Yo no, cuando era chico intentaba encontrar alguno, pero ni caso. Pero siempre me gustaron las historias sobre el tema que me contaban.
Mi abuelo materno era comisario en Montevideo, en la zona del Buceo, y una noche lluviosa llamaron unos vecinos a la comisaría para decir que en el cementerio, que queda a una cuadra de la costa, había un fantasma agarrado al portón que se quería escapar. Luego de más o menos media hora con la panza arriba y tirados en el suelo, los agentes pudieron contener la risa y mi abuelo mandó a dos a verificar el hecho. Pero se negaron, una cosa era reírse en la comisaría y otra era ir al cementerio de noche, con lluvia y viento y un fantasma agarrado a la reja. Entonces mientras se enfundaba en su impermeable y escupía insultos a sus subordinados llamándolos cobardes pero con otras palabras que las circunstancias me impiden reproducir, se encaminó solo hacia la oscuridad de la noche. Al estacionar el auto frente al cementerio creyó divisar una imagen blanca que ululaba al compás del viento, al acercarse bajo la lluvia y el frío viento, comprobó que era una hoja de diario, que en esa época eran gigantescas, enganchada en el portón del cementerio. La arrancó deseando deseando mil calamidades a los molestos vecinos y resoplando volvió a su auto y se alejó del lugar.
Mi madre tenía dos hermanas y un hermano, pero siempre andaba con una de ellas, a todas partes iban juntas. Incluso a veces se entendían sin siquiera mirarse, tanto así estaban unidas, tanto así se conocían. Una noche de verano, de esas noches en que el frescor crepuscular ha quedado impregnado en el aire y el aroma de las flores primaverales persiste aún, como las estrellas nítidamente visibles testimonian un aire límpido y la velada invita a disfrutar con la familia y los amigos, llegaron visitas, y su madre las mandó a buscar algunos comestibles al almacén. Vivían en una especie de quinta y para llegar a la vereda tenían que andar setenta metros hasta el portón entre árboles frutales y de ornamento. Y allí salieron, las dos hermanas, mi madre la menor girando alrededor de mi tía, preguntándole cosas mientras su hermana, ya casi una señorita, la miraba con cariño y cierto desdén hacia su inmadurez. Llegaron al portón y distraídamente lo abrieron, y salieron a la calle imaginando ya el camino al almacén, pero de pronto, no estaban camino al almacén sino en el interior de su casa de nuevo, jadeando sin poder emitir una palabra, mientras mi tío les preguntaba a los gritos qué les pasaba, si algún tipo les había hecho algo. Cuando retomaron el aliento contaron lo que vieron, al traspasar el portón, en la vereda, un hombre vestido elegantemente, de tres metros de alto, con un perro tirado a sus pies, las miraba fijo. Mi tío salió corriendo a ver si encontraba a alguien, pero ni rastros. Las dos hicieron la misma descripción sin haberselo comunicado una a la otra.
Chau.
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