Los clásicos decían: "Si quieres la paz, prepara la guerra". Si los 200.000 soldados estacionados en la zona del Golfo y en los alrededores de Irak no reciben la orden de ataque y de caza y captura del tirano Sadam Husein, sino que se limitan a apoyar a las múltiples tareas de la diplomacia preventiva (ayudada por la sutilidad instrumental de los inspectores de la ONU), estaríamos en la correcta vía de aplicación de la doctrina clásica y de la búsqueda de la paz.
Y en el caso de Irak, esa paz pasa inevitablemente por el cumplimiento estricto de la resoluciones del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y, conforme al consenso que se está paulatinamente perfilando, por la democratización de ese país y por el derrocamiento del dictador.
Con el enorme riesgo de equivocarse, el Gobierno de Estados Unidos, y sus aliados en favor de la guerra, están colocados en otra perspectiva: "Haz la guerra para conseguir la paz". ¿Qué paz? La paz con consecuencias imprevisibles que resulte de la guerra preventiva, doctrina ésta que toma cuerpo en los sectores más conservadores del partido republicano de EEUU, y que se potencia tras los sangrientos atentados perpetrados el 11 de septiembre del 2001 por terroristas que se identificaron con una particular manipulación nihilista del Corán.
¿Qué consecuencias, las de una guerra preventiva en Irak? Ya las estamos padeciendo: las graves fisuras críticas abiertas en Europa, con las tensiones, presiones y divisiones en la ONU y en su Consejo de Seguridad, y con la exaltación progresiva de las masas árabo-islámicas contra la "cruzada" occidental bajo la bandera americana.
La Carta de las Naciones Unidas únicamente considera como causa de guerra a la agresión. Y en tal caso, la guerra se justificaría en función de la defensa propia, como fue el caso en la llamada guerra del Golfo. La situación actual es muy diferente: ni agresión, ni otras razones para activar un ataque en defensa propia.
Seguir la vía de la guerra preventiva llevará inexorablemente a una agudización de la crisis abierta en el seno de las Naciones Unidas, con la puesta en cuestión del multilateralismo bajo presión de los unilaterales, así como con la ruptura del orden y de la seguridad jurídica internacional.
¿Nos encontramos en los preliminares, ya muy avanzados, de un nuevo Yalta, con una planificación meticulosa de las áreas de influencia política y cultural y sobre los hidrocarburos, con la reaparición del Estado superpotente, decidor del bien y del mal, juez y parte?
¿Estamos ya en el terreno de operaciones de un enfrentamiento y de una confrontación entre el Occidente judeo-cristiano y el islam? Tengo mis fundadas sospechas de que el Papa de Roma, con una profunda visión prospectiva, es consciente de esta grave amenaza mundial, y ello le ha hecho lanzar, esta vez a fondo, a la diplomacia vaticana (en general, muy cauta) para intentar evitar la guerra y evitar también un conflicto entre civilizaciones. Y, de paso, incorporar desde ya unos ingredientes para encontrar una solución al conflicto israelo-palestino, con la coexistencia de dos estados soberanos y con la internacionalización de los sagrados lugares de las tres religiones monoteístas en Jerusalén.
Las serias amenazas y las cada vez más grandes probabilidades de una guerra en Irak han logrado que en este caso, y a nivel planetario, no sea cierta esa dicotomía que desean imponer los partidarios de la guerra: la no guerra es una de esas cosas de las izquierdas, y la guerra es la solución única promovida por las derechas.
Cuando comiencen a caer las bombas en plena euforia mediática de guerra, el riesgo de una amalgama y una manipulación sin límites de la información (tamizada por la censura del secreto militar), podría llevar al mundo a simplificar y a reducir la expresión cultural de Occidente en el presidente Bush, y la del islam, en Sadam Husein y Bin Laden.
Si se llegase a tales extremos (y las hipótesis más pesimistas no los excluyen), las heridas en la comprensión y entendimiento entre civilizaciones y en el diálogo intercultural serían muy profundas y tardarían tiempo en cicatrizar. Y los costes, sin duda muy elevados. A ello se tendría que añadir el desencadenamiento de un fuerte antiamericanismo en una parte de Europa y el reforzamiento de este antiamericanismo en los países árabo-islámicos, lo que no es nada positivo para la cooperación internacional para el desarrollo y para las cooperaciones bilaterales con Estados Unidos, incluida la seguridad humana a nivel internacional.
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