto griego y el hebreo no se podían achacar sin más a la incompetencia de los traductores o a las técnicas de traducción que emplearon, sino que en muchos casos ellos traducían de un texto hebreo diferente del estandarizado y que sólo por azar se ha recuperado parcialmente entre los documentos de Qumrán. De forma que el problema de la Biblia plural y distinta ya no se limita a las diferencias entre la Biblia hebrea y griega, sino que ese pluralismo se remonta al primitivo estadio del texto hebreo en los tres siglos que precedieron al cambio de era.
La Septuaginta constituye un instrumento de primer orden para el conocimiento de dicho pluralismo textual y por eso ocupa hoy, junto con Qumrán, el primer plano del debate sobre la historia del texto bíblico. Es más, en ocasiones, es el testimonio más antiguo con el que contamos de una posible Hebraica veritas que sólo se conserva en la traducción de LXX y que
desapareció más tarde desplazada por la elección que los rabinos hicieron del texto protomasorético, y que finalmente se convertiría en el textus receptus estándar.
Por consiguiente, la Septuaginta, que nació como Biblia del judaísmo helenístico en Alejandría, comenzó a ser revisada para adaptarla al nuevo texto hebreo que el judaísmo rabínico de corte fariseo terminó por imponer a finales del siglo I d.C. A medida que se fue extendiendo este texto hebreo estandarizado, la Septuaginta será vista con mayor recelo por parte de los judíos y terminará por ser suplantada en los ambientes judíos por nuevas traducciones más literales, como la de Áquila del primer tercio del siglo II d.C. A este abandono de la Septuaginta por parte de los judíos contribuye también el hecho de que ésta es aceptada como Biblia oficial por los seguidores de Jesús, los cuales, aunque comenzaron como una secta judía, pasarán a romper con el judaísmo y erigirse en nueva religión. Esto ocurre en el espacio de tiempo que media entre las dos revueltas judías, la que culmina con la destrucción del Templo por los romanos en el 70 d.C. y la revuelta de Bar Kojba en el 130 d.C.
Así pues, se da la paradoja de que una Biblia que nació en Alejandría para colmar los sueños culturales de un monarca ilustrado y los deseos de prestigio cultural del judaísmo de la diáspora, se convirtió tres siglos más tarde en la Biblia oficial del cristianismo, que fue quien se encargó de copiarla y transmitirla, al igual que el principal legado del judaísmo helenístico, a saber, las obras de Filón y de Josefo. Pero no fueron los textos los que dividieron a judíos y cristianos, pues, como se ha dicho, el cristianismo es la única religión que nace con un libro en su cuna, la Biblia hebrea traducida al griego o Antiguo Testamento. Desde una perspectiva histórica, no deja de sorprender que judíos y cristianos, utilizando los mismos textos, llegaran a resultados tan diferentes que cristalizaron en dos religiones distintas: el judaísmo rabínico normativo y el cristianismo. La clave para descifrar este enigma está no tanto en los textos que manejaban cuanto en las distintas interpretaciones o lecturas que hicieron de ellos. Los autores del Nuevo Testamento comenzaron a interpretar la Biblia hebrea, sobre todo los Salmos y los Profetas, a la luz de los acontecimientos (vida, muerte y resurrección) de Jesús de Nazaret. La Septuaginta sirvió de intermediaria y en la mayoría de los casos fue la clave para la nueva interpretación cristiana.
El mosaico de citas de Septuaginta y sobre todo sus múltiples ecos están condicionando la redacción de los escritos del Nuevo Testamento. La distinta hermenéutica de los textos fue lo que condujo a la bifurcación de los caminos, a las primeras polémicas judeocristianas y en definitiva a la ruptura entre las dos religiones. La Septuaginta será también la Biblia de los primeros cristianos y de los padres de la Iglesia y contribuirá decisivamente a configurar el lenguaje teológico del pensamiento cristiano.
En la historia de la transmisión de la Septuaginta hay un astro que brilla con particular esplendor: Orígenes, autor de la Hexapla. La coordinó y produjo en Cesarea de Palestina entre los años 235 y 250 d.C. (Fernández Marcos 1998, 209-227). En esos momentos la Septuaginta circulaba en formas textuales muy distintas según las regiones geográficas. Había sido sometida a continuas revisiones y además estaba expuesta a las contaminaciones y corrupciones de los copistas, propias de todo proceso de transmisión de los textos. Además, a lo largo del siglo II d.C. habían surgido nuevas traducciones en el seno del judaísmo, como las de Áquila, Símaco y Teodoción. También en el siglo II d.C. judaísmo y cristianismo comienzan a dividir sus caminos y arrecia la polémica apoyándose en la distinta interpretación de los textos bíblicos que compartían.
Orígenes, con una clarividencia fuera de lo común, intuyó el problema y quiso dotar a los cristianos de una base textual firme para su discusión con los judíos. Proyectó y llevó a cabo la gigantesca obra de la Hexapla, o Biblia en seis columnas sinópticas, precursora de las Políglotas de la Edad Moderna. La primera columna contenía el texto hebreo; la segunda, ese mismo texto transliterado al griego; la tercera, la traducción de Áquila; la cuarta, la de Símaco; la quinta, la de Septuaginta; y la sexta, la de Teodoción. Pero además editó por separado la columna de Septuaginta corregida según el texto hebreo en curso a mediados del siglo III d.C. Con lo cual, el resultado de la Hexapla fue funesto para la transmisión del texto genuino de la Septuaginta.
Las consecuencias de la gigantesca obra de Orígenes nos conducen a otra paradoja histórica: el mayor esfuerzo de la filología bíblica en la Antigüedad se convirtió de hecho en el origen de la mayor confusión para la transmisión del texto de los Setenta. En efecto, Orígenes corrigió la Biblia griega de acuerdo con el texto hebreo que circulaba en su tiempo, un texto unificado y estandarizado por los rabinos. Pero no cayó en la cuenta de que no era ése el texto hebreo que los traductores habían utilizado seis siglos antes, un texto distinto y plural, como han sacado a la luz los documentos de Qumrán.
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La clave pues está al final del texto. Orígenes no tomó una Septuaginta por decirlo de alguna manera "pura". De ahí que diera lugar a bastantes errores en su momento. Y como se ha visto a lo largo del tiempo también se intentó depurar porque en origen también tenía sus errores interpretativos, con lo cual habrán habido muchas copias, algunas más pulidas y otras menos. La "ola" de Septuagintas erroneas se desató en el siglo II d.C.
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