AUTOPSIA PREMATURA DE LA FILOSOFÍA
Por Mario Bunge
Nunca ha habido tantos profesores de filosofía y, a la vez, tan poca filosofía nueva, interesante y útil. En efecto, desde fines de la Segunda Guerra Mundial el número de filósofos profesionales se ha multiplicado al menos por diez, y los congresos, libros y revistas de filosofía han acompañado al aumento de esa población. Sin embargo, la enorme mayoría de los filósofos no propone ideas originales. Enseñan, comentan o critican ideas de otros, vivos o muertos, o se dedican a juegos de ingenio, cuando no a juegos de palabras.
La gravedad de la crisis de la filosofía actual es tal, que rinde fervoroso culto a dos notorios antifilósofos: Ludwig Wittgenstein y Martín Heidegger. El primero declaró que la filosofía es la enfermedad consistente en el uso incorrecto del lenguaje. Y el segundo tiene el dudoso mérito de ser el escribidor más oscuro de la historia. Ambos estaban obsesionados por la palabra e ignoraban las revoluciones científicas que estaban sucediendo bajo sus narices, y ninguno de ellos resolvió un solo problema filosófico.
Pero tanto el fundador de la filosofía del lenguaje ordinario como el padre del existencialismo moderno originaron sendas industrias académicamente lucrativas. Éstas ocupan a numerosos profesores empeñados en anotar, comentar, interpretar y reinterpretar los textos de los fundadores. Uno de los motivos de la popularidad de Wittgenstein y Heidegger es que su lectura no exige conocimientos previos. Los aforismos del primero son triviales. Las oraciones del segundo se dividen en inteligibles (pero triviales y falsas), e incomprensibles y por lo tanto intraducibles. El primero aburre y el segundo indigna a cualquier intelecto racional.
La desproporción entre calidad y cantidad en la filosofía contemporánea es tan evidente, que el profesor norteamericano Richard Rorty ha proclamado la muerte de la filosofía. (Sin embargo, él mismo sostiene que Wittgenstein y Heidegger son dos de las tres cumbres filosóficas del siglo. La tercera sería el pragmatista John Dewey, pensador muy influyente en los EEUU, pero de escasa originalidad). Naturalmente, Rorty y otros han publicado copiosamente sobre el tema. La necrofilia desplaza a la filosofía.
Confieso que no he leído ninguna de las necrologías contemporáneas de la filosofía. Mi amigo, el finado José María Ferrater Mora, me tenía al tanto de esta y de otras patologías filosóficas, que a él le divertían tanto como a mí me irritan.
Si uno cree realmente que la filosofía se acabó y, en particular, que uno mismo está acabado como filósofo, entonces tiene el deber moral de callarse, por estar convencido de que no puede aportar nada nuevo que no haya sido dicho antes.
En cambio, si uno no cree en la muerte de la filosofía, o cree que ésta está herida pero aún puede salvarse, debe hacer algo para salvarla. Y lo único que puede hacer de buena fe para contribuir al restablecimiento de la filosofía es filosofar un poco. Como dice la sabiduría popular, no hay peor lucha que la que no se hace.
¿A quién de los dos debemos creer: al pesimista o al optimista, al enterrador o al médico? Yo creo en el segundo, por la sencilla razón de que hay muchísimos, incontados problemas filosóficos sin resolver o, aun peor, mal resueltos. Y mientras quede un problema filosófico abierto y un cerebro interesado en trabajarlo, la filosofía no habrá muerto.
En resolución, creo que la filosofía no está muerta sino enferma. Si esto es verdad, y si queremos que la filosofía se recupere, debemos empezar por formular un diagnóstico correcto: debemos identificar los males que aquejan a la filosofía. Mi diagnóstico es que la filosofía de nuestro tiempo sufre de los siguientes males:
1) Reemplazo de la vocación por la profesión
2) Confusión entre filosofar e historiar
3) Confusión entre profundidad y oscuridad
4) Obsesión por el lenguaje
5) Subjetivismo
6) Refugio en miniproblemas y jeux d’esprit
7) Formalismo sin sustancia y sustancia informe
Desdén por los sistemas: preferencia por el fragmento y el aforismo
9) Divorcio de los dos motores intelectuales de la cultura moderna: la ciencia y la técnica
10) Desinterés por los problemas sociales
Veamos en detalle en qué consisten estos males.
El primero de los males anotados es la profesionalización excesiva. Antes el filosofar era cosa de aficionados, de amantes de la sabiduría. Desde hace un par de siglos la filosofía es una profesión como cualquier otra. (Sin embargo, no conozco a ningún filósofo que, al declarar su profesión, ponga “filósofo”). Además, hay tantos puestos de profesor de filosofía que, inevitablemente, muchos de ellos son ocupados por personas sin vocación. Para peor, están obligados a publicar para poder conseguir empleo o ascenso. Con la comunidad científica ocurre otro tanto: está llena de funcionarios que, en otros tiempos, hubieran sido competentes artesanos, escribientes o abogados. El resultado inevitable de la profesionalización de la filosofía y de la ciencia es la pérdida de calidad.
El segundo mal es la confusión entre hacer filosofía y contar su historia. No hay duda de que el conocimiento del pasado de su disciplina es más importante para el filósofo que para el químico o el biólogo, porque muchos problemas filosóficos tienen raíces antiguas y siguen abiertos. Es decir, la historia de la filosofía es una herramienta para filosofar. Pero ocurre demasiado a menudo que el medio se toma por fin. La consecuencia es que marchamos mirando para atrás. Ésta es una aberración. Al fin y al cabo, los historiadores de la filosofía se ocupan de filósofos originales, no de historiadores de la filosofía.
El tercer mal es la confusión entre profundidad y oscuridad. Es verdad que es difícil entender un pensamiento profundo. Pero también es verdad que es fácil hacer pasar una perogrullada, o incluso un absurdo, por un pensamiento profundo. Para esto basta utilizar expresiones confusas o retorcidas. Por ejemplo, al escribir que “el mundo mundea”, que “el tiempo es originariamente la maduración de la temporalidad”, y disparates similares, Heidegger se hizo pasar por un pensador profundo. De no ser catedrático alemán, la gente lo habría tomado por loco, cuando no fue sino un charlatán.
El cuarto mal es la obsesión por el lenguaje, que aqueja tanto a los filósofos analíticos como a los existencialistas. Por supuesto que el filósofo debe cuidar el lenguaje, pero en esto no se distingue del matemático, del geólogo, el escritor o el periodista. Además, una cosa es escribir correctamente y con claridad, y otra tomar el lenguaje como tema central de la reflexión filosófica y, para peor, sin hacer caso de los trabajos de los expertos en la materia, o sea, los lingüistas. Al filósofo no le interesa saber cómo se usa esta o aquella palabra en tal o cual comunidad lingüística. Sin duda, puede interesarle la idea general del lenguaje, pero sólo como una de tantas ideas generales. Si se limita al lenguaje irrita al lingüista y aburre a todos. El resultado es que no enriquece la lingüística ni la filosofía.
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