LAS ILUSIONES CAPTURADAS


Fue al introducir la llave en el portal cuando notó cómo los ojos de la gente se le clavaban en la nuca como tachuelas. No fue una sensación agradable, se sintió un poco violenta y se giró con brusquedad. Sin embargo apenas había gente en la calle, y era normal en un sábado a las cuatro y media de la mañana y en un pueblo tan pequeño como aquel. Con todo, le dio tiempo a vislumbrar una frágil silueta en uno de los portales de las casas de enfrente. Comprendió que se trataba de la señora Fuentes, así que no se preocupó demasiado, porque aquella mujer lo sabía todo de todos. Si el pueblo conocía su tempestuoso noviazgo (por llamarlo de alguna manera) con Juan era por esa mujer. Inútil defenderse, decir nada en contra de ella: sería una batalla perdida. Todos le daban credibilidad porque no hacía nada en todo el santo día aparte de informarse sobre la vida de los demás. Las malas lenguas aseguraban que Agustina Fuentes Pompeyo era la reencarnación de la Matahari de la Alemania nazi. Aquella mujer era terrible.
Mamen suspiró, resignada. Al fin y al cabo ya daba igual, con la fama que se había canjeado a lo largo de sus escasos veinte años ya no tenía importancia un chisme más o menos. Y con más razón a partir de aquel momento...
Entró en la casa con exquisito cuidado a fin de no ser oída. Pero esto también era algo innecesario: sus padres conocían perfectamente sus andanzas nocturnas, no ya solo por los comentarios que hacía la gente habitualmente, sino porque la Matahari no tenía ningún inconveniente en pasarse todas las tardes por la casa, con cualquier excusa, por intempestiva que fuera, para contarle los chismes a su madre. Total, que al día siguiente a primera hora de la tarde, cuando aún hiciera demasiado calor para salir con las sillas de mimbre a coser a la puerta de la calle, su madre se enteraría de que Mamen llegó sobre las cuatro y media de la madrugada (o más, no había que olvidar que a

la Fuentes le encantaba agregar información de su cosecha a todo lo que veía), que había bajado del coche de un muchacho, y así que a saber de dónde vendría y de hacer qué cosas. Pero Mamen estaba ya tan acostumbrada a que la desacreditaran, a que confiaran tan poco en ella sus mayores, que sonrió imaginándose la cara que pondría su madre. Sería una actitud comprensiva, porque realmente había sido la primera vez que Juan la había traído en coche a casa: de alguna manera quedaba confirmado que había pasado la noche con él, ya que siempre la acompañaba alguna amiga, siempre diferente, alguna con la que se hubiera encontrado o alguna con la que hubiera quedado previamente para llevar a cabo el engaño. Mamen hizo un apático gesto que de alguna manera pretendía ser una sonrisa amarga: siempre había conseguido todo lo que se había propuesto hacer, tanto como si tenía que llevarlo a cabo a las dos de la tarde como a las tres de la mañana.
Sin embargo aquella noche era diferente.
El mundo se había desmoronado, ya nada merecía la pena. Todo daba igual.
Atravesó el largo pasillo que conducía a su habitación y allí, una vez dentro, se encerró a cal y canto. No podía permitir que la vieran en aquel deplorable estado. Le preguntarían, seguro, y no sabría qué contestar... porque al fin y al cabo qué podría decir, que Juan la había dejado, mira tú qué cosa, menuda estupidez ponerse en ese plan por algo tan simple, con la cantidad de chicos que hay en el mundo... Si, en el mundo, pero no en un pueblo tan pequeño. Cuando todos conocieran la historia empezarían a cuestionarse el porqué Juan la habría abandonado, no entenderían que simplemente el amor se esfumó, que pasó como una exhalación durante los primeros meses, que en realidad el chico la había engañado. Peor. Eso significaría que ella se había dejado engañar, lo que era más vergonzoso aún. El hombre nunca engaña sino que es la mujer la que se deja engañar, es lo de siempre, es la condición varonil, lo que le hace más macho. Sintió que se ahogaba y abrió la ventana de par en par, permitiéndole al aire fresco de la noche veraniega invadir sus pulmones.
La incomprensión.
Sintió que estaba todo perdido, pero comprendió que no se podía dejar vencer tan pronto. Ella siempre había sido una chica fuerte,

decidida, ¿por qué desmoronarse por esto? ¿acaso jamás iba a salir del pueblo? Solo cuando saliera podría volver a empezar, seguro que conocería a alguien, se casaría, tendría hijos, sería feliz. Pero eso sí, siempre y cuando saliera de allí.
Una bandada de pájaros, negros como la pez, volaron en estampida hacia todas direcciones dispersándose desordenadamente por la plaza. Después se hizo el silencio. Mamen comprendió la señal. Había que ser realista. Ésta vez, había perdido la partida. Ahora si que realmente estaba condenada para siempre, enterrada en vida.
Cerró la ventana y sin desvestirse se tumbó en la cama cuan larga era. Entonces se abandonó a los recuerdos del día. Juan y ella habían ido a cenar a un pueblo cercano, entre donde vivía ella y donde vivía él, un pueblo intermedio que durante todo aquel tiempo les había servido de refugio ante las miradas indiscretas. Él tenía coche, un Ford fiesta blanco de hacía ya unos cuantos años, por lo que se podía desplazar con total libertad. No obstante, no todos los fines de semana podían verse (Juan trabajaba durante la semana), y eso a Mamen la tenía un poco intrigada: nunca sabía qué fin de semana tocaba salir o no, por lo que tenía que estar preparada por si él llamaba, y además, bien arregladita, porque Juan tenía la dichosa manía de avisar siempre no más de media hora antes de quedar. Así que aquella noche ella iba dispuesta para una discusión, si se terciaba (cosa que no creía necesaria),pero desde luego quería enterarse del porqué en una relación que tanto trabajo y sudores le constaba mantener había tanto desequilibrio.
Y se enteró.
Porque el caso es que Juan no solo no se había dado por enterado de que aquella era para Mamen una relación seria, sino que el pobre creía febrilmente en la poligamia y no había creído conveniente hacérselo saber a Mamen ante las evidentes muestras de desaprobación que tendría que presenciar. Así que mejor había optado por el silencio y por el "Dios dirá".
Mamen tumbada de espaldas frunció el ceño y ensayó una mueca. Menuda ********. Resultó que había sido una "novia" de fin de semana, con una asiduidad ni tan siquiera alternativa, pues Juan se iba cada vez a un pueblo distinto donde se encontraba con otras chicas que, con

total seguridad, se consideraban únicas. y recordó cómo se había acicalado aquella noche, cuando solo hacía unas horas andaba como loca porque no encontraba el vestido de muselina azul que tanto le gustaba a Juan, cuando salió de casa nerviosa, andando calle abajo y sintiéndose flotar sobre la tierra pisada de la carretera, cuando le vio por primera vez desde hacía semanas. Semanas que a Mamen le habían parecido siglos, eterna espera que sobrellevaba recreándose en la orografía de aquel cuerpo, los labios, los ojos, la voz. Divinizando a un ser que no llegaba ni a Mesías, ni siquiera a Bautista. Alabando la belleza de un ser vacío, y todo para desembocar en el olvido de un pueblo que la condenaría a la soledad más profunda. Ningún hombre volvería a desearla sabiendo que ya había mancillado su cuerpo. Menudas creencias de [censurado]. Sería la pobrecita engañada que se lo ha buscado ella misma.
Rabia. Rabia y soledad. Vacío ante al abismo. Y la Nada.


Durmió mal durante un par de horas. Despertó bruscamente por el sonido de un teléfono.

» - ¿Mamen...?
- ...
- Mamen, estás ahí?
- Si, qué pasa. Oye, mira no estoy de humor para nada, ayer me acosté tarde. Además Juan y yo tuvimos una discusión muy fuerte y estoy hecha polvo. Lo hemos dejado, Susana.
- ¿...qué?
- Si, ya te contaré, ahora déjame dormir, eh?
- Mamen, no, escúchame. Juan ha tenido un accidente esta noche. ¡Dios mío, y discutisteis anoche!. Te paso a re***** dentro de diez minutos.
- ... »


Al llegar al descampado ya era un poco tarde para ver nada. Mamen sólo alcanzó a ver cómo una grúa alzaba el amasijo de hierros que

otrora había sido el Ford fiesta de Juan y la silueta de su cuerpo marcada con cal en el suelo. Hasta el juez encargado de la supervisión del levantamiento del cadáver hacía ya buen rato que se había ido. Solo quedaban unos cuantos periodistas gráficos recogiendo material para los periódicos del día siguiente. Por ellos pudo saber poco más o menos con exactitud lo que había pasado: al parecer la noche anterior bebió demasiado, lo que hizo que no controlara bien el coche, estampándose contra un árbol. Probablemente había permanecido con vida durante bastante tiempo hasta que ya su organismo no pudo resistirlo más y murió.
Osea que era cierto. Había muerto. Juan, muerto. Para siempre.
Mamen contempló la escena que se abría ante ella, intentando pensar con claridad. Comprendió que eso que veía sólo podía significar el Fin. Pero no sintió nada fuera de una alarmante calma interior. Una calma inhumana. Una frialdad que le carcomía las entrañas, que helaba a su paso del cerebro al corazón todos sus órganos internos. Y aquella frialdad le hizo recuperar la serenidad por completo. Fue entonces cuando comprendió que jamás volvería ser la misma. Miró hacia delante e inició el camino de regreso. La tragedia había pasado, sin dolor, el problema estaba al fin solucionado: volvía a ser libre. Nadie pensaría jamás que la noche de antes a la muerte de Juan se había roto la relación entre ambos. Y si a Susana le daba por hablar... en fin, para qué nos íbamos a engañar, ¿quién iba a creer a esa pobre chica? Ahora Mamen, de ser una chica engañada había pasado a ser una novia destrozada por los avatares del Destino cruel.
"Ah, los avatares de la vida!", pensó con alivio mientras caminaba con paso lento y decidido por las calles del pueblo.
Sin embargo, al llegar al portal de su casa volvió a notar las miradas de la gente clavadas como tachuelas en su nuca.


Caria.-