Hace treinta años, la historia tropezó con una tormenta perfecta. Un gobierno civil, elegido legítimamente, oscilaba entre la ineptitud y la parálisis. Grupos insurgentes se habían levantado en armas contra ese gobierno al que, bien o mal, debía reconocérsele su origen democrático. Las Fuerzas Armadas, que todavía tenían el porte de un partido militar, habían descerrajado la ambición de tomar el poder. Una clara mayoría social -y política- reclamaba, a su vez, una recuperación del orden a cualquier precio. Empezaba, así, una de las noches más largas y oscuras de la historia argentina, que dejaría miles de muertos y que instalaría el método aberrante del secuestro, la tortura y la desaparición de los opositores, verdaderos o inciertos.
La historia no es arbitraria ni sorpresiva; su trama va construyendo, a veces de manera imperceptible, los trazos del futuro. Néstor Kirchner suele decir, si bien nunca en público, que la curva maliciosa de aquel proceso histórico se produjo con la decisión irrenunciable de Juan Domingo Perón, ya anciano y enfermo, de recuperar personalmente el poder en 1973 y, encima, de nombrar como su sucesora a su propia esposa, María Estela Martínez. Su análisis puede estar teñido por cierta ideología, pero no deja de acercarse demasiado a la verdad. El viejo general, doblegado por el tiempo y la mala salud, y su esposa, seriamente limitada en su capacidad intelectual y política, terminaron haciendo un aporte importante al fracaso posterior.
Los grupos insurgentes, fundamentalmente Montoneros y el ERP, no le dieron tregua al gobierno democrático de 1973. Secuestros, asesinatos, intentos de copamientos de pueblos, comisarías y regimientos militares acompañaban a un deshilachado proceso político. A fines de 1975, ambas asociaciones guerrilleras habían pasado a la clandestinidad, luego de una breve tregua. Esto es: habían decidido combatir al gobierno constitucional con las mismas armas que habían usado, desde 1969, contra un gobierno militar.
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