LA CÓLERA MASCULINA ANTE LO OTRO
María-Milagros RIVERA GARRETAS
Hace unos años, muchas feministas pensamos que la violencia contra las mujeres se resolvería tomándose cada mujer la libertad de salir de una situación de maltrato: o sea, dejando de aguantar. Hoy experimentamos que el dejar de aguantar ha aumentado el riesgo de ser asesinada. ¿Qué es lo que está ocurriendo?
Pienso que la violencia contra las mujeres deriva del hecho de que las mujeres tenemos un mundo propio –“un cuarto propio”, le llamó Virginia Wolf-, un mundo que intenta orientarse por los signos de Amor, acogiendo la debilidad, la dependencia y la vulnerabilidad que el amor requiere y que son lo más político que hay. Este mundo es, para muchos hombres, su otro irreducible. El final del patriarcado ha dejado el mundo femenino propio al desnudo, en toda su grandeza.
El mundo propiamente femenino no se deja reducir por el poder (un invento masculino). No entabla con el poder una interlocución significativa, ni para a*****lo ni para rechazarlo. El hombre que no acepta que la mujer tenga su propio mundo, tiende a montar en cólera y a usar la violencia para destruirlo. Que las mujeres tomáramos el poder para enfrentarnos a la cólera masculina, completaría la destrucción, porque, desplazándonos a la casa del amo, abdicaríamos del amor.
Por eso, la violencia contra las mujeres no es una cuestión de poder sino una cuestión de orden simbólico. Esto se entenderá mejor si digo que tiene algo fundamental en común con la caza de brujas del Occidente moderno. Choca muchísimo que desde las instancias del poder social se actuara con tanta violencia contra mujeres que no tenían poder, que estaban inermes. Pero no era una cuestión de poderosos contra inermes, sino del sentido que cada una de las partes en conflicto le daba y le da a la vida y a las relaciones. Lo simbólico es el sentido de la vida y de las relaciones dicho por cada hombre o cada mujer en lengua materna. El sentido es el núcleo de la política genuina, la que propicia la concordia.
El hombre que ejerce violencia contra una mujer es como el Minotauro. Su mente es un laberinto de incapacidad de entenderla a ella, de entender el sentido que ella le da a la vida y a las relaciones, o sea, a lo simbólico. Por eso, reacciona como el minotauro. El Minotauro fue imaginado como un monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro. Es una alegoría de la fuerza semihumana que destruye sentido. Destruir sentido es un atentado contra la civilización, porque el sentido es lo propio de la criatura humana, es lo que alienta su vida en el mundo, es uno de los fundamentos de la felicidad. La diferencia sexual –la diferencia de ser mujer u hombre- es una fuente inagotable de sentido. La violencia contra las mujeres intenta destruir el sentido libre de la diferencia de ser mujer.
El final del patriarcado ha dejado a muchos hombres sin el horizonte simbólico que tenían, poniendo al descubierto lo incivil de la sexualidad fálica y el miedo masculino a la alteridad, a lo distinto, que el patriarcado encubría. Para un hombre, lo otro es, en primer lugar, la mujer.
El cuerpo de mujer nace con una facultad suya propia que es su capacidad de ser dos. Esta capacidad es tan delicada y tan rica y vital que ha generado una maraña inmensa de opiniones, mandatos, prohibiciones, etc., que todo el mundo conoce, y que han tapado lo que es, en mi opinión, lo principal: su abrir el cuerpo femenino a lo otro, a lo más otro que hay que es otra vida, otro cuerpo, un cuerpo imprevisible. El cuerpo femenino está abierto a lo otro tanto si ella decide o acoge ser madre, como si no, pues el cuerpo señala, no determina.
La violencia contra las mujeres se da, pues, cuando una mujer ama; y un hombre –su pareja- es incapaz de reconocerle autoridad al mundo relacional propio que ella crea y atiende amando, siendo el amor el horizonte de la política de muchas mujeres. Aquí radica la dignidad de la mujer maltratada. Pues la mujer que sufre violencia no es una víctima sin más, sino que es, ante todo, una mujer que se hace depositaria de algo tan precioso como es la práctica de la relación: una mujer que no se deja llevar por el individualismo crudo –lo que se suele llamar el individualismo moderno- sino que persiste en abrirse a lo otro, sosteniendo las relaciones que ha creado en torno a un hombre. Ella está dispuesta a correr riesgos para que la relación no instrumental –la relación sin fin- y la práctica de la alteridad no desaparezcan de nuestro mundo occidental, un mundo que tiende al individualismo y a destruir a lo otro. Los riesgos que ella corre son muchos, y yo no propongo que los corra, porque amo la paz y la vida. Pero reconozco que, corriéndolos, me recuerda también a mí que, sin la práctica de la relación, el mundo dejaría de ser habitable, la civilización moriría.
Pienso que, en la actualidad, andamos buscando, todavía a tientas, la mediación válida para pensar y decir políticamente lo que una mujer siente cuando es agredida, lo que sentimos las demás mujeres cuando esto ocurre y, también, lo que siente el mundo común de mujeres y de hombres ante esta tragedia cotidiana. Andamos buscando la mediación para pensarlo y decirlo sacando esta vivencia de la antinomia público/privado, es decir, yendo más allá tanto del “es un asunto personal” (ya superado) como de la creencia en que la solución vendrá de la intervención del Estado de derecho, que es, hoy, el principal garante de lo público.
El fundamento de la política no está fijo a través de los tiempos sino que está vivo; por eso, porque está vivo, cambia con la realidad, con la historia. Yo sostengo que, en la actualidad, el fundamento de lo político son las relaciones de los sexos y entre los sexos: es decir, la política sexual, orientada por la política de las mujeres. No el voto, ni el lugar que se ocupe en las relaciones de producción, ni tampoco el patriotismo. Sino esas relaciones de los sexos y entre los sexos –la política sexual- radicalmente transformadas por las mujeres del último tercio del siglo XX. Los cambios históricos traen violencia si no se acierta a sostener adecuadamente el trabajo de la mediación y de lo simbólico.
y ahora amigo BETTERMAN, sigue pensando.
un fuerte abrazo.
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