Juan Pablo II era un anciano en pleno uso de sus facultades mentales que padeció sucesivamente en veinte años una cantidad innumerable de enfermedades que superó cada vez con mayor dificultad.
Un anciano que en forma permanente soportó el implacable avance de un Parkinson que limitó hasta su movilidad más elemental y, recientemente, ciertas funciones vitales como el habla y la deglución.
Súbitamente y en medio de esta fragilidad existencial, una infección le provocó un shock séptico que tiene una elevada tasa de mortalidad pero que puede ser recuperable aplicando los recursos disponibles.
No importan los detalles de lo sucedido ni las precisiones médicas ni el comentario sobre imprudentes conjeturas que se han escuchado.
Sólo importa el análisis de la conducta de quien, habiendo concurrido a internarse repetidas veces para someterse a muchos procedimientos curativos y paliativos, renunció a someterse a una tecnología, de uso habitual en terapia intensiva, que le permitiría la aplicación de todos los soportes vitales capaces de sustituir las funciones orgánicas que claudican en el organismo de un hombre sometido a la severidad máxima con que puede presentarse una infección generalizada.
Esta renuncia a un tratamiento que seguramente podría prolongar su vida y hasta ofrecer una recuperación en condiciones imprevisibles, y en cambio la aceptación de la llegada de una muerte natural, hoy tan poco frecuente, es el ejemplo de un luchador por antonomasia que eligió no obstante con serenidad la llegada del final en su propio dormitorio.
Esta conducta, tan opuesta al imperativo tecnológico que oprime a la sociedad y a la medicina, debe ser elogiada como ejemplo de la búsqueda de una muerte digna de la cual tanto se habla y tan poco se hace.
Esta actitud, cuya intimidad no debe interesar en cuanto a la influencia que su entorno puede haber legítimamente contribuido a definir, debe elogiarse más allá de toda connotación religiosa.
En la evolución de una sociedad que induce a creer que todo es posible para evitar la muerte ("todo lo que se puede se debe"), este último acto papal debe registrarse como una apuesta a la vida y a la aceptación de los límites de las acciones de los hombres.
Vemos constantemente muchos ancianos que en condiciones médicas similares a las de Juan Pablo II son sometidos a la crueldad del encarnizamiento terapéutico.
Para morir dignamente no sólo no se deben hacer ciertas cosas, sino suspender algunas y en cambio hacer otras que nos rescaten del sufrimiento sin sentido, del aislamiento y de la desfiguración.
Este es un acto de valentía, de humildad y de generosidad que apuesta a la dignidad de la vida y que debe enriquecer la cultura de una sociedad omnipotente y agresiva.
Aprendamos todos de esta última decisión de Juan Pablo II, que buena falta le hace a la medicina y a la sociedad. Esta es la verdadera "cultura de la vida".
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