El apareamiento de las arañas, en la generalidad de los casos, provoca la muerte del macho, pues concluido el acto sexual, la hembra lo devora, tal como ocurre con la abeja reina y el zángano. Sin embargo, existen algunas especies en que ellos resultan bastante precavidos como para envolverlas en un velo nupcial. Aunque sutil, la tela priva a la devoradora de movimientos y le impide consumar sus propósitos homicidas.

Existe una especie de arañas en que el macho ofrece de regalo a la hembra un insecto cuidadosamente aprisionado. De este modo, al calmar el hambre de ella, elimina el peligro.

Determinados machos, pasándose de listos, chupan de antemano el insecto y cuando ofrecen su obsequio a la enamorada, le entregan en realidad un caparazón. La broma les sale bien cara, porque casi siempre pagan con la vida semejante argucia.

Los arácnidos de la especie tejedores se valen de cierta técnica telegráfica en la época del apareamiento. Cuando comienza el asedio, el galán lanza un llamado, propinando fuertes y repetidos golpes a la tela. Si la araña no se encuentra en disposición de aceptarlo, le responde negativamente por la misma vía. El se aleja a toda velocidad, pues irritarla significaría la muerte. Al entrar en celo, el ejemplar masculino teje una red diminuta y apretada, en la cual deposita la esperma. Acto seguido, la toca con los pedipalpos (apéndices menudos similares a unas patas, situados a ambos lados de la cabeza) y cuando están impregnados de la sustancia germinativa sale en busca de su compañera.

Como un detalle curioso, el macho de la mayoría de las especies de este género en la escala zoológica, es tan pequeño que puede montarse sobre la hembra, sin llamar su atención. En ocasiones, su tamaño resulta mil veces menor con respecto a ella. La cantidad de huevos que pone la araña varía mucho de una especie a otra. Algunas puestas son de uno a dos solamente, pero otras llegan hasta a tres mil. Los ejemplares femeninos de todas las especies resguardan los huevos en sacos, los cuales suelen disfrazar con hojas o con barro.

Ciertas tejedoras no depositan en uno solo la totalidad de la puesta; la distribuyen en varios, pues así existirá una menor probabilidad de que se pierdan todos los huevos. Otras especies llevan consigo, ya sea en la boca o en las glándulas secretoras, el saco en que protegen los huevos. Y si cualquier intruso se acerca reaccionan con gran furia y luchan a muerte contra quien intente arrebatarles su tan preciado tesoro. Cuando se inicia la primavera o el otoño, los hijuelos de los arácnidos comienzan a salir del saco tan abrigado donde vivieron hasta ese momento.

La mayoría de los pequeños son aeronautas. Casi imperceptibles, pues miden el tamaño de una cabeza de alfiler, suben a un tallo de hierba, proyectan hacia arriba el abdomen y empiezan a segregar unos hilillos de seda que, al flotar en el aire, les sirven de paracaídas, para trasladarse a otros lugares. Si sopla un viento adverso, los hilillos caen a tierra, extendiéndose sobre el suelo. Aunque habitualmente, las últimas crías flotan en el aire en alturas que no sobrepasan los 60 metros, en ocasiones se han hallado hasta a cuatro mil pies.

El vuelo de descenso concluye a veces en el aparejo de barcos que navegan hasta a 300 kilómetros mar arriba. Según el criterio de muchos científicos, existen especies que han emigrado por el aire hacia tierras lejanas. Y allí escenificarán nuevos capítulos del trágico amor de las arañas.