El título suena muy sugestivo como para no querer adentrarse en este artículo. Pero contrasta, en apariencias, con lo que conocemos sobre el Vaticano. Estado de 0.44 kilómetros cuadrados, población de mil habitantes aproximadamente. ¿A quién se le podría ocurrir que el Vaticano, con su diminuta extensión y escaso en habitantes, pueda constituir una amenaza para un Occidente de amplias dimensiones y multimillonaria población? Conviene no subestimar las fuerzas del Vaticano. Más de mil millones de católicos, siendo así una de las principales religiones mundiales, tentáculos en el mundo de los negocios a través del Opus Dei y otros movimientos religiosos, vínculos con el ámbito político mediante el Opus Dei en España, y Comunión y Liberación en Italia, sin mencionar otros movimientos y países, influencia pedagógica con el peso tradicional de instituciones como las universidades y los colegios católicos, aparatos burocráticos capaces de convertir la más mínima disidencia ideológica en herejía con, entre otros, la Congregación para la Doctrina de la Fe, nieta de la Inquisición romana. De manera panorámica vemos que el Vaticano sí posee los soldados y la artillería necesaria para abrir el combate contra las fuerzas desatadas por las revoluciones francesa e industrial, los progresistas y sus ideas. La razón de ello es la poca docilidad de éstos ante doctrinas uniformistas y cerradas; su influencia sobre amplios sectores de la sociedad; su capacidad de explorar alternativas viables ante los retos; y especialmente, de no encerrarse en un caracol ante los retos tecnológicos, científicos y sociales, ya sea este caracol el moralismo o el tradicionalismo. El Vaticano, desde la Edad Media, ha constituido un bastión del tradicionalismo. En su época dorada, la Edad Media, controlaba la cultura, impedía el desarrollo de la ciencia mediante el recurso de limitarse a las autoridades filosóficas que encajaban con su doctrina, bendecía las relaciones de subordinación existentes en la sociedad, pues caían a la medida de su estructura directiva, y aplastaba la disidencia mediante la Inquisición. Pero desde finales de la Edad Media se han diversificado los contactos culturales no tan sólo con el pasado, como en el Renacimiento, sino con naciones variadas; se han desarrollado las ciencias mediante el recurso a un método riguroso de aplicación reconocida por su disciplina y sus resultados más que por acudir a autoridades; las relaciones sociales se han deshecho de la subordinación feudalista; y el poder de la Inquisición desapareció. Conviene percatarse que todos estos cambios desmovilizaron el protagonismo de la Iglesia Católica en asuntos humanos. Y he aquí la razón por la cual esta institución ha lanzado una campaña de telón moralista. La democracia occidental se funda en el principio de la participación del individuo en los asuntos sociales que, lo quiera o no, influyen en su vida. Esta participación se extiende al mercado, el comercio y la política. Dicha participación requiere de cascadas de opciones en todos los ámbitos. Esta amenaza la rígida línea ideológica impuesta por el Vaticano, ya que ella conllevaría la intervención decisiva de los feligreses en asuntos eclesiales y abriría las doctrinas católicas a una comparación racional. Nada de esto le conviene al Vaticano. Sus jerarcas se verían amenazados con la substitución de sus puestos y sus privilegios se perderían. Por tanto, una cruzada disfrazada de pretensión de rescatar valores morales y familiaristas aleja cualquier posibilidad de que los feligreses busquen desempeñar la jefatura en la Iglesia, ya que apela a valores muy arraigados en la identidad de muchos de éstos. Esta cruzada, en realidad, constituye nada más y nada menos que una ofensiva para asaltar el estado occidental e impregnarlo de su doctrina, además de impulsar el ascenso de personalidades que promuevan los intereses conservadores del Vaticano. Sin duda, es un maquiavelismo oculto tras la sotana de moralismo. Claro, el Vaticano no lo admite porque quiere guardar las apariencias de que persigue favorecer a la familia y la sociedad. En cuanto a hipocresía, el Vaticano vence a cualquier otro estado. Lo que no se debe perder nunca de perspectiva es el elemento subyacente a sus iniciativas moralistas.
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