Algunos pensarán que estoy desvariando al titular este asunto de manera polémica. No lo niego, con tal de que se examinen seriamente mis observaciones. La Iglesia Católica es, en estos momentos, un peligro en potencia (en su acepción aristotélica) no tan sólo para la sana convivencia del pluralismo ideológico, cultural y social, sino hasta religiosamente. No olviden aquella encíclica en la que Ratzinger, con el beneplácito del Papa de entonces, puso el primer clavo al ataúd de las relaciones católico-protestante-ortodoxo al denominar a los cristianos no católicos como cristianos deficientes. Si semejante postura fue sólo el preámbulo de las arremetidas del catolicismo tradicionalista contra cualquier mínima disensión hacia sus esquemas, entonces preparémonos, ahora que Ratzinger no es un segundón, sino la máxima autoridad de la Iglesia, para ver llevar hasta las últimas consecuencias aquella encíclica papolátrica. Pero éste no es más que uno de tantos ejemplos de las convicciones tradicionalistas que se despertaron en la Iglesia en cierta medida como reacción al Concilio Vaticano II y de la individualización rampante de la sociedad occidental. La Iglesia Católica ve con temor todos estos procesos, pues sabe que quedará como una mercancía más en el mercado de las religiones. Efecto secundario del capitalismo que, lejos de ser vituperable, como hacen algunos irónicamente izquierdistas que la misma Iglesia condena, constituye una victoria contra las ideologías, religiones y esquemas monolíticos. Lo mismo que funcionó contra el comunismo vuelve, como boomerang, contra el catolicismo. Consciente de la imperatividad de frenar esta eventualidad, Juan Pablo II se movilizó por medio mundo, no para bendecir sino para mantener la posición de la Iglesia donde se estaba tambaleando y atraer nuevos adeptos al rebaño. Sin embargo, Juan Pablo II no fue lo suficientemente consistente con su conservadurismo, pues no evitó reuniones interconfesionales, apoyó deficientemente la condonación de la deuda externa de los países del tercer mundo -con el propósito de ganarse esos países al rebaño católico, a la vez que demostraba la supuesta caridad del vicario de Cristo-, y el pecado que muchos archiconservadores del mundo y la Iglesia no le perdonan, se opuso a la guerra de Irak. Se sabe que Ratzinger viene a continuar la línea del Papa anterior. Me aventuro, en este momento, a predecir que nuestro Benedicto XVI viene a continuar el conservadurismo juanpaulinista pero de manera más marcada, más disciplinaria, menos compasiva y más proselitista que nunca. Veremos a este Papa encendiendo más la chispa del catolicismo belicista con tal de destruir la laicidad y el secularismo, porque como buen teólogo eclesial y buen conocedor de la burocracia eclesial, sabe que la sociedad occidental, con su sentido crítico de la moral y la religión, son amenazas a una autoridad absolutista, teocrática y de credo y doctrina monolíticos como la que él representa. De lo contrario su autoridad se derrumbaría como castillo de arena. En este sentido será más frecuente el llamado de los católicos conservadores a volver a la fe, volver a Cristo, vivir a Cristo en el mundo, que no es otra cosa que imponer el catolicismo tradicionalista y desafiar la tolerancia religiosa, credencial, ideológica, etc. en nombre de su verdad, la de Cristo. Verdad que, por cierto, no incluye -perdón, quise decir, olvida- el mandato evangélico de dar lo que es del César al César y dar lo que es de Dios a Dios.
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