.....Los franceses acusan el golpe del coup de foudre.
Los ingleses se precipitan y caen en el amor (to fall in love).
Noosotros los latinos sucumbimos ante el impacto del flechazo.
En cualquier latitud, tiempo o circunstancia, el enamoramiento siempre ha tenido algo de violento, súbito, arrasador.
“Recibe un millón de besos, pero no me los devuelvas porque me queman la sangre”, le escribía Napoleón Bonaparte a Josefina de Beauharnais.
Con retórica sin duda diferente, cada quien ha sentido las delicias y el tormento de un sentimiento destinado a ser excepcional: difícil vivir en permanente estado de vértigo, ensoñaciones y taquicardia.
Difícil, asimismo, sostener ese estado próximo a la locura que les permite a dos perfectos desconocidos decidir, de repente y sin demasiadas mediaciones, que han nacido “el uno para el otro”.
“Es una dulce patología”, sugiere el psicoanálisis.
“Una excusa de la evolución para perpetuar las especies y los genes”, propone la biología.
Honrado por la literatura y las artes de todos los tiempos, el enamoramiento nos ha mostrado siempre nuestro costado más irracional.
Pero también ha dado cuenta de nuestra más íntima vocación de encuentro con el otro, el preludio inevitable para que surja el amor.
Un enroque de emociones que parece tener pronóstico reservado en el individualista y desconfiado siglo XXI.
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