Iniciado por
Ticko
Uno invitó a la chica a salir.
Y la chica le dijo que sí.
Aquí estamos, comiendo en un restaurante o –mejor– tomando una copa.
Uno cuenta historias, hace chistes, se muestra ocurrente.
Ella se ríe. Y esa carcajada dulce y cristalina es como una música que nos hace bien. Sentimos que nos adivina, nos comprende, nos celebra. Trabajamos por su risa, la anhelamos como náufragos, nos morimos por esa voz. Y ella juega con los tonos de su risa, el murmullo, la exclamación, los destellos de sus ojos.
Siempre ha sido así. El varón hace bromas, la mujer las festeja. Por eso hay tan pocas actrices cómicas.
Los payasos somos nosotros, para ellas.
Y el deber de ellas es asustarse un poco y comentar: "¡Qué loco, qué loco!".
Es un código inscripto en nuestros genes.
En Las Aventuras de Tom Sawyer, capítulo 1, un pibe de 12 años sale a disfrutar de la mañana soleada de un domingo en su pueblo de calles de tierra y descubre, de pronto, que hay una vecinita nueva en la casa de al lado. Es Becky Thatcher, la hija del juez. Tiene trenzas rubias y lo mira con desconfianza.
Tomás Sawyer se desvive por captar la atención de la rubiecita. Camina con las manos, da vueltas carnero, lanza piedras muy lejos, silba canciones enteras. Cada tanto atisba hacia la verja de la familia Thatcher. Allí sigue Becky, mirándolo, pero sin sonreír.
Es la misma historia.
Hacemos piruetas, locuras y patochadas para que ellas nos miren y sonrían.
¿Por qué será?
Andando los años, las chicas se enamoran de otros que no son necesariamente cómicos, pero hacen cosas llamativas.
El campeón de fútbol, o de básquet, o de rugby...
¡Los músicos!
Los cantantes.
Los artistas.
Los hombres de negocios.
Los policías.
A las chicas les gusta mucho que el novio las pase a buscar y las saque a pasear en coche. El hombre manejando es una imagen que impulsa a la mujer a sacarse los zapatos y ponerse cómoda, mimosa...
¡Está en sus manos!
De alguna manera, el varón está en la calle, poniendo el cuerpo, batallando, demostrando que se encuentra en condiciones de protegerla, de transportarla, de mantenerla.
A las chicas les fascina el teléfono.
Es el vehículo del romance, aunque últimamente un poco desplazado por los mails y los mensajes de texto. La campanilla que suena y el hombre que llama. La voz que dice cosas. Las palabras. Los poemas. Las promesas. Las flores –que finalmente son los órganos genitales de las plantas– e incluso...
¡Las mentiras, nuestra arma favorita!
Se me dirá que todo esto ya no existe.
Que las chicas no esperan al Príncipe Azul, que el teléfono no llama, que todo es distinto...
Tal vez.
Pero todavía falta mucho para que la mujer deje de ser mujer y el hombre cese de ser hombre.
Por ejemplo: ¿por qué el hombre se permite escupir, eructar y otras asquerosidades que no cometería nunca una mujer?
Por la sencilla razón de que ella es una señorita.
¿Por qué el hombre puede transpirar como un chivo, oler como una foca, tener las manos sucias de grasa, la panza prominente y pocos pelos en la cabeza, mientras que ella debe necesariamente ser linda, pura, decente, cristalina, discreta, refinada?
¿Por qué?
Nosotros nos damos el permiso de ser unos auténticos monstruos; ellas no.
La mujer va a la peluquería, se hace las manos y los pies, se pone crema, se perfuma, se depila. El hombre se afeita y gracias (algunos, otros ni eso).
Al hombre le gustan las películas porno, a la mujer la impresionan.
El hombre grita palabrotas, ella habla como una señorita, o como una señora.
Y está todo bien.
Es el juego que hemos jugado siempre. No sabemos otro.
Escrito por un argentino, mejor no pregunten por quién.
Saludos.
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