"Murió Juan Manuel Fangio". En aquella fría madrugada de hace una década, la noticia conmovió. No por inesperada, ya que era un triste e irreversible presagio por cumplirse tarde o temprano desde hacía algo más de un año atrás, cuando la salud del Quíntuple comenzó a deteriorarse lentamente a partir de un serio problema renal. Sí porque quienes desde el trato cercano, unos pocos, o a la distancia, la mayoría, se habían acostumbrado tanto a tenerlo en vida, a escucharlo con su tono campechano y simple, a admirarlo por su sabiduría y humildad, a pedirle un consejo que nunca negaba, a deleitarse con los amenos relatos de hazañas sin soberbia. Y tanto se habían acostumbrado que parecía imposible que la muerte, esa misma a la que había vencido tantas veces en la pista y en la vida, algún día podría llevarselo.
Llegó ese día, pero simplemente para cumplir un ineludible paso de la naturaleza; uno de los pocos que iguala a todos los seres humanos. Y como el más ignoto, Juan Manuel Fangio entró definitivamente en el recuerdo aquel 17 de julio de 1995. Dejó de ser una presencia física para transformarse desde el más allá en el mito que ya era en vida. Algo que es propiedad exclusiva de los grandes de verdad.
A diferencia de muchos que tuvieron en la muerte la aliada para agigantar, a veces en demasía, su figura y perdurar en la memoria, Fangio no la necesitó para mantenerse vivo en los recuerdos y en el afecto. Era ya un grande en vida, ya sea en actividad en todas la pistas del mundo como en su retiro con las múltiples tareas que encaró. Y así lo reconocieron todos en su momento. Por eso su apellido muchas veces se transformó en adjetivo para calificar lo excelso, lo máximo o para mostrar lo ideal. Todos, alguna vez, escuchamos el ¿quién te creés que sos, Fangio? ante una maniobra fuera de lo común sobre un auto.
El Fangio hombre excedió la dimensión de las pistas. Fue un real embajador, de ésos que sin carteras oficiales ni tramas políticas hacen conocer de verdad al país. Por eso durante muchos años, y hasta la llegada de otros grandes del deporte como Vilas, Maradona o Monzón, el nombre de Fangio fue exclusivo sinónimo de Argentina hasta en el lugar más impensado del mundo. Como anécdota, el recordado Jorge Recalde contaba que una vez, pérdido en medio del rally de Kenia, la mención de Fangio lo salvó de unos indígenas con intenciones poco amistosas. Sólo es un ejemplo de como muchas veces su apellido obró como una llave mágica para abrir puertas que parecían infranqueables.
El Fangio piloto fue tan grande que escapó al marco exclusivo de los triunfos y récords deportivos. Por eso, el valor de esos cinco títulos mundiales que durante tanto tiempo parecieron inaccesibles, se mantuvo inalterable hasta cuando hace un par de años lo superó Michael Schumacher. Si hasta el propio alemán no lo tomó como una victoria contra el Chueco. "Lo que él hizo fue único", explicó Schumi repitiendo lo que años atrás había dicho Ayrton Senna, el otro supercampeón de la F-1 y el mismo que aquel domingo de 1993 bajó del escalón de ganador del podio en Interlagos para saludar a Fangio y mostrarle su admiración con un espontáneo. "Maestro, nadie puede estar por encima suyo..."
La ubicación en tiempo y forma de estos logros personales y deportivos de Fangio agiganta sus méritos. Porque los forjó en una época sin la celeridad de las comunicaciones de hoy, que al instante desparraman por todo el mundo hasta el hecho más insignificante de cualquier deportista. Un tiempo donde los ídolos y las figuras no eran efímeros frutos de la necesidad mediática, sino consecuencias de valores reales y firmes. Un tiempo donde el deporte era más que el comercio y el marketing, donde el hombre influía más que la máquina, donde el exagerado superprofesionalismo no había tapado la amistad y la bohemia, sin por eso quitarle fuerza a la competencia. Un tiempo distinto, que debe haber tenido su valor porque hoy Juan Manuel Fangio sigue tan vivo en todos los recuerdos que hasta parece mentira aquel "murió Fangio " de hace diez años.
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