La Iglesia Católica es un 'oso enfermo'. Un Papa -Juan Pablo II- intransigente, que ha convertido la Iglesia en el refugio del fundamentalismo católico, que pretende controlar las acciones de los políticos, como si los políticos debieran responder de su deber ante el Papa y no ante el pueblo, como se supone que sea. Se halla más dispuesto a imponer dogmas y tradiciones que a dialogar. Los clérigos y religiosos, salvo algunas excepciones, se encuentran distantes del sentir de sus feligreses, y se preocupan más por ostentar y obtener privilegios que por servir. Ante esta realidad, los feligreses han reaccionado, salvo algunas excepciones, ignorando parcial o totalmente el mare magnum de dogmas que se les pretende imponer, y recurren en su vida diaria a normativas, valores y creencias complementarias a las católicas e incluso opuestas. Los movimientos eclesiales luchan entre sí por obtener mayor reconocimiento del Papa, que, como si fuera dueño de perros, les arroja el manjar, es decir, esferas de influencia dentro de las altas cúspides de la Iglesia. Algunos pensarán que Juan Pablo II se ha desviado del Concilio Vaticano II, por lo cual no se hallan equivocados, pero se debe tomar en cuenta que el mundo social y político del periodo del Concilio Vaticano II era distinto al de los últimos veinticinco años de despótico papado de Juan Pablo II. En el 1962, dos colosos en asuntos geopolíticos dominaban el mundo: EEUU y U.R.S.S. La Iglesia había perdido cualquier potestad que anteriormente le correspondía: perdió los estados pontificios en 1870, la influencia sobre los asuntos estatales desde finales del siglo 18, la hegemonía religiosa desde el siglo 16, el control sobre la cultura desde el siglo 14. Sólo le quedaba 0.44 kilómetros cuadrados bajo su estricto designio. La Iglesia Católica estaba relegada a la nostalgia y el tradicionalismo. Juan XXIII quizá sabía que si quería que la Iglesia corriera a la par con la sociedad tan agitada de entonces y de hoy día necesitaba adaptar la Iglesia, aunque fuera cosméticamente, a las circunstacias que enfrentaban sus feligreses, su clerecía y religiosos, y aliarse con grupos anteriormente enemigos pero que en ese entonces habían perdido influencia, como las iglesias protestantes y ortodoxas. Para ello convocó al Concilio Vaticano II. Pero este mundo comenzó a cambiar en algunos de sus menesteres durante el pontificado de Juan Pablo II. Los dos colosos en asuntos geopolíticos, EEUU y U.R.S.S. se hallaban en graves aprietos económicos. Esto significaría que ambas lucharían hasta el final por impedir su erosión, y si no lo podían realizar en su interior, entonces estallarían en el exterior, su política exterior se tornaría más agresiva, cuyo máximo reflejo fue la guerra de los soviéticos contra los anticomunistas afganos siguiendo la imperialista doctrina Brezhnev, y la contraofensiva anticomunista lanzada por Reagan contra Nicaragua y Granada, en el caso de EEUU. Juan Pablo II apostó, por razones de su origen étnico, a favor de EEUU, porque sabía que el totalitarismo comunista se hallaba en sus últimos suspiros, y además, sabía que si quería devolver a la Iglesia el vigor perdido necesitaría una Europa unida, inconcebible con la Europa de bloques contendientes. En efecto, el totalitarismo comunista cayó, y Juan Pablo II quedó con parte de la influencia en asuntos mundiales que pertenecía a la U.R.S.S. Sin embargo, bajo su pontificado las relaciones entre la Iglesia Católica y la Iglesia Anglicana se han deteriorado, e igual ha sucedido en las relaciones con las iglesias ortodoxas. Mientras, el muy hipócrita Juan Pablo II ora en el muro de las lamentaciones y besa el Corán. ¿Por qué no besa la Biblia Luterana, que es más cercana a su religión? ¿Por qué prohibe a los católicos que vayan a iglesias protestantes y, sin embargo, él visita sinagogas? Sencillamente, porque desea ver arrodilladas a sus pies a las demás religiones cristianas, como déspota que es. Pero la Iglesia sigue enferma, necesita urgentemente de una seria y severa intervención quirúrgica. Esperemos a ver que de nuevo nos trae nuestro santísimo déspota Juan Pablo II.
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