Parte I
Crítica de la Religión y del Estado
(pag. 67 a 75)
La Religión no es más que una fuente y una causa fatal de perturbaciones y divisiones eternas entre los hombres
Esta fe o esta creencia ciega que ponen por fundamento de su doctrina y de su moral, no sólo es el principio de errores, ilusiones, mentiras e imposturas, sino que además es una fuente funesta de perturbaciones y divisiones eternas entre los hombres, pues como no es por razón sino más bien por terquedad y por obstinación que unos y otros se aferran a la creencia de sus religiones y de sus pretendidos santos misterios y creen ciegamente cada no por su parte estar al menos tan bien fundados unos como otros en su creencia y en el mantenimiento de su religión, y que esta creencia ciega que cada uno tiene por su parte de la pretendida verdad de su religión les obliga a considerar falsas todas las demás religiones, e incluso les obliga a mantener a cada uno la suya, con peligro de sus vidas y de sus fortunas y a expensas de todo lo que podrían tener de más querido: es el hecho por el cual no pueden ponerse de acuerdo entre sí con respecto a sus religiones y nunca lo lograrán; asimismo es lo que causa perpetuamente entre ellos, no sólo disputas y contiendas verbales, sino también perturbaciones y divisiones funestas; es también por lo mismo que todos los días se ve cómo se persiguen unos a otros a fuego y sangre para el mantenimiento de sus insensatas y ciegas creencias o religiones, y que no hay males ni maldades que no se ejerzan unos contra otros bajo este bello y falaz pretexto de de-fender y mantener la pretendida verdad de sus religiones.
¡Qué locos son todos ellos! Ved lo que dice el señor de Montaigne a este respecto: «No hay -dice- hostilidad tan excelente como la cristiana; nuestro celo es maravilloso cuando va secundando nuestra propensión al odio, la crueldad, la avaricia, la detracción, la rebelión...
A contrapelo -dice- a la verdad, la benignidad, la temperancia, si como por milagro, una rara complexión no lleva a uno a esto, no saca raja. Nuestra religión -prosigue- parece estar hecha para extirpar los vicios, los oculta, los alimenta y los incita» (Essais).
En efecto, no se ven guerras tan sangrientas ni tan crueles como las que se hacen por un motivo o por un pretexto religioso, pues para entonces cada uno se entrega ciegamente con celo y con furor y cada uno procura hacer de su enemigo un sacrificio a Dios, según este dicho de un poeta que dice muy bien: «Inde furor vulgí, quod numina vicinorum odit quisque locus, cum solos credat, habendos, esse deos, quos ipse colit» (Juv. Sat. 15.36)
«Que es lo que los hombres no hacen -dice M. de la Bruiere- por la causa de la religión, de la que están tan poco persuadidos y que practican tan mal» en el capítulo de los Espíritus fuertes.
Este argumento me parece completamente evidente hasta aquí; así pues no es tan creíble que un Dios todopoderoso, que fuera infinitamente bueno e infinitamente honesto, quisiera servirse jamás de un medio semejante, ni de una vía tan fraudulenta como aquella, para establecer sus leyes y sus órdenes, o para hacer conocer sus voluntades a los hombres, pues manifiestamente esto sería querer inducirlos al error y querer tenderles trampas, para hacerles tomar partido por la mentira antes que por la verdad, lo que ciertamente no es creíble de un Dios todopoderoso que fuera infinitamente bueno e infinitamente honesto.
Paralelamente no es creíble que un Dios, que amase la unión y la paz y que amase el bien y la salvación de los hombres, tal como sería un Dios infinitamente perfecto, infinitamente bueno e infinitamente honesto y que nuestros cristicolas mismos califican Dios de paz, Dios de amor, Dios de caridad, padre de misericordia y Dios de todos los consuelos-... etc. (2 Cor. 1,3), no es creíble, insisto, que un Dios semejante hubiera querido jamás establecer y poner por fundamento de su religión, una fuente tan tal y tan funesta de perturbaciones y divisiones eternas entre los hombres como es esta creencia de la que acabo de hablar, la cual sería mil veces más funesta de lo que fue jamás esta manzana de oro fatal que la diosa Discordia arrojó maliciosamente a la asamblea de los dioses en las bodas de Peleas y Tetis que fue la causa desdichada de la ruina de la ciudad y del reino de Troya, según el decir de poetas fabulosos.
Luego religiones que tienen por fundamento de sus misterios y que toman como regla de su doctrina y de su moral una creencia ciega que es un principio de errores, de ilusiones y imposturas y que sigue -siendo una fuente fatal de perturbaciones y divisiones eternas entre los hombres -no pueden ser verdaderas, ni haber sido verda-deramente instituidas por Dios. Y ya que todas las religiones tienen por fundamento de sus misterios y toman por regla de su doctrina y de su moral una creencia ciega, como acabo de demostrar, se deduce evidentemente que no hay ninguna verdadera religión, -ni siquiera religión que sea verdaderamente de institución divina-, y, por consiguiente, he tenido razón al decir que todas ellas no eran más que invenciones humanas y que todo aquello que nos quieren imbuir de los dioses, de sus leyes, de sus órdenes, de sus misterios y de sus pretendidas revelaciones, solo son errores, ilusiones, mentiras e imposturas.
Todo esto se concluye por sí solo.
Pero me doy perfecta cuenta de que nuestros cristícolas no dejarán de recurrir aquí a sus pretendidos motivos de credibilidad y dirán que aunque su fe y su creencia sea ciega en un sentido, no deja de estar apoyada y confirmada por testimonios veraces tan claros, tan seguros y tan convincentes que no sólo sería una imprudencia, sino también una temeridad y una obstinación e incluso una insensatez enorme no querer rendirse a ella. De ordinario reducen todos estos pretendidos motivos de credibilidad a tres o cuatro fundamentales. El primero, lo extraen de la pureza y de la pretendida santidad de su religión que condena, como ellos dicen, todos los vicios y que recomienda la práctica de todas las virtudes; su doctrina es tan pura y tan santa, según ellos, que visiblemente ésta no puede venir más que de la pureza y de la santidad de un Dios infinitamente perfecto.
El segundo motivo de credibilidad lo extraen de la inocencia y de la santidad de vida de aquellos que la han abrazado primero con amor, de aquellos que la han anunciado con tanto celo, que la han mantenido con tanta constancia y que la han defendido tan generosamente exponiendo la vida hasta la efusión de su sangre e incluso hasta padecer la muerte y los tormentos más crueles, antes que abandonarla, no siendo pues creíble, dicen nuestros cristícolas, que tan grandes personajes tan santos, tan honestos y tan iluminados, se hubieran dejado engañar en su creencia o que hubieran querido renunciar como han hecho a todos los placeres, a todas las ventajas, a todas las comodidades de la vida y exponerse además a sí mismos a tantas penas y trabajos e incluso a persecuciones tan rigurosas y crueles, para mantener solamente errores, ilusiones o imposturas.
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