RodolfoCarmona
14/04/2002, 13:25
Siempre os he escrito las cartas a deshora. Siempre con una copa de más en la nostalgia. A menudo he disfrazado mi derrota, dulcificado las arrugas de mi espíritu hasta completar un cuadro de tonos suaves y precisos. Pero, decididamente, no soy lo que imaginas. No soy ese tipo dulzón con aires de poeta.
Sucumbo al desaliento y a la carne. Sucumbo lleno de traiciones. Los miedos rondan estos lares. Hay demasiado ron en las cloacas de esta donde habito. Hay óxido de luz en las retinas y cuenta un alacrán los días que faltan para dejar de respirar. Pero puede uno reír después de todo.
Salvo de mi muy pocas cosas. No quiero mentiros. Está la tarde nublada. Están las ventanas empañadas en aliento. Y ladran los perros a las hojas. Y una voz infantil reclama a la alegría.
Llevo en los dedos la imagen de una duda, el equipaje de una vida que cada día me sabe más lejana. Se pierde un velero en la distancia. Se pierde con un cargamento de sueños en la bodega. Se aleja. Le veo partir. Eso es todo. Todo lo que acierto a descifrar de la existencia.
La ceniza del tabaco me quema las mejillas. Dejo sonar la guitarra en los espejos. Aguardo la llegada de una razón a la que atarme. Una paleta de colores y un pincel. Una hoja en blanco. Un dibujo de azar y colorines.
Andan destempladas las palabras. Cuentan historias que no creo. Hablan y no escucho. Un gusano se come las manzanas. Y un cementerio de uñas en el que nadie deja flores reemplaza los paisajes y la calle.
Suenan los disparos. Suenan los quejidos en todos los idiomas. Rumores de vencidos. Victoria de los muertos. Una niña se inmola en la venganza. Y un ojo por ojo no es capaz de adivinar las amapolas. Un collar de perlas esconde una sonrisa y un tanque los restos de un cadáver. Pero aún queda lugar a la esperanza de una lluvia. Una lluvia que cae de improviso, dispuesta a florecer las bienvenidas.
En el campo de Yenin yace la ausencia. Y redactada en una frase todas las certezas parra el odio. En el campo de Yenin se desdibuja el Holocausto, la solución final para la infamia. Y no oculta la muerte su mortaja, no renuncia al juego ni a los llantos. Lágrimas de fuego que como un estropajo enjabonado dan lustre a las teteras.
Es la hora en punto. La hora en que te digo “ay, amor” y no se rompe y no se apaga. Es la hora de no disfrazar estas miserias. Llegó el instante de llorar en los caminos.
Lloro estas palabras que sonríen, estás sílabas que anochecen. Lloro, simplemente, por tus labios, por la leve urgencia de esa noche en que nos vimos.
Arrecian los desvelos y está la piel ausente de caricias. Grito. Cielo nublado. Viento.
Escucho por última vez la melodía. Quiero abandonarme a su cadencia. Dejaré que surgan las palabras. Dulzura. Sentimiento. Color azul. Piedra. Musgo.
La saliva persigue las especias. Los lugares que le recuerdan a los trópicos, las ciudades donde el amor no elude la lujuria
Baila una mulata. Dos pechos de caña y una pampa en la cintura. Danza como quien hace el amor sin desperdicio.
Quiero pasar la mañana en Porto Alegre –esa ciudad donde anhela un futuro la justicia–, quiero vivir la madrugada en Buenos Aires y La Habana –espacios donde un beso vale una promesa–. Y, sobre todo, quiero despertar en México, ese México que es un país al que van las mariposas.
Casi todos queremos jugar al amor a pesar de los fracasos, jugarnos, como la vida, el resto a cada instante –siempre muere una ilusión en la sabana y brota una promesa al sur de Baños, Ecuador–. Deseamos enredarnos en los boleros, pintarnos la espalda con sus labios; un orgasmo de piña y doce jadeos de pera. Deseamos el velo de su mar sobre nuestro vientre.
Los amantes siempre acaban cometiendo la locura de encontrarse, acometiendo la dulce tarea de decirse, de beberse. El amor descoloca, descoloca totalmente. Es un eco, una imposible fantasía, una siembra que pasa y arde. Y fecunda. Y destroza.
Te daría la luz con dos palabras. Te entregaría dos tomos y un corazón. Soy un hombre desnudo, aquí y ahora. Ha dejado de llover. Ya no suena la música. Esperaremos a mañana. Tal vez la noche olvide las razones. Tal vez el nuevo día no advierta mis errores. Y yo me engañe torpemente, como ese almendro que florece tardío, solitario y callado entre los frutos de los otros ya crecidos.
Hagamos una canción para las putas. Esas nobles señoras que llaman a las cosas por su nombre. Digámosles amor, no me avergüenza el sabor de tus abrazos. Dejemos los juegos farisaicos para esos aplicados aprendices de censor.
Hay que dirigir de vez en cuando las pisadas al infierno, que es el lugar más cercano al paraíso. Tal vez por eso lloren las vírgenes en los santuarios y los cráteres.
Aquella lejana canción de los sesenta que tanto te gustaba suena por las tardes en la radio. Maldito este Bob Dylan que nos hizo creer en la utopía. Aún vuelve el olor a marihuana, aún viaja la inocencia entre los ácidos. Pero al diablo la nostalgia.
Llovía hace cinco minutos. Hace cinco minutos cantaba Víctor Jara. Y era eterna la vida. Lo era. Eterna como lo son el amor y las cometas. Todo lo eterna que pueden ser las amapolas.
Sucumbo al desaliento y a la carne. Sucumbo lleno de traiciones. Los miedos rondan estos lares. Hay demasiado ron en las cloacas de esta donde habito. Hay óxido de luz en las retinas y cuenta un alacrán los días que faltan para dejar de respirar. Pero puede uno reír después de todo.
Salvo de mi muy pocas cosas. No quiero mentiros. Está la tarde nublada. Están las ventanas empañadas en aliento. Y ladran los perros a las hojas. Y una voz infantil reclama a la alegría.
Llevo en los dedos la imagen de una duda, el equipaje de una vida que cada día me sabe más lejana. Se pierde un velero en la distancia. Se pierde con un cargamento de sueños en la bodega. Se aleja. Le veo partir. Eso es todo. Todo lo que acierto a descifrar de la existencia.
La ceniza del tabaco me quema las mejillas. Dejo sonar la guitarra en los espejos. Aguardo la llegada de una razón a la que atarme. Una paleta de colores y un pincel. Una hoja en blanco. Un dibujo de azar y colorines.
Andan destempladas las palabras. Cuentan historias que no creo. Hablan y no escucho. Un gusano se come las manzanas. Y un cementerio de uñas en el que nadie deja flores reemplaza los paisajes y la calle.
Suenan los disparos. Suenan los quejidos en todos los idiomas. Rumores de vencidos. Victoria de los muertos. Una niña se inmola en la venganza. Y un ojo por ojo no es capaz de adivinar las amapolas. Un collar de perlas esconde una sonrisa y un tanque los restos de un cadáver. Pero aún queda lugar a la esperanza de una lluvia. Una lluvia que cae de improviso, dispuesta a florecer las bienvenidas.
En el campo de Yenin yace la ausencia. Y redactada en una frase todas las certezas parra el odio. En el campo de Yenin se desdibuja el Holocausto, la solución final para la infamia. Y no oculta la muerte su mortaja, no renuncia al juego ni a los llantos. Lágrimas de fuego que como un estropajo enjabonado dan lustre a las teteras.
Es la hora en punto. La hora en que te digo “ay, amor” y no se rompe y no se apaga. Es la hora de no disfrazar estas miserias. Llegó el instante de llorar en los caminos.
Lloro estas palabras que sonríen, estás sílabas que anochecen. Lloro, simplemente, por tus labios, por la leve urgencia de esa noche en que nos vimos.
Arrecian los desvelos y está la piel ausente de caricias. Grito. Cielo nublado. Viento.
Escucho por última vez la melodía. Quiero abandonarme a su cadencia. Dejaré que surgan las palabras. Dulzura. Sentimiento. Color azul. Piedra. Musgo.
La saliva persigue las especias. Los lugares que le recuerdan a los trópicos, las ciudades donde el amor no elude la lujuria
Baila una mulata. Dos pechos de caña y una pampa en la cintura. Danza como quien hace el amor sin desperdicio.
Quiero pasar la mañana en Porto Alegre –esa ciudad donde anhela un futuro la justicia–, quiero vivir la madrugada en Buenos Aires y La Habana –espacios donde un beso vale una promesa–. Y, sobre todo, quiero despertar en México, ese México que es un país al que van las mariposas.
Casi todos queremos jugar al amor a pesar de los fracasos, jugarnos, como la vida, el resto a cada instante –siempre muere una ilusión en la sabana y brota una promesa al sur de Baños, Ecuador–. Deseamos enredarnos en los boleros, pintarnos la espalda con sus labios; un orgasmo de piña y doce jadeos de pera. Deseamos el velo de su mar sobre nuestro vientre.
Los amantes siempre acaban cometiendo la locura de encontrarse, acometiendo la dulce tarea de decirse, de beberse. El amor descoloca, descoloca totalmente. Es un eco, una imposible fantasía, una siembra que pasa y arde. Y fecunda. Y destroza.
Te daría la luz con dos palabras. Te entregaría dos tomos y un corazón. Soy un hombre desnudo, aquí y ahora. Ha dejado de llover. Ya no suena la música. Esperaremos a mañana. Tal vez la noche olvide las razones. Tal vez el nuevo día no advierta mis errores. Y yo me engañe torpemente, como ese almendro que florece tardío, solitario y callado entre los frutos de los otros ya crecidos.
Hagamos una canción para las putas. Esas nobles señoras que llaman a las cosas por su nombre. Digámosles amor, no me avergüenza el sabor de tus abrazos. Dejemos los juegos farisaicos para esos aplicados aprendices de censor.
Hay que dirigir de vez en cuando las pisadas al infierno, que es el lugar más cercano al paraíso. Tal vez por eso lloren las vírgenes en los santuarios y los cráteres.
Aquella lejana canción de los sesenta que tanto te gustaba suena por las tardes en la radio. Maldito este Bob Dylan que nos hizo creer en la utopía. Aún vuelve el olor a marihuana, aún viaja la inocencia entre los ácidos. Pero al diablo la nostalgia.
Llovía hace cinco minutos. Hace cinco minutos cantaba Víctor Jara. Y era eterna la vida. Lo era. Eterna como lo son el amor y las cometas. Todo lo eterna que pueden ser las amapolas.