La justificación del límite del conocimiento que se supera sabiendo, es decir, justificando el modelo porque terminamos sabiendo qué está bien – o qué no está mal-, se remite continuamente a su propio problema, no cesa en un momento definitivo (¿el fin de la historia? ¿el desvelamiento de Dios?: es necesariamente incompleto y podría ser que algo no estuviese bien -que estuviese mal-.
Esta lección la dio David Hume hace más de doscientos años. La racionalidad de la causalidad se impone a las cosas para que no haya que inferirla de ellas o de sus relaciones, la trampa de Kant; es decir, la naturaleza de las cosas explica cómo son, pero al estar sometidos a una restricción de acceso a cómo son las cosas (¿o es que sabemos algo infinitamente?), podemos sólo decir: “por lo que hasta ahora sabemos”.
La otra opción es la contradictoria afirmación de Brunge: el mundo no es representación. Que significa que no nos andamos con fenómenos, sino con cómo son las cosas; es decir, los procesos mentales, mediciones, experimentos, sistemas de lógica, física o matemáticas, están ahí, en algún misterioso y platónico “lugar”. Aunque son sólo formales asumimos la efectividad –y la verdad- del carácter provisional –esto es pragmatismo ingenuo. Las cosas son así, nuestro modelo de verlas cuadra con ellas, así que ya estamos en el “en sí” –somos Dios y sabemos definitivamente, sin restricción-. Lástima que su lógica siempre pueda fallar, o decir algo nuevo que no sabíamos. Por su propia sucesión está limitado a sí mismo. ¡Vaya!, no es definitivo.
Esa es la esperanza del mundo de la ciencia y la raíz de su efecto ideológico, es un límite a priori que se falsifica donde no se comprende, como el sofista conceptuoso de Lichtenberg.
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