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RodolfoCarmona
26/01/2002, 21:00
Uno tiene la certeza de que la vida se nos escapa en sus últimos detalles, de que no llegamos a percibir más que una mínima parte de su grandeza, una migaja mágica y deliciosa desde luego, pero migaja al fin y al cabo.
La existencia está construida con materiales intangibles –todo aquello que merece realmente la pena no puede tocarse, si descontamos, casi huelga el comentario, a las personas o los objetos a los que amamos–. Tiene ésta como materiales básicos –necesarios para recomponer el alma– las emociones, las ilusiones, las esperanzas y los fracasos, el amor y el desamor, las madrugadas de sueño y de hastío.
La existencia lleva entre los dientes el calor de las pieles que nunca nos son ajenas, el ritmo del oleaje de un mar primitivo y maternal, los labios del azul con sabor de viento y de tormenta. Pero apenas llegamos a rozar con los dedos de la conciencia uno de esos componentes pareciera como si nos diera miedo traspasar el velo de Isis, nos conformamos con un trago breve sin ser capaces de llegar al último sorbo, al último atisbo de gozo. Nos conformamos con vivir a medias, dando por zanjado casi de antemano, sin haberlo iniciado más que de una forma superficial, el camino del espíritu, el camino, no del corazón, sino de lo que en él habita y, finalmente, le sobrevive.
Hago estas reflexiones en una hora de luto, en una hora de luto temprano – acaso todas las horas de luto lo sean–. Nunca nos parece demasiado tarde para la alegría, sin embargo siempre es terriblemente pronto para el dolor.
La muerte es el hueco de un ascensor vacío. Cuando abre la puerta nos recibe una bocanada de aire helado, un manto de negritud que ni abriga ni consuela. En el manual de instrucciones nada se nos dice de cómo enfrentarnos a ella. Y ni siquiera la fe, esa fe que hemos ido torpemente alimentando proporciona algo más que simple lugares comunes.
Pero incluso la muerte cede a veces ante el empuje de la vida, ante el segundo siguiente, ante esa imparable fuente que recorre la médula espinal de la naturaleza. Yo no sé si el gesto de un niño, si un acto infantil ante la desolación, puede justificar por si sólo una vida. No lo sé. Pero creo sinceramente que sí puede anular la zozobra, apaciguar el trueno, templar al toro de la tristeza.
No quisiera ni dar detalles ni dar nombres. No quiero señalar con el dedo, a pesar de que la anécdota es dulce y amarga, sentimental y humana. Los niños son, ante hechos especialmente graves, de una serenidad aplastante, de una fuerza de comprensión que nos sobrepasa, que nos trasciende. Abriéndonos entonces, sin pretenderlo, el velo de la vida, la seda que cubre los hechos cotidianos, la profundidad que esconde el misterio de los ciclos vitales.
Les diré tan sólo que una madre ha muerto, una madre joven, y que un niño de nueve años ha quedado roto. Las historias personales, esas cuya suma nos da una vida, debieran hilarse, en exclusiva, con la fuerza de los sentimientos, con la fortaleza del eco generoso de la razón que nace del amor que nada pide y todo lo ofrece.
La escena tiene lugar en un coche. Un padre, un hijo y dos familiares van camino del hospital. Un empeoramiento repentino e inesperado de la madre les ha sacado de la cama en plena madrugada. En el trayecto, un teléfono móvil suena con la gravedad que los mayores intuyen. Desgraciadamente los peores presagios se confirman. La muerte ha recogido de nuevo la cosecha y no le importan ni la estación ni la madurez del grano. La noticia estalla en el interior del coche y la metralla resultante destroza el corazón de los presentes.
--)Qué es eso de que mamá ha fallecido? -pregunta inocente el niño. Uno de los familiares había tomado la precaución de dar la noticia a los demás utilizando esa definición con la esperanza de que el niño que hasta ese momento parecía estar medio adormilado no se apercibiera de la situación de una manera tan directa.
Pero el llanto y el dolor nada saben de mesura o de control. La congoja es tan evidente que el conductor, el padre, no puede controlarse más y detiene el coche en el arcén.
--Nada… que está de viaje en el cielo –aciertan a contestar torpemente.
Minutos más tarde, tras un silencio –que es la única forma de hablar con Dios– el grupo reanuda el viaje. Poco después el niño coge una libreta y un lápiz y comienza a dibujar. Una flor y la palma de una mano, su propia mano, es el resultado.
-- Esto es para mi madre –dice, rompiendo el silencio.
Nuevamente el coche se detiene a un lado de la carretera.
Una vez en el hospital los familiares y amigos allí presentes se funden en abrazos buscando cada uno su propio consuelo. Somos torpes en las despedidas, y en la última, la definitiva, la cosa no mejora.
Por razones que no vienen al caso, el cuerpo de la madre había sido ya colocado en un ataúd precintado. Uno de los familiares, una tia-abuela del niño, con los dos dibujos en la mano, se dirige a unos celadores para comentarles que quisiera que aquellos dibujos los llevara la madre en el interior del féretro. La respuesta fue negativa. La burocracia es un monstruo sin corazón, al igual que esos torpes infelices y cobardes que no son capaces de saltarse las normas cuando están en juego sentimientos, hermosas certezas por las que uno cree que merece la pena ponerse el mundo por montera.
Pero la tía-abuela no es mujer de derrotas. Así que se dirigió con el corazón en la mano a la responsable de planta. Tras comentarle el caso, la enfermera jefe con un nudo en la garganta, recoge los dibujos y le da su palabra de que aquellos dos gritos de amor estarán donde deben estar…
Quisiera poder terminar con una frase brillante, pero al diablo con las frases brillantes, que estas dos lágrimas y el recuerdo del regalo de despedida de un niño hacia su madre pongan el punto y final a este artículo.