El tema del libre albedrío o la libertad ha sido desde hace siglos un problema filosófico que ha llamado la atención de los más brillantes pensadores. Se ha pensado mucho sobre el tema porque es una cuestión grave que afecta a nuestros actos, los presentes, pasados y por venir. La dignidad humana, laureada tantas veces, se encoge ante los pasos de las luces de la filosofía y la ciencia.
La filosofía ha especulado sobre la libertad inventando trampas o señuelos que la justifiquen, o derribando los muros que la protegían. En cualquier caso la posición denominada “filosóficamente ingenua” se hará la despistada ante las señales que enviemos. Ese es un problema que apunté sobre Russell y por lo que lo consideré pragmático: no nos afecta en nada el hecho de que seamos o no libres, si en definitiva podemos elegir. Es sorprendente que un hombre del talento de Russell propusiese una paradoja tan tonta como solución al problema, y más aún lo es sabida su competencia revolucionaria en lógica y en solución de paradojas. En resumen, el argumento del pragmatismo se basa en no hacerse cargo más que de su dimensión, da un tijeretazo al problema y la solución parece evidente. Ya Spinoza se topó con este sordo contrincante, pues si quiero levantarme de la silla basta con que me levante para demostrar que soy libre de hacerlo. Spinoza no lucho con el argumento porque había demostrado que la libertad estaba relacionada con el objeto de la voluntad, pero debía ser a su vez independiente de ella. Esa discusión es interesante pues entronca con el carácter ético de la libertad. Somos libres si pudiendo no serlo, elegimos serlo. Un argumento parecido lo daba Sastre diciendo que la libertad era elegir hacer lo que puedes. En este punto nos encontramos con el problema de la identidad y la voluntad. Suponemos que alguien elige pero, como decía Rochefocauld, tenemos más pereza en la mente que en el cuerpo, y optamos por hablar de lo elegido. Por ese camino no es que seamos libres, sólo desvelamos la elección.
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