Había una vez un reino en donde el Rey, amante de la sabiduría, ofreció en matrimonio a su agraciada hija, la Princesa Sabina, a quien diera muestra de la mayor inteligencia. La prueba de inteligencia consistía en que el aspirante debía decir una gran mentira, pero dicha mentira debería estar al mismo tiempo muy cerca de la verdad. De todos los confines del reino y más allá, llegaron los hombres más sabios y ni con todas sus luces pudieron convencer al Rey. A veces eran grandes mentiras, pero muy lejos de la verdad. Otras veces eran casi verdades, pero no parecían mentiras. Un día llegó a Palacio un rústico labriego. Los ministros y gentes de la Corte lo trataron con desdén, pero había órdenes de recibir a quien fuera. El joven campesino fué llevado ante el Monarca.

-¿Acaso pretendes tú ser más inteligente que todos los sabios del Reino?
-Con toda modestia, Su Majestad, creo que poseo lo que buscáis.
-Venga pues y espero que no me hagáis perder el tiempo, porque podría ordenar que os dieran unos azotes.
-Espero que no, Su Alteza, eso haría sufrir más a mi madre que cuando me parió por el ano.
-¡Eso es una gran mentira! gritó el Rey...
-Pero muy cerca de la Verdad, Mi Señor...
El Rey no tuvo más que reconocer que aquel joven estaba dotado de una despierta inteligencia. Le había dicho una gran Mentira, pero estaba muy cerca de la Verdad. Cumplió lo prometido. Le entregó a la Princesa como su mujer y todos vivieron muy felices...